Entre las Narraciones de los profetas de los primeros siglos del islam, narraciones que correspondían a aumentos de una narración del Corán con ilustraciones y adiciones por parte del narrador en cuestión, ʿAbd Allāh al-Kisāʾī en algún momento alrededor del año 1200 narra que (narración número 1) “la primera cosa que dios creó fue la tablilla resguardada”, la cual, narra, “está hecha de perla blanca”. Luego, en la segunda narración (“La creación del agua”), aun, narra aún: “Tras lo cual dios creó en la espina dorsal de los cielos y las tierras una perla blanca con setenta mil lenguas para glorificarlo”. Luego dios habló hacia la perla, “…y dada la majestad de la proclamación, [la perla] tembló de tal modo que devino agua en movimiento, con olas creciendo y chocando unas con otras.” Este movimiento de aumento de perla a océano, incremento de y desde el agua lo conocemos ya desde los procedimientos de la alegoría barroca. Aún en el siglo veinte esta figura de expansión podemos leerla retomada en la filiación música. Así describía François Florand el impacto de la proliferación de voces en la polifonía bachiana, “una progresión venida enteramente del flujo mismo, algo parecido a una corriente que vemos crece sin reconocerle una causa exterior aparente, ni afluentes, ni glaciares ni tormentas, sólo por el aporte de fuentes subterráneas misteriosas.” De sumergirnos en el Catatau, esta agua comenzará a anegar el relato y en breve a hacer agua su misma lectura. El lector, entonces, siguiendo el curso de esta lectura, y las palabras de Leminski, “espera redundancia”, para “sólo recibir información nueva”. Anegar y negar y anegar a negar y ganar sólo más agua, “Catatau busca generar la información absoluta, de línea a línea, de palabra a palabra: lo inesperado es su norma máxima”. Es fácil proclamarlo. Ahora para que el movimiento quede escrito, la perla anegada, hay que ser dios, o Leminski.
Año 1966. Una clase de Historia del Brasil: las invasiones holandesas del siglo xvii – a Leminski le viene una “intuición básica”; en medio de la clase. La interrumpe, toma papel y anota. Escribe entonces un cuento, Descartes com Lentes, a salir en 1968. Lo que se le había ocurrido aún prosigue su recorrido y Descartes com Lentes se trasmuta a un relato, y tras nueve años de aquella intuición básica un Catatau ve la luz impreso en el preciso año de 1975 en Curitiba (por Grafipar). El año de la muerte de Leminski, 1989 (4 de junio), Catatau sale publicado nuevamente ahora por Sulina (Porto Alegre), con correcciones y adición de notas del mismo Leminski. La última edición del libro hasta la fecha, crítica y anotada con abundantes índices y material de todo tipo, es de 2004 (Travessa dos Editores, Curitiba). Este mismo trayecto de aumento desde aquella escueta “intuición” al cuento al relato (un romance-idéia lo llama) a la adición a sus versiones remite por igual a la emergencia de este “principio de crecimiento”, la “ley y […] necesidad de expansión” que Leminski, junto con Le Minski entre otros, expresamente adjudica a su idea romance y que hace eclosión en ella toda vez que se abre la idéia. Desde las progresiones silábicas y asonánticas que abarrotan el texto (“Vigilando, nos evidenciaremos”, etc.; y la importante atención debida a la puntuación, que tanto conserva un valor de letra a lo largo del romance) a la expresa proclama, “Imprimiendo ulteridad al análisis, un mirar con ojos sin pensamiento dentro, ojos vidriados, pupilas dilatadas, hunde en el vidrio, se sume en esa agua, piedra rodeada por ruedas: el mundo aumentando — el ojo crece.” Pero aún queda que el movimiento no sólo quede dicho sino que se escriba. No basta con enunciarlo. Que el mar anegue el texto en sus más marcados propósitos. Y llegar a consumirlo. La pupila dilatada aumenta al ritmo de la visión del mar, la visión se va colmando, pero sabemos que no es el mar el que dilata la pupila sino la pupila a través de la ingestión (una hierba que ha consumido), pupila que observa el agua y aumenta en tanto que mar. Descartes ha comido, y crece. La ingestión además de traernos la figura de la antropofagia, desde temprano asociada al Brasil, nos trae el Catatau como algo cuyo mecanismo no se auto-satisface y cuyo crecimiento es, como mínimo, múltiple y que en su más asertiva autosuficiencia, es decir como ‘el’ libro Catatu, de ‘el’ autor Leminski, con ‘el’ relato de Descartes, que se dice a sí mismo (libro, autor, relato), no es solamente el libro Catatau del autor Leminski con Descartes por relato. Estamos ante un texto.
Catatau es una narración imaginaria de Descartes en Brasil, enviado en la compañía de Maurício de Nassau junto a un tal Arciszewski, un capitán y noble polaco a quien Descartes espera sentado ante el mar (este tiempo de espera es el marco del relato; lo esperará bajo una miríada de nombres, entre otros Artaxerxes, de ahí la peripecia persa que aparecerá al comienzo de esta muestra en traducción, traída a partir de la intervención de Occam), con una pipa de hierbas alucinógenas en una mano y una lente en la otra. Con ambos aumentos a mano, entonces, en Olinda (o Vrijburg), inmóvil y con su reflexión, y algunos movimientos mínimos de sus extremidades, como un santo en el desierto Descartes piensa. El mismo calor, la misma temperatura, y a decir verdad, misma exhuberancia que la del desierto, es decir la mente versus el desierto, en esas lindes tropicales de Olinda. La sensualidad, la tentación, la confusión. Y dos elementos en permanente trasfondo: la ingesta y Occam. Se trata del comer en la tradición del antropófago declarada en el Manifesto Antropófago de Oswald de Andrade en 1928, la “contradicción permanente del hombre y su Tabú”: la “[a]bsorción del enemigo sagrado[, p]ara transformarlo en tótem.” Cuya acrecencia transforma y no, jamás asimila, no continúa una serie de eventos. Y Occam: un monstruo semiológico que estaría buscando la perturbación de cualquier sentido lineal en su continuidad, de cortar el furor constructivo de cualquier dato mental o concreto tomado como principio: el genio maligno en el texto. La imagen habitual de Occam es la de censurar la proliferación, la multiplicación innecesaria de los entes, ‘la navaja de Occam’ (monstruosa en primer lugar al múltiple Leminski), pero la acción de la navaja nos viene por partida doble. La rasura que lleva a cabo corta las barbas pero no las elimina: con el portugués rasurar quedan literalmente “tachadas” (tachadas, dos veces en estas páginas en la versión a continuación: “[l]os monstruos adulteran las vías a fuerza de tachaduras [rasuras]”, “[e]se pensamiento […] recuso, refuto, repelo, desheredo, tacho [rasuro], desisto”). De prisa: lo tachado no desaparece, sino fica, “queda”, es trazable.
Y el resto es la espera, toda esa espera, de la redundancia que sea novedad. Del artífice que ponga medida a lo visto, de Occam que se esconda, de la lente que se cierre. El autor de Polonesas y Caprichos y relajos nos regala el reloj que a medida que avanza marca la misma hora y que al hacerlo mide un tiempo fuera del nuestro. Las siguientes páginas del Catatau son una muestra de las primeras treinta y cuatro, aproximadamente una séptima parte del total, del comienzo del relato en versión castellana, tomado a partir de la edición crítica de Travessa dos Editores que mencionábamos antes. El Catatau viene falto de versiones y las demanda; y quizá algún día las haya hasta al tupí, latín (clásico y escolástico) u holandés. Es cuestión de esperar. Por de pronto las lenguas, como era de esperar, en el libro abundan. El latín aparece permanentemente, desde frases y citas breves (en estas páginas Ausonio), alusiones (a Petronio; por medio de Heautontimorumenos [en griego: “el torturador de sí mismo”] a la obra homónima de Terencio), fraseos (el uso del gerundio en portugués con valor de infinitivo, como si se tratara de un gerundivo latino; construcciones de acusativo), falsos amigos (latín alibi [‘en otra parte’; portugués alhures] por portugués álibi, ‘coartada’; portugués momento con el valor de momentum [fuerza, impulso] en la vecindad de demas términos como ‘inercia’ e ‘instante’; ‘caso’ por casus [‘caída’]; fato no sólo como ‘hecho’ sino ‘destino’; etc., etc.). El tupí, la mismísima lengua que paladea la ingesta; para alguien que la desonoce aparece en rasgos ortográficos y conglomerados de ‘seres’ o ‘especies’ a modo de un bioma discreto que de pronto es enunciado en la idéia. El holandés, en primer lugar aparece tras las lenguas gê: ge en flamenco como pronombre personal de segunda persona, concomitantemente a gij [‘tú’; ge con el valor de você versus tu (gij); y el eco en latín gens, ‘clan’, ‘gente’, ‘pueblo’]; y luego en estas páginas siguientes las dieciseis líneas desde “Noorderreus, brul nog zoo boos” [Gigantes del norte, aún grito así de loco] hasta “Gaa in vree!” [¡Ve en paz!; esta ‘paz’ está en el nombre de la ciudad en la que espera, Vrijburg, ‘ciudad libre’]. El texto corresponde a fragmentos de poemas de Adrianus Bogaers, poeta holandés de la primera mitad del siglo xix, en algunos casos algunos versos citados completos y en otros de a trozos en medio de una ortografía ‘fantasiosa’, para usar la expresión leminskiana, que vendría a suscitar un carácter anticuado o dialectal. El italiano en una cita de Galileo y en pequeñas incursiones a lo largo del texto, a veces algún juego de reflejos (portugués Coisa é sucesso? [“¿Qué cosa es un suceso?”] claramente refleja en italiano Cosa è successo? [“¿Qué pasó?”], aquí vertido como ¿Cuál cosa acontece ni ente?). Y tantos más visos. ¿Sabía Leminski el significado del nombre Isaac? En Isaaktamente?, al jugar con “exactamente”, el efecto cómico inluso remite al significado en hebreo de yzḥak, “el que reirá”.
El desarrollo ‘infinitesimal’ de la hoja del todo cubierta (un único párrafo a lo largo de 250 páginas), llevada a cabo en un estado ininterrumpido de cuasi-percepción (Leibniz), lo que presenta en tanto repetición (de palabras, ideas, frases) sólo aparece por el lapso en que lo advirtamos (como la caída de arena en arena o salpicar agua en el agua). Estas fracciones de segundo de individualidad dan a ésta, aunque singular toda vez que nos apercibimos de ella (de una palabra individual, etc.; las agujas por ejemplo), ese carácter de déjà vu al escaso rol de la memoria en un contexto de pura repetición. Y sin embargo el Descartes que narra la idéia no parece tanto un racionalista turbado por una natualeza fuera de control que ni es capaz de ser retenida por mucho en la memoria y cuya percepción es reorganizada toda vez que intentemos captarla, sino más bien, o al menos por momentos, se parece más a una tarea fenomenológica que involuntariamente se fija y busca en el contenido intencional de lo percibido. Esto no de un modo sistemático. Pero por momentos incluso pareciera un Heidegger azorado por la inmensidad de lo “a la mano” (el zuhandensein), por usar un tecnicismo, y compelido a divagaciones que parten desde ese punto. Un pasaje de unas treinta líneas desde “[m]iro bien, el monstruo…” hasta “Los síntomas. Los síntomas de todo, los sistemas totales”, un trozo del esto, por llamarlo de algún modo, termina ofreciéndonos una descripción del yo en términos de deíctico, y el trozo de hecho termina con esta definición, por más temporal y provisoria que se presente, de temporalidad: “Lo que está por venir quiere continuar siendo hasta no poder mantenerse más en ese estado.” Muy cerca de ésta en Ser y tiempo: “advenir presentando que va siendo sido” (en traducción de Gaos; en alemán: gewesend-gegenwärtigende Zukunft, “Futuro que es sido al ir siendo presente”). Y esto en boca de Descartes. El Catatau es, en términos de Leminski, un “ego-trip”, y en primera persona. En el quinto de sus Quince puntos sobre las íes Leminski decía: “[l]a narrativa en primera persona es más económica”. Ahora dado el contexto hagiográfico y ecuménico del Catatau (el rol de Pacomio y los monjes del desierto en general a lo largo del texto), este económica hay que entenderlo en términos de “economía divina” (como de hecho aún se trasluce cuando hablamos de “economía de recursos” literarios, es decir no se trata de usarlos [recursos] poco sino de modo sistemático): oikonómia era el régimen, la administración, el sistema (en la tierra en miras a la salvación). Sin Occam no hay monstruo y el sistema producto del síntoma colmaría todo esto, todo eso o aquí en la simple línea que continúa punto a punto las explicaciones que satisfagan su sistema. ¿Pero dónde radica la tebaida de Descartes? ¿De dónde el carácter omniopotente del término “catatau”, que significa a su vez zurra, una determinada carta de la baraja, pene, una cantidad en montón de algo, un pequeño, un zumbido, una discusión, una espada curva?
“Este mundo está hecho de una sustancia que brilla en las bellezas extremas de la materia.” Esta sustancia no es matérica, ella misma brilla en aquélla. Tampoco posee volumen como el cuerpo. Leminski había presentado (punto sobre la í numero trece) el texto como “situado bajo el signo de la Óptica”. Y aunque sitúe las “anomalías” de la refracción, difracción, desviación e incluso el simple reflejo en tanto “que inciden sobre las palabras, las oraciones, el lenguaje y la lógica”, la “óptica” en el Catatau aparece en primer término remitiendo a la capacidad de recibir la totalidad posible de los reflejos. Y ésta es su realidad. El espejo. Catatau ocurre en un espejo. Enraizada en la teoría del conocimiento medieval, el uso del espejo como metáfora del acto cognoscitivo pone el espejo como el medio absoluto en donde el ser de una cosa concreta es, de un modo particular, fuera de su ‘lugar natural’. En el espejo, la cosa existe en un ‘lugar extraño’ que no sostiene la existencia natural de la cosa sino su aparecer, de modo que la cosa existe según su forma y no según su lugar. Existen como cognoscibilidad e imagen. En el Catatau existen en un modo que aparece como los vericuetos en que le es dado caber a la explosión (del lenguaje que nunca acaba): el incidir un término (término aquí es el límite que Occam da a un vocablo) en (todos los) otro(s): su ser incidente, un ens incidens. No hay la epistemología de un saber. Estas unidades del ser incidente del habla son ‘catataus’. Ahora para que una cosa pueda reflejarse, pueda aumentar, explotar, incidir, es necesario que sea acogida, sin lo cual no hay especulación ni reflexión. El espejo, como un medio receptor absoluto, es esta capacidad máxima de acoger, pura potencia de devenir todo aquello que acoja. No siendo nada en acto, sino un mero medio, como sólo posibilidad puede ser todo, reflejar cada realidad. “Ninguna sombra de duda se retrata en el punto en blanco de mi mirabilis fundamentum que no sea indicio de la irrupción de nuevas realidades.” El ser catatau de las cosas, su reflejo como ens incidens, no posee entonces las dimensiones de un objeto, dado que en tanto reflejo no se eleva por sobre la superficie del espejo; pero en el afán barroquí de Lemisnki podemos imaginarnos la textura que adquiere. Y sobre todo: su cambio, su capacidad de transformación. La pluralidad (como redundancia o como novedad) ‘reside’ en esta posibilidad y potencia absoluta que es el medio en que se reflejan las cosas, el espelho desde donde la lengua de Descartes especula. “Pensamiento es espejo ante el desierto de vidrio de la Extensión.” “O una hierba, ¿el clima de la región y un zoo pueden más que sus reflejos en el espejo inmortal de mi alma?” En el Catatau pueden, las dimensiones de la incidencia son por completo otras que las del lugar natural, pueden más mientras entran en aumento y se transforman, como el zoo aquí arriba y el del verso de Bogaers ya citado [zoo como forma antigua de zo, “así” (inglés y alemán so)]. La incidencia del zoo al zoo, de “zoológico” a “así”. Antes de la res cogitans y la res extensa, es decir antes de Descartes, el espejo, el parque de Nassau, lo puede todo, malignidad de Occam incluida, es capaz de recibir cada cosa “inaugurando la santidad de la contemplación cristal donde cada cosa viene a realizar su ser.” La englute. Que ahora “[c]ontiene lo próximo y lo conserva lejos.”
Por último, este espejo, al parecer, es barroco. Por la agudeza en sus conceptos (véase el pasaje de la Arcadia mental, las veinte líneas desde “Costurando una línea de referencia” a “el celo por ir a cero” y el retruécano de la escena con Sísifo); y menos aun podría el texto desembarazarse de la voluta al extender la superficie cuyo modo de ser es su incidencia (y su idéia de volumen resultante, claroscuro, etc.). Para llegar a las metáforas donde este espejo aparece – la contemplación cristal, el lente, el ojo, el cristalino, la superficie del agua: la perla. La perla de forma irregular que da el nombre, el portugués barroco, castellano barrueco. Sobre esa superficie imperfectamente circular los catataus, el ser incidente, hacen eclosión, y al parecer sólo en tanto la perla resulte cubierta en esa eclosión. Esta gota de luz –la semilla divina e increada en la tradición gnóstica– encierra al ras las rutas en que erra y nunca amarra. Con su anhelo sensualista de hermita el Catatau podría, acosado por los pensamientos, haberlos negado y querido llegar a una tábula rasa. Pero no, no es el caso. En la tradición patrística y más aún monástica de los primeros siglos del cristianismo el pensamiento como tal llegó a ser el mal, pura tentación. Logismoi en Platón eran ‘razonamientos’, en Evagrio Póntico ‘los malos pensamientos’ con que el demonio tienta al monje. Aquí Descartes los anega. Los pensamientos pastan, supuran. Fuera en otro, en otro lugar que el natural. En otro modo de ser: además [aliás], incidiendo. Incidir, acontecer en otro. ¿Para qué? Para la perla perderse. La perla sin reflejo, en acto, descubierta es impotente; un catatau es capaz de devenir lo que sea. En un poema atribuido a Bardaisan, un teólogo sirio de los comienzos del cristianismo y tenido por gnóstico (Leminski lo nombra tres veces en la idéia), en el Himno de la perla se cuenta que un príncipe en alguna región del este a fin de llegar a ser heredero legítimo es desposeído de sus prendas reales y enviado a Egipto en busca de una perla alojada dentro de una serpiente en el fondo del mar. Al llegar a su destino el joven trata de mimetizarse con los lugareños, pero pronto se aísla y quienes le brindaban hospitalidad tratan como a un extraño. Hasta que llega a olvidar el propósito del viaje, tomar aquella perla. Sus padres le envían una carta, que para llegar asume forma de águila, como recordatorio de su misión. Carta que al ser leída trae de vuelta al joven a su memoria, quien encanta a la sepriente, toma la perla y vuelve a sus pagos donde ahora es merecedor de su investidura. Si dejamos de lado la misiva, la serpiente, el retorno, la procesión que resulta en cuerpo, veamos la perla sino envuelta. En el animal, en la mano que la toma, en la ropa que la cubre, en el cuerpo que la inviste. Brilla. Pierdan la perla. Averíanse: “En el centro de la controversia, cuanto más se diga persa, tanto perder hace a la misma fiesta la mejor fase que atraviesa.”
Obras citadas
Muḥammad ibn ʿAbd Allāh al-Kisāʾī, Tales of the Prophets, trad. Wheeler M. Thackston, Kazi Publications (Great Books of the Islamic World), Chicago, 1997
Andrés Ajens, La última carta de Rimbaud, Ediciones Intemperie, s/paradero, 1995
Oswald de Andrade, “Manifesto Antropófago”, Revista de Antropofagia, año 1, no. 1, mayo de 1928, páginas 3 y 7 [en línea en http://www.brasiliana.usp.br/bbd/handle/1918/060013-01#page/1/mode/1up]
Adrianus Bogaers, Gezamenlijke dichtwerken, ed. Nicolaas Beets, A. C. Kruseman, Haarlem, 1871
Pierre Boulez, Relevés d’apprenti, textes réunis et présentés par Paule Thévenin, Éditions du Seuil, París, 1966
Paulo Leminski, Catatau. Texto/edição crítica e anotada, ed. Fábio Campana, presentación de Décio Pignatari, Travessa dos Editores, Curitiba, 2004
Martin Heidegger, Sein und Zeit, ed. F.-W. von Herrmann, Max Niemeyer Verlag, Tübingen, 199317 [trad. al castellano de José Gaos, El ser y el tiempo, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 19932]
Notas