EL NECESARIO EXILIO
(De la realidad literaria a la ficción de lo real)
Víctor Sosa
I
Exilio es destierro. Es perder -por imposición de autoridad-
un territorio, nuestro territorio, ese espacio o
terruño que consideramos naturalmente propio, raíz sanguínea
que postula un centro y una unidad: un cosmos. Nos sentimos
mexicanos, japoneses o afganos a partir de una noción de
territorialidad, de pertenencia a un espacio geográfico que a
su vez está supeditado a un imaginario colectivo, a una idea
de nación aglutinada en un Estado. Pueden existir diferencias
lingüísticas o de costumbres, étnicas, políticas o culturales,
pero el Estado-nación minimiza esas diferencias en aras de un
ideario común que se sistematiza y sintetiza en un vocablo, en
un neologismo diferenciador: México, Japón, Afganistán.
Ser exiliado conlleva la pérdida de ese territorio singular
(expulsión de un cosmos) pero también la pérdida de los
referentes identitarios: la lengua, las costumbres, los
vínculos étnicos, políticos o culturales, en suma, los códigos
de un ser y un estar en el mundo. Ser exiliado es estar
desligado, desvinculado del centro existencial hegemónico.
Exilio es marginalidad y ostracismo: es un no ser en
tanto no hacer existencial, es una inoperancia en el
impedimento. Porque el ser es -recordando a Sartre- sólo en la
acción, en el acto de hacerse a sí mismo sobre la contingencia
de lo real. No hacer, no actuar, es exiliarse del mundo. En
ese sentido, el personaje de El extranjero de Camus
-ese paradigma de la indiferencia existencial- es un extraño,
un auto exiliado en su propio ser, una anomalía social, un
monstruo moral, un criminal que la autoridad debe erradicar
como acción profiláctica y como acto ejemplarizante. Sin
embargo, el exilio del señor Mersaut no es un exilio
sufriente, es un exilio anestésico, asordinado en la
insensibilidad emocional y en la carencia de toda ambición, de
toda pasión y todo compromiso individual o colectivo.
Por otra parte, los impositivos exilios políticos -desde la
Grecia y China antiguas hasta nuestros globalizados días- son
exilios sufrientes. El desterrado sufre porque perdió su
centro, porque lo exoneraron de su natural participación en la
unidad, en ese comunitario cosmos que le daba sentido de
pertenencia e identidad a través de la identificación con sus
semejantes. El exilio es una depuración y una punición. El
Poder anula y castiga al revolucionario, al disidente, al
loco, con el destierro, con la otredad del ostracismo, y con
la imposibilidad del retorno al orden que éste intentaba
subvertir. Lo estable -el Poder- quiere seguir siendo estable;
lo desestabilizador -el exiliado en todas sus vertientes-
quiere seguir desestabilizando aún desde su imposibilidad,
desde ese territorio otro que lo acoge y lo aprisiona
minimizando su poder y erosionando su voluntad. El desterrado,
entonces, se obsesiona con el retorno porque es la única
manera de recuperar su poder de acción sobre la historia, ya
que el exilio -el destierro- se sufre también como una virtual
salida de la historia. El exiliado sufre el mal de
Tántalo: quiere asir el alimento de la historia, pero la
historia se aleja de él. Regresar a la historia es regresar a
ese pequeño cosmos de donde fuimos expulsados y donde, gracias
a la reinserción, recuperaremos nuestro perdido poder.
Si el desterrado vive -y sufre- su obsesión de retorno, el
transterrado -siguiendo en el neologismo a José Gaos-
experimenta un revenar, un rebrote existencial, un reacomodo
geográfico en el seno de la historia. El desterrado sufre y
padece la amputación de su raíz-centro y flota, a la
deriva, en ese desarraigo; se desencuentra consigo
mismo porque no se encuentra con los otros-semejantes -que
incluso actuando como enemigos, y tal vez justamente por eso,
le insuflan razón de ser, sentido y única dirección a su
existencia. El transterrado, en cambio, genera rizomas; palia
el desarraigo a partir de la producción de vástagos
multidireccionales, de un replanteo del orden o cosmos
provocado por una nueva noción aleatoria y metamórfica de la
realidad. El transterrado, de esta manera, se hace
otro, mientras que el desterrado se deshace en sí al
querer prevalecer en el ser y en aquel orden perdido e
idealizado.
Pero, más allá de los exilios impuestos, también están los
exilios voluntarios, las fugas culturales, los nomadismos
existenciales, la condición diaspórica o el sentimiento
apátrida como ejercicio libertario. El exilio como patria,
como no lugar, como virtud y virtualidad más allá de
territorios y entelequias identitarias es una condición que
debe ser atendida y analizada con mayor rigor en la cultura
globalizada y cada día más desarraigada de nuestro tiempo.
II
Si la aventura exílica de Ulises es heroica -20 años errante
por el mundo hasta retornar a su Penélope y su Ítaca
queridas-, tal vez no sean menos heroicas las errantes vidas
exílicas de escritores y personajes literarios de la
modernidad (de los cuales ya cité el singular caso de El
extranjero). Del Ulises de Homero al Ulises de
Joyce se suceden múltiples mundos e innumerables exilios
personales y colectivos. Sucede, también, un cambio de valores
significativo: del héroe pasamos al antihéroe, del destierro
clásico al transtierro de la modernidad, de la idealización de
la pérdida a la aceptación del vacío como condición de
lucidez, del paraíso perdido al simulacro recobrado.
Joyce fue un exiliado voluntario, un conciente apátrida que
huye de su natal Irlanda, de la fe católica y del nacionalismo
para inventar su propia patria, no en Trieste, en Zurich o en
París -ciudades donde vivió- sino en la escritura, en el
lenguaje, y en la figura de un involuntario exiliado en su
propia tierra, ese judío dublinés, tan humillado como
execrado, llamado Leopold Bloom. Joyce construye su exilio
voluntario para recrear la involuntaria condición exílica de
un hombre que es todos los hombres, de un dublinés del mundo
que no puede hacer de su exilio interior un espacio de
libertad, un trapecio entre los condicionamientos y la
contingencia. Bloom es la contraparte de Joyce, es quien pudo
ser él, el otro exílico que padece un orden y una cosmogonía
impuesta por el nacionalismo y los constrictores
convencionalismos de su patria.
Huir de la patria es huir del padre. Esta recusable
declaración al menos se cumple en el caso de un exiliado
existencial llamado Franz Kafka y, por supuesto, en esas
figuras tan o más reales que su autor: Gregorio Samsa de La
metamorfosis, o el Sr. K de El proceso. La
transformación de Gregorio en un monstruoso insecto es un
exilio -¿voluntario o involuntario?- por negación y por
deformación; es un destierro corporal que impele y provoca
ostracismo, que conduce a una expatriación implosiva,
centrípeta, interior. Gregorio pierde el vínculo con el
otro-semejante -su familia- al perder su condición humana, su
cuerpo, su representatividad dentro del consenso social
(ese consenso que desestima la participación de los
artrópodos). Gregorio pierde, además, la herramienta
fundamental que el consenso impone: el lenguaje. Gregorio
chirría. Piensa, sí, y desea hablar, pero emite chirridos no
sólo incomprensibles sino desagradables para el común de los
humanos. Si la lengua es la patria -en una de sus tantas
representaciones- y es también la casa del ser, entonces
Gregorio pierde su ser y su patria al desterritorializarse
en cuerpo y lengua. Doble condición exílica que acelera su
perdición -su no inserción- en el patriarcal núcleo familiar.
Recordemos la predilección de Kafka por los sótanos, los
túneles, las galerías, y recordemos los pesarosos pasillos que
el señor K debe trajinar dentro del Tribunal; el exilio es
interior, no hay posibilidad de salida, no hay refugio, asilo
o extraterritorialidad alguna porque todo lo visible e
invisible pertenece al Tribunal. La pesadilla kafkiana nos
confronta con la condición inevitable de un exilio, no hacia
un afuera impotente sino hacia un adentro imponente,
laberíntico y devorador.
Otro exiliado de sí mismo: Fernando Pessoa. Desdoblarse,
multiplicarse, despersonalizarse, como maneras y variaciones
de un exilio interior rico en sustituciones, en vástagos, en
transtierros metafísicos. La heteronimia pessoana es la
construcción de espacios exílicos donde puedan resonar las
alteridades dramáticas del ser: ser Alberto Caeiro, ser Álvaro
de Campos, ser Ricardo Reis. Recordemos que este último
abandonó Portugal y se exilió en Brasil a causa de sus ideas
monárquicas. El exilio de Pessoa en Reis se continúa con el
exilio de éste en Brasil. Vasos comunicantes de una fuga de sí
que es, también, una prolongación de sí en el otro alterno,
virtual y fugitivo. Pessoa huye de su época, de sus
congéneres, de su patria -e incluso de su novia: Ofelia-, sin
salir de su Lisboa querida; sale, se fuga, vía heteronimia,
vía escritura, vía sensacionismo. El sufrimiento, las
consecuencias terribles de estar en otro lado, se
atenúan y se justifican en esa construcción de un mundo
autosuficiente y de una geografía puramente literaria -ni
Lisboa ni Sintra sino esa zona virtual, especular, de una
carretera de ensueño donde poder seguir: "y ¿qué más puede
haber en seguir, sino no parar, proseguir?", se responde,
lúcido y lúdico en su pregunta, el poeta portugués.
¿Y cómo no recordar a ese otro exiliado y escindido llamado
Harry Haller, maduro alter ego de un alemán nacionalizado y
exiliado en Suiza llamado Hermann Hesse? Las dos naturalezas
de este lobo estepario son excluyentes, de ahí lo
exílico de su condición, de ahí el recíproco destierro
constante de sus partes y la bipolaridad como sistemático
mecanismo de incompletud y confrontación interna. Haller/Hesse
pertenece a la estirpe de los desterrados voluntarios de la
sociedad, de los rebeldes apocalípticos que recusan el
consensual sentido común de las muchedumbres adormecidas por
el trabajo, las ideologías y la patria (y hoy agregaríamos al
activo sopor de esas muchedumbres los reality
show, el imperialismo de las marcas y la
espectacularización de la guerra y el terrorismo). Un exiliado
de sus circunstancias -a la manera de Haller- es un suicida.
Este tipo de "suicidas" conceptuales son aquellos "atacados
por el sentimiento de individuación", retobados radicales ante
los brutales o sutiles mecanismos de envilecimiento general.
El exilio como suicidio conceptual. Idea no demasiado alejada
de los monjes zen, quienes "matan" su yo lleno de apegos,
pasiones, condicionamientos y sufrimiento, para fundirse en
una ecuánime respiración universal. Exilio-éxtasis: un salirse
de sí para fundirse con la unidad de lo real. Pensemos,
también, en Isaac Luria, ese cabalista genial, que veía en
Dios al primer exiliado: aquél que se retrajo -se retiró-para
crear un vacío en derredor, una matriz de mundo, una primera
condición para la Creación. Y pensemos en aquel otro que
caminó sobre la tierra y sobre el agua y, a pesar de todo,
dijo: "Mi reino no es de este mundo".
La relación con el lenguaje en tanto habla materna también
puede ser de condición exílica. Huidobro aconsejaba escribir
en una lengua que no fuera la materna, y sabemos que adoptó el
francés en sus primeros libros, más que nada como mecanismo de
inserción en el mundo literario parisino, al pasar de una
lengua periférica -el castellano- a una lengua, en esa época,
todavía hegemónica. Beckett abandona el inglés y también
adopta el francés como lengua de creación, cambio que está en
directa relación con su particular sintaxis, con sus
rompimientos gramaticales, con su decir dislocado. Pessoa, en
sus juveniles años de Sudáfrica, escribe en inglés por pura
voluntad de heteronimia, en cambio Paul Celan, se lamenta de
tener que escribir en alemán, la lengua de los asesinos de sus
padres. Pound introduce el latín, el italiano y los ideogramas
chinos en sus excesivos Cantares. El británico
Lafcadio Hearn vive en el Japón imperial, se nacionaliza y
cambia su nombre por el de Yakumo Koizumi, asumiendo la lengua
de su patria adoptiva. Navokov escribe su esplendida Lolita
en inglés, queriendo ser un escritor norteamericano.
Wilson Bueno entrecruza el portugués, el español y el guaraní
en su Mar paraguayo. Los ejemplos abundan. Pero la
interrogante es la siguiente: ¿Se escribe mejor en una
lengua que no sea la materna, como pedía Huidobro? La
respuesta es no. Ni mejor, ni peor: diferente. A veces, como
en Beckett, la diferencia marca un estilo, una singularidad
autoral, un brillo no materno. Pero dudo que Rubén Darío
hubiera escrito mejor en francés su afrancesada poesía
modernista. Dudo mucho que Celan hubiera alcanzado su alta
intensidad dramática abandonando su apostatada lengua alemana.
Tal vez el salto final de Celan al Sena fue la única salida
viable de la lengua; la única salida de sí ya que no pudo ser
otro, ser diferente en la adopción de una lengua no
materna, en la aceptación del exilio como un habla otra, como
la construcción de una nueva casa para el ser.
Porque definir el exilio -o, más correctamente, los exilios:
fugas, nomadismos, destierros, retiros, diásporas, suicidios
conceptuales o espirituales, hablas y escrituras no maternas-
como sinónimo de pérdida y sufrimiento, de desarraigo
inhibidor del ser, de irrevocable condición calamitosa,
resulta una falacia y una ingenuidad. Perder de vista o
desestimar las complejas, proteicas y transformadoras
relaciones que se establecen en la condición exílica, en el
intercambio con el otro, o con lo otro, en el trasvase
de valores -ya sean físicos, intelectuales o morales-, en los
procesos rituales o ceremoniales, en la internalización de
nuevas semióticas y actitudes culturalmente anfibias, en las
transacciones fronterizas, en las resignificaciones
lingüísticas y corporales, en los entrecruzamientos varios; en
suma, en la hibridación cultural de la especie, es -insisto-
una aberración intelectual. Sin la expulsión del paraíso no
habría Historia. Sin el tsim-tsum -o exilio divino
imaginado por Luria- no habría Creación. Sin desarraigo no hay
conocimiento. Esta verdad se aplica por igual al campo de la
ciencias sociales como al del arte y la literatura, como al de
la biología, la sexualidad o la religión.
Sí, el mundo es de condición exílica.
Y si como quería Albert Camus: "Hay que imaginarse a Sísifo
feliz", también habrá que imaginarse el exilio no como la roca
que cargamos con dolor, sino como la roca que podemos cargar
con gozo. Y en ese gozo, en esa imaginable felicidad, se
cifra, no el mítico paraíso perdido de los hombres, sino su
complemento y contraparte: la Historia
como constante creación y como constante, fértil, necesario
exilio.
*
Víctor Sosa, poeta, ensaísta e artista plástico, publicou, entre outros
títulos, Mansión Mabuse. No Brasil, será publicada uma antologia de seus poemas, Sunyata, pela editora Lumme, com traduções de Claudio Daniel e Luiz Roberto Guedes.
*
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