VIDA CULTURAL EN SANTIAGO DE CHILE
Armando Roa Vial
Santiago es una ciudad que ha experimentado en los últimos diez años un crecimiento geográfico muy fuerte, transformándose en una mega urbe donde se concentra la mayor parte de la actividad productiva del país. Es ella, también, el eje del poder político y empresarial de Chile. Su crecimiento, sin embargo, ha sido inorgánico, sin un trazo urbanístico homogéneo y a expensas, en muchas ocasiones, de zonas de valor patrimonial. Metrópoli de fuertes contrastes sociales y económicos, hoy en día configura una yuxtaposición de suburbios sin un sentido de pertenencia en común, transformados en pequeñas ciudades dentro de la ciudad, . El crecimiento explosivo ha roto con el paisaje más acogedor e íntimo del antiguo Santiago, dando lugar a un conjunto más anónimo y hostil. La vida cultural de la ciudad no ha sido ajena a estos cambios. Salvo por la presencia de ciertos barrios muy circunscritos – en el sector colindante al cerro Santa Lucía o en la ribera norte del río Mapocho- la oferta es en general escasa y aislada. Para muchos –en una opinión que es compartida por mí- esto ha sido el reflejo de una institucionalidad que, desde los tiempos de la dictadura militar, ha prestado muy poco interés por el desarrollo intelectual de Chile, sin políticas de estado rigurosas y sistemáticas que potencien el fomento de iniciativas culturales de calidad, debilitándose además el papel rector que en otras décadas prestaban las universidades en el cultivo del saber. A ello se suma la poca relevancia que en la prensa tienen los temas artísticos y humanistas y el deterioro de la industria editorial. El panorama actual, entonces, no parece muy auspicioso: mientras las farmacias aumentan, las librerías de calidad son cada vez más exiguas; los espacios para el buen cine y los conciertos son reducidos en proporción al tamaño de la ciudad y su población. El chileno de las últimas décadas, además, se ha vuelto trabajólico y aspiracional; la vieja bohemia y el hábito de la conversación y la tertulia en bares y cafés son reliquias de museo. En los últimos años, especialmente entre los más jóvenes, el contacto por celular o por correo electrónico o en foros de Internet, parece reemplazar los encuentros personales. En consonancia al paisaje actual de la ciudad, la actividad intelectual y creativa parece atomizada: esta se destila a duras penas en la atmósfera cerrada de algunas universidades o en sitios del ciberespacio. Hay quienes sostienen, no sin razón, que la ciudad les ha dado la espalda al ser incapaz de crear una atmósfera estimulante y hospitalaria para ello. Muchos creadores e intelectuales del Chile contemporáneo viven como extraños en su propia ciudad, sin instancias que faciliten o estimulen la producción del diálogo con sus pares o con la ciudadanía. En suma: la globalización nos muestra una paradoja que en Santiago adquiera proporciones mayúsculas: la tecnología nos ha permitido vivir abiertos al mundo, incluso a sus rincones más apartados, pero al mismo tiempo nos ha convertido en provincianos que vivimos de espaldas a nuestra historia e identidad, apropiándonos de modelos foráneos asimilados sólo en sus aspectos más superficiales e irrelevantes. Una lástima, ya que el potencial de Santiago, enclavada en un entorno natural maravilloso bajo la nieve de los Andes, es enorme: parafraseando a Ezra Pound podría decir: “el pensamiento de lo que Santiago sería si la sensibilidad y la cultura tuvieran mayor circulación, turba mi sueño”.
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