ZUNÁI - Revista de poesia & debates

 

 

DEL ENDÊS Y SU DEMASÍADA

 


Reynaldo Jiménez

A los últimos pioneros

 

(…)

búscame este verosímil que hace lo vero del habla y en hado transforma al

hada este símil sibilino bicho-azogue serpilino machembra del destino

y en habla transforma el hado ese bicho malimaligno vermiciego pezpalabra

donde el canto cuenta el canto donde el por qué no dice cómo donde el huevo busca

en el huevo su óvalo rebrilloso donde el fuego se volvió agua el agua un cuerpo

gaseoso donde el desnudo deshace su nudo y la nuez nieva de nada un hada cuenta

de tal hada el cuento dónde comienza en ese mismo dónde acaba su alma no tiene

palma su palma es un agua encantada anda niño miniño desimaginar a esa

maga es un trabajo fatigoso una pena acelerada (…)

 

Haroldo de Campos, Galaxias

 

 

 

 

Paulo Leminski escribió Catatau entre sus 20 y 28 años de edad. No será un dato aleatorio. Hay una energía vital, y feroz, a lo largo del libro. Aunque tamizada por esa sostenida permanencia de 9 años sobre el textil.

Un tejedor trabajará la paciencia y hará de esa labor —la tarea misma, inmemorial vincular— el aglutinante. Una “técnica” será seguir caminos intermitentes y entrecruzarlos. Pero el “oficio” se logrará en la transparencia. Ahí donde esos caminos, yuxtapuestos, no se confundirán entre sí, quedando todos a la vista.

Donde las costuras no serán escondidas sino integrantes explícitas de la trama-urdimbre. Donde lo que cuenta es el accidente, toda falla será también bienvenida. Intervención de los materiales mismos, en esa conversación-combate-abrazo entre quien teje y lo más involuntario, lo más corpóreo de sus medios. Eso irrepetible abre a lo desconocido. No otro estado: un estar. Habitar los signos en la combinatoria de sus accidentes al infinito —con toda la incomodidad del caso, inclusive—,­ ese explorar lo desconocido en transparencia, en cualquier sentido des-resignará.

Leminski apela sin ambages a nuestra capacidad de atención y, como todo artista de alcance, no es indulgente con el lector. No escribe para el público. Tiene esa cualidad más acá de lo ambiguo del maestro que te pega con el bastón en el hombro dormido. Él era quien donaba su velar y vela, en efecto, por el lector que oscila entre su anhelo, quizá sincero, de despertar, de alguna manera, y su condición (cultural) de adormecido. Entra y sale, Leminski, de la cultura, y la evidencia es que en Catatau la natura, o su percepción a través de las lentes, calidoscopio al calor, de Cartesio, se ve desbordada, deslinda las posibilidades de su absorción, intelectiva u otra. Se viene encima. El paisaje se despega de la chatura y lo distante, y el sujeto cartesiano no puede ya repetirse, en su descarte.

No por nada el perezoso defecaga en la cabeza del parlante del que emana una voz en toda su indecisión, su contradicción, su picaresca, su desvariar, en toda la gama de pasiones. Especialmente las bajas. Arco o abanico del propio desbordamiento, natura-humana que “se extraña”, y se enrarece aún más, ante sí, cuando “se capta” en contacto también con lo inhumano.

Transparencia, pues, no sólo a través de la luz de la composición retrabajada. También en su propio haz, vertiente de su desmesura: capacidad de dar albergue a la variación. Hasta revolver el magma. Recibir, y en consecuencia alimentar, toda suerte de estratos de percepción. Y, de tal forma, ese magma originante y semoviente, huidizo y contundente en su insistencia al oído (intimidad allí percatada), trae el obsequio de un reverbero posible para cada alcance. Cada lector en trance.

Porque en los andariveles imprevisibles del trance, entrega de la atención en abolición voluntaria del juicio y sus prejuicios, espirala Catatau. En tanto magma que, por entero, está y no está, sin embargo, completamente en la letra. Los signos tanto como sus intersticios, valorados desde la conciencia rítmica que deviene asunto. Tema breve, fértil, que el propio autor proporciona como mínimo marco de despegue. Sin otra garantía que el esfuerzo fluido del amasijo verbal. Porque es multidimensional. No por nada Haroldo de Campos celebró la aparición de Catatau: “leminskíada barrocodélica”.

Y asimismo, ante el textil habitado, la traza para la transmisión. La recuperación de la voz, mediante el acto inusitado de una escritura que se disuelve apenas se la lee. Se borra ante la vista para dar paso a lo siguiente, desconocido. Ensamble en presente continuo, esa disolvencia es inaugural. La fuerza transparente es incesante y desarraiga en todas direcciones. Catatau en tanto acción conectiva: en tal sentido, poesía. Poema como lo es la confluencia de fragmentos heráclitos, cantos amazónicos, borracheras en los confines, lo inhumano revelándose tanto en la corporeidad de los signos como en lo que no se somete a las magnitudes de ningún signo.

Catatau tiene algo macumba, algo exorcismo, algo vudú. Hay entidades y pasan por la voz. El Descartes de Leminski presta su voz al pasaje de fuerzas inconcebibles, momentáneas, inmemoriales. El horror de lo informe. La orfandad adánica. Será que la voz es lo ancestral. Larva.

Algunos escritos darán retorno a la voz. Y para ello buscarán la concavidad en el lector. Un interior que está leyendo. No a ser llenado ni menos aun completado. Sino resonador de una cierta verdad, o una serie interminable de verdades semovientes en juego. Verdad de eso verdadero, no apenas definible, que atañe a la transparencia como un proceso. Un procesar. Seguimiento que Leminski, a fin de cuentas navegante, a fin de cuentas transeúnte en pie de percatación, transparenta. Al punto de volverlo el no-tema en que arraigan, con todo tipo de incidencia y resonancia, los tópicos rotativos de Catatau.

Flecheros persas, escribas, griegos y egipcios, marineros y esgrimistas. Tablas y tablillas y hojas de palma y papiros y papeles. Zoopsia. Maestros y discípulos en decenas de posturas para la estampa de una colección de siluetas. Las insignias y consignas de Descartes en el humo. La presencia de Occam-Ogum en tanto agujero negro. Bestiario, flora cambiante. Obscenidad tras el pliegue del chiste contraventor, pueril, del trocadilho-calambur (que se podrá confundir con un calambre).

Jugar con las palabras parece ser para Leminski una forma de asimilación, un absorber que a su vez devuelve materia de encanto a la materia desencantada. Y materia lo que transparenta (trasluce, atraviesa, destraba) entre las vetas de la voz. Por más escrita que esté. O por eso mismo: proceso donde el artista escritor se confirma mediante un salto desde lo aprendido, veloz tenaz, a la incógnita de ojos cambiantes. El borramiento de un estilo posible, o varios, en pos del manatí supuestamente alucinado, aunque en su propia especie de realidad. Una que, de tan asentada en lo proteico del lenguaje, trasciende toda destreza. Intervención que puede reconocerse en lo descentrado, en lo excéntrico, pero no ya en lo periférico, ni lo predeterminado, ni lo enchufado a alguna Central de inteligencia.

Pero tampoco mera desinteligencia, sumario de cuestiones o liga antilegal. Leminski no escribió Catatau desde una posición contestataria o vanguardista cualquiera, sino desde una voluntad multiplicadora. Por cierto “monstruosa”. No meramente replicante: epifánica, ojos de primera vez, piel de niño, cabeza de anciano de varias vidas. Avatar de un estro que los progresos y sus ingresos-egresos no estropean, pese a tanto intento de cercenar, encuadrar, redondear, congelar, fijar, estipular, medir, negociar, mediar, proyectar, descubrir. Aunque también proceda la urgencia: restaurar, suturar, componer, renegociar, digerir, alimentar. Devenir.

 

 

Remuevo el óbice, ¿qué veo? El endês, reflejo del otro lado, el retorno.

 

 

Después de doce o trece años de mirarlo, creyendo leerlo, empiezo a traducir el libro.

Antes lo abría en cualquier página. Un I-Ching sin preguntas. Un rosario de koans. Figurativos, verbales. La espiral patafísica. Un libro de risas explícitas e implícitas. Diorama de resonancias. Astillas de lenguas en tránsito. Lengua astillada. “Novela-idea”: su concepto, rápidamente asimilado, no abandonaría las relecturas posibles.

Sin embargo, al trasponer a la letra lo que tantas y tan fragmentarias veces había traducido in mente, tropiezo. Aquí y allá. Sobre todo con ciertas enigmáticas palabras que, rústicamente, insisto en mantener del lado de alguna lengua traducible (“esta” lengua...). Sobre todo, y hablando de (y con) piedras en la boca, la palabra endês, que desatará toda una línea, acaso más honda, en el sentido del diagrama, que la idea-novela “comprendida” de un vistazo.

Leer, para seguir andando a determinadas velocidades. Acaso una velocidad de intimidades. Es al ras de la superficie de la escritura donde se juega esa luz enigmática que incluye, en primer plano, al humor, o a un modo intermedial de humor. Uno de tripas tanto como de neuronas. De soma tanto como de psique.

De pronto el endês cobró una fuerza unitiva, pista a seguir en el sentido de todas sus direcciones simultáneas. Esa instantánea-longitudinal no implica un corte sino una posibilidad de translectura.

Me responde Josely Vianna Baptista, desde Florianópolis: “Encontré esto en el diccionario Aurélio:”

 

Indez (ê). [Del lat. indicii (subentiéndese ovum), “huevo indicador”.] Adj.  S. m.  1.  Dícese de, o huevo que se deja en el nido para servir de llama a las gallinas. 2.  Fig.  Dícese de, o persona muy susceptible o delicada. 3.  Dícese de, o criatura mañosa, llorona. [Var.: endez.] (Subrayado mío.)

 

 

Y en la red, en el diccionario http://www.joraga.net encuentro:

 

Endês, ouô. — Oipigra, Çoipigra.

 

 

Josely me confirma, “sí:

 

Oipigra es huevo en tupí.”

 

Luego transcribe el comentario de Maurício Arruda Mendonça, uno de los estudiosos de Catatau:

 

Endez” o “indez” es un huevo, generalmente de madera, que se coloca en el nido de las gallinas para estimularlas a comenzar a poner huevos. Viene del latín “index” o “índice” o “indicio”. Indez es un “señuelo”, por lo tanto. Leminski usa una grafía diferente para la palabra, empleando el circunflejo para reforzar la pronunciación correcta. La palabra puede significar asimismo “cosa única”, y en sentido figurado “persona susceptible o delicada” o “criatura mañosa o llorona”.

 

 

Traducir Catatau sería ganar una nueva condición de sintaxis. Je suis un syntaxier, pero en fragor tropicalista, o para-tropicalista (ya que Leminski en todo caso amplía esa noción). Esto podría decir: una voluntad antropófaga, el sueño de Oswald de Andrade, entre otros abuelos por línea directa. Y ellos, a su vez, explícitamente conectados con los tupi or not tupi que se comieran, con o sin pelos en la lengua, al Obispo Sardinha.

 

 

¡Un pulgar da cuenta de un medio-endez y, por lo mínimo, un anular en la maxila, inevitable en una empresa desa envergonzadura!

 

Interravalles inteligentuza desvendez.

 

Balbuceo lo que recuerdo despacio, lucubro: gagueo lo que cito de apuro, — estoy citándome por lo que oí dijeren, ¡oh glosa y gloria de un endês sin domicilio cierto ni dirección determinada!

 

¡Refines del instinto! Y eso por endês.

 

 

¿Pero qué sería este “sistema del endês”? ¿El índex indiano pasado por los filtros selváticos que hacen de cualquier zoológico o bestiario o libro de la Ley una especie de cartografía analógica, ante lo insoportable de la profusión americanamente insistente? Y ello sin salir, o apenas, de las marcas del territorio, de la amputación permanente que “América” implica, y extraer de allí, de todo allí, aquí, una pepita. Ya no apenas oro: una simiente, semilla.

La puesta en cero de la profusión tiene su anillo cautivante en el huevo. Ese huevo de madera que convoca el calor. Y la llamada. Del cual la profusión, cíclicamente. El huevo-cero, óbice donde se ovula la onda, de la que dimana una entidad, las entidades, los entes que harán (y desharán, en alternancia) el índex. Incluyendo el indés, el indiez, el nidiez y el nidés en su nido de niño amarcianado por la extrañeza de ser de un aquí que no necesariamente es el mismo aquí.

 

 

IHS, diminiatura de la rúbrica fenicia, un paliativo haciendo las veces de antídoto, placebo llevando la fama del endês, liquias y reliquias, ¡rigor mortis, fusa linfa!

 

 (…) ¡toda la cuadratura del círculo para que un indez cualquiera quede hablando las tripas afuera!

 

¡¡Un Lacústrico hablando en pequeninés — ¡awauf! — no comprende el silvastro, el ilustre no entiende el indez, de tanto pagode, con la cabeza yendo a parar en la conchinchilla!!

 

 

Si Descartes y el perezoso, bicho-pereza, molde a su vez y posible endês de todos los bichos, incluyendo al humano en sus mil facetas astilladas (esa inmensa lista de trompadas, puñetazos, bofetadas, guantazos, flechazos, patadas, piruetas, contorsiones que no para ni repara en su agit-prop de contenidos implícitos a una Historieta Americana)… si ambos no cuajan, si no logran una sincresis entre dos Importancias, la Tercera Importancia… ¿será porque mestizo es no cuajar en una síntesis equilibradora, simetrizante? Leminski es tan polacobrasilero como afrobrasilero. No es fácil deducir qué pueda esto significar. Sólo cabe intuirlo. Desde las propias mezclas. A oír qué resuena por ahí.

Catatau es una entrega a las anamorfosis del sentido.

Es un ensayo sobre la condición americana a partir de la fosforación, dilatación de un instante iluminado, en un cruce de velocidades cuya paradoja consiste en que exige leer cada vez más despacio. Tanta la información molecular, a nivel silábico, labial, resonador en la caja del cráneo, que es imposible no constatar que o leemos más despacio o nos perdemos todo el microdrama en su calidoscópica intermitencia.

Es la fuerza rítmica, en tanto llamada al calor, lo que pone el huevo del mito. Dejar venir. Es la mimesis de una introyección que pone a la escritura en una dimensión indecisa —que no necesita saber, ya, adónde va— cuya precisión alterna consiste en proponerle al lector que permanezca en su sitio de atención. Pero que ese sitio no pueda saberse de antemano. Que vaya siendo. La menor distracción significará el descuido de una silueta, de una prefiguración posible, de un matiz igualmente importante en la epifanía tonal.

Leer como quien pone un huevo. Cada vez. Uno a la vez.

Leer como quien anda sobre huevos con la intención de no quebrarlos, de aportarles calor.

Romper muchos huevos, en consecuencia. Los que haga falta. Hasta traspasar con los ojos, y con más, la letra curtida, la interlínea despiadada, la forja de la fuente, sí, esciente. Y eso se siente. Es cosa de piel, en la que está escrito: siempre. Pero no en la que “todo estaba escrito” y “para siempre”. Sino en la vertiente que en la lectura recupera toda hilacha de asombro. El donaire guía.

 

 

¿Decida, adeinde, os vigorice, decline el nombre, su gracia?

 

Ningún pueblo sacó de los sueños una grande ciencia, ni mismos esos indus gimnosofistas que parece no tuvieren pasado a hacer algo ni al, unos milenios para acá, además de mirar en la cara del alma: no se cría en el calor, criar es buscar calor.

 

Un portento me erraptó, dejándome aquí fuera: bola de flema, piedra de lascar, la yema del huevo, hermana gemela de la niña del ojo, ¡yo, atanasio, santignacio y otros compañeros de privilegio!

 

¡La yema del omega en botón, el huevo en flor, el ojo nuevo brotando, la cola tan sensible que dan cuerdas de rabeca!

 

 

Unos tres meses de trabajo. Todos los días, al menos un par de horas. Algunos días ocho, doce. Domingos incluidos. El contínuo…

La primera semana pierdo literalmente el equilibrio. Tintinea el oído izquierdo. Al bajar las escaleras de casa tengo que agarrarme fuerte de la barra de madera. Por la calle, alguno que otro instante de desorientación momentánea, inesperada. Una especie de resaca lisérgica, leve pero llamativa.

De a poco se cocina una primera versión, plagada de torpezas pero ya albergando el diagrama. La segunda versión trae la revisión, sílaba a sílaba, y el retorno a la “mala escritura”, a la sintaxis aportuñolada. Encontronazo con esa voz oscilatoria que constituye la parla del sujeto cartesiano librado al devenir.

            Ese asunto corporal, razón de mil contactos con lo humano y lo inhumano, foguea la translectura. Ir palpando el accidente silábico, la incidencia microscópica, como en todo poema, en toda composición, en todo diorama. Por ello la respiratoria-kakemono de Catatau. Ese plegado-desplegado al infinito donde el ritmo, como en natura, es incorporativo: incluye la arritmia. Incluye la falta de ritmo aparente, la dispersión, llevando las partículas sonoras ultrasignificantes a esa respiratoria mayor. Dilatación de un instante. Alumbramiento, iluminación, miniado.

            Leer (y traducir es trasleer) es poner huevos. Uno al lado del otro. Seguir la línea de los huevos y completar un huevo. Un cero-cebo-celo del que sale otra vez el uno y luego el dos y luego el tres. Y el recomienzo de la puesta (en escena, en juego, en danza) del huevo. El artificio del huevo de madera pero para que continúe la constelación de los Huevos. El libro. Las voces en el libro. En la escucha, aguzada, del lector.

Además, es notorio cómo el huevo sale de la boca.

 

 

Trátase de la mitad de la distancia mal estrellada por un huevo como meteoro.

 

Gracioso incluso es gallina poniendo defecto en el huevo.

 

Salen ovacionadas por ovejas abejas que apenas nadie más juzgaba huevos capaces de polvorosis, mis bellotas en sus tetas, fuego en mis bofes, engullí la cachimba, ¿ahora qué va ser de los sentidos mis cinco?

 

¡Huevo, traiga el disfrazo bajo mil pretextos!

 

Ahora que la noche de las cobras cayó sobre las aguas, podemos, andando en las puntas de los pies sobre huevos, hablar sobre fantasmas.

 

Huevoboca.

 

 

El pasaje por la coordenada magmática de Leminski es un parte de aprendizaje. Les digo, no tan en broma, a un par de amigos queridos: “Catatau es un curso acelerado de lentitud”.

Pero no sólo es leer más despacio lo que propone (amigablemente impone, en el sentido de la disciplina necesaria para este continuo trabarse en una lucha en la que volvemos a perder, como en el judo, práctica tan cara a Leminski, y su iniciático aprender-a-caer: ese permanecer, a sabiendas, en los inicios). Es el propio papiro-kakemono-jeroglífico-hoja de palma-palma de la mano-mano del mono-mono de afuera y mono de adentro-monogatari. Eso.

 

 

Tiene que ver como tiene que ser, intervalos de ilusión de óptica para las evidencias ciertas, — esta hierba siempre duele, insectos insectívoros se rascan, huevo de cobra no se malogra: cae la fruta, sale la flecha, el huevo queda, siga de frente, aguante adredes y acicates.

 

Polvos en seco: ¿en el huevo quién se dio antes en el otro, un ala en la línea del gajo o un salto en busca de agasajo? No saben qué hacer de sí, los insectos toman la forma de la hoja; mimesis. ¿Y la forma? ¡Cosas de la vida!

 

El primer florete que te cae a la mano exhibe el peso de todas las confusiones, la carga de un huevo, estertores de bicho y una lógica que cinco dedos adivinan.

 

Tiene la mano la espada como a un huevo, los dedos tan flojos que no quiebren y tan firmes a que no caiga.

 

Un huevo. Un ego.

 

 

Siento en la espalda (as costas) la “consistencia fáctica” de lo ocurrido. El genio (malimaligno) del lenguaje, el maestro invisible de los libros, operando a sus anchas en Catatau, mil veces me ha derrotado pero a mil me entonó y mil, perdiendo el sentido, veces me encontré ante el destello de lo trans-libro en sí. Algo que a través del textil, la porosidad en Catatau, lo que morosamente se desmorona y nunca del todo, sigue emitiendo signos vivos, en movimiento, corporizados e incorporales a la vez, matéricos hasta el enigma. Haces de tras-lucidez. Por ese algo tan patente como impalpable que acomete al interior.

 

 

¡Huevo de pajarito comiendo cascabel engorda, lo que es, está cierto y haya eso!

 

El eco sale del vaso, pasa apenas por un espejo, lo bastante para verse reducido a huevo: esparce vacío.

 

Ahora: para hacer una idea del huevo a ese tamaño, ¡omelételo!

 

Sí, porque en él había el escudo de Patroclo, un huevo de fénix en el ombligo, cabeza de medusa en la lámina de la hipotenusa, el cuadrado inscrito en el círculo, la cuadratura de Circe en un cuerpo de centauro, paisaje dentro de un vaso, ¡cuero del cojón del minotauro en metalmetelmetilmetolmetul! Cuánto lees en un anillo, digo, como éste…

 

 

No soy quién para entrar en debate con Descartes, con Occam, con Jehová, con el innominado en este libro: Spinoza, con Zenón, con el propio Leminski. Ni hablar de las supervivencias, que pueblan las páginas como esquirlas de la historia, la mitología, el devenir mismo del Libro. Nada más seguir una resonancia y, flechado, cultivar el medio. Lo del medio. El medio mismo. Ahí donde uno puede, incómodamente, traducir. Y a eso, incluso este dolor de cintura, llamarlo felicidad. Liberación de comprobar, ante el textil, qué poco lo había leído. ¿Y ahora?

Libro de imágenes rotativas. Saltan a la vista. Son las palabras en su volumen carnal. El detalle es lo que cuenta. La letra = la intraletra.

 

 

El huevo, un vaso, oro madurado a la sombra, huerto zonzo: ¡enigmagina!

 

En el día claro de vuelo, el color, aunque más oscuro que él, del huevo.

 

En el huevoalbo, — prietopinta en el blancopersa: ¡la flecha!

 

De Huevo Occam.

 

Huevos: no me corten el sueño.

 

 

Cuántas veces me ví riéndome por la sensación, nada fantasmágorica sino gratísima, de que era el propio numen de Leminski el que me hacía tropezar, primero, hasta que mil deslumbres, mil calambres, topaban de hecho con una voluntad de risa curativa, restauradora del astillamiento y del enclaustramiento en los significados meramente separativos. Significados establecidos por las razones al uso, como si no estuviesen, las palabras, internamente vivificadas por su etimología, sus arrastres, sus reminiscencias. Su equívoco ante las cosas.

 

 

El origen del huevo en la virgen, la margen segura, la política de sigilo: emphalus — amagus imaginus.

 

¡Salta un huevo sobre un roquedo calvo, una calma muerta por saúvas! El huevo y el hueso, los huevos y los huesos. Secos, huecos.

 

En pleno gozo de sus placeres y mistérigos gozosos, en pro de los huevos contra los huesos.

 

 

 

Dice Juan-Eduardo Cirlot, en su Diccionario de símbolos:

 

 

Hueso: Símbolo de la vida reducida al estado de germen. La palabra hebrea luz significa mandorla, refiriéndose lo mismo al árbol que a su núcleo, como pulpa interior, escondida e inviolable. Pero se refiere también, según la tradición israelita, a una partícula corpórea indestructible, representada por un trozo de hueso durísimo, parangonable a la crisálida de la que surge la mariposa, por su relación con la creencia en la resurrección.

 

Huevo: (…) En el lenguaje jeroglífico egipcio, el signo determinante del huevo simboliza lo potencial, el germen de la generación, el misterio de la vida. La alquimia prosigue manteniendo ese sentido, precisando que se trata del continente de la materia y del pensamiento. Del huevo se pasa así al Huevo del Mundo, símbolo cósmico que se encuentra en la mayoría de las tradiciones, desde la India a los druidas. La esfera del espacio recibía esa denominación; el huevo estaba constituido por siete capas envolventes (los siete cielos o esferas de los griegos). Los chinos creían que el primer hombre había nacido de un huevo, que Tieu dejó caer del cielo y flotó sobre las aguas primordiales. El huevo de Pascua es un emblema de la inmortalidad que sintetiza el espíritu de estas creencias. El huevo de oro del seno del cual surge Brahma equivale al círculo con el punto —o agujero— central, de Pitágoras. Pero es en Egipto donde este símbolo aparece con mayor frecuencia. El naturalismo egipcio, el interés hacia los fenómenos de la vida habían de ser estimulados por el secreto crecimiento del animal en el interior de la cerrada cáscara, de lo que, por analogía, deriva la idea de que lo escondido (oculto, que parece inexistente) puede existir y en actividad. En el Ritual egipcio se da al universo la denominación de “huevo concebido en la hora del Gran Uno de la fuerza doble”. El dios Ra es plasmado resplandeciendo en su huevo. El grabado de un papiro, el Edipus Egipciacus de Kircher muestra la imagen de un huevo flotando encima de una momia, para significar la esperanza de la vida en el más allá. El globo alado y el escarabajo empujando su bola tienen significación similar. Respecto a la costumbre, por Pascua, de poner un huevo en un surtidor, el “huevo que baila”, débese, según Krappe (él se refiere sólo a los países eslavos), a la creencia de que, en tal periodo del año, el sol danza en los cielos. (…)

 

 

Y Leminski:

 

La flecha ya está aquí, abrieron el huevo: Zenón suicidóse con la flecha antes que alguna tortuga aventurera della echase mano. ¡Tortugrama! ¿Dioses, por ahí?

 

 

El aspecto gozoso, que opera al interior de la lengua, ahora des-profanada, y sin embargo no vuelta a sacralizar, sino mantenida en ese estadio de las apariciones y las desapariciones que configura, a la larga, y no en perspectivas jerarquizantes, la consistencia afectiva. Eso que indica, indés (aun indeciso en cuanto a gramática pero no en cuanto a táctica de acentuar esa distorsión, conveniente a un balbuceo donde la epifanía y la entropía no dejan de cruzarse, atar y desatar al fin y al cabo), que se está no sólo ante otra manera de escribir las cosas, de inscribirlas en nuestro devenir, transparentando el proceso mismo de las asociaciones volviéndolo materia de novela-idea, sino ante una lengua-otra.    

Catatau es un poema en el sentido de “utilidad espiritual”, en que lo serían una parábola hebrea, un cierto disparo con arco, una ceremonia en torno a una hoguera o una pira o una tapera con agujeros para que entre la luz del mediodía, entre la densidad tupida de la taba. Un poema en tal sentido: ahí donde la literatura cede al germen, al huevocero.

 

 

Gobierno un huevo. Allí reino. Soy el orden interno, la circulación de los humores y la perfección geométrica. Yo soy el proceso.

 

Anda, pisando huevos de yacaré hasta donde el jabutí acaba, la toalla a perderse en los gaznates de los habitantes de las leguas y leguas de agua…

 

Cual no fue mi espanto que hizo memoradísimo un suceso entonces indetectible por la historia — ¿qué digo?, por la propia memoria individual, prenda pedestre y cotidiana, que guarda hasta el precio de los huevos, la voz del pochoclo al exflorear, palpitaciones del corazón hace mucho pacificado cf. el modo vándalo, hermanándolos en fosa común.

 

 

A ese portugués brasilero tupilatinizado se me presentó la chance de añadirle una capa más, algo así como la pelusa del sostenido contacto, o el armónico no retinal de una suma intensa de colores, imposible de evitar ante la hoja desafiante: el desafío a toda una “formación”, a una “mentalidad”, ahí en las letras, moviéndose ante la vista sin que se pueda aferrar otra consistencia que el hecho de tener que leer en cada sílaba. Entre signo y sino y sigo y signo.

Una meditación, donde el escriba, el autor de tablas, el cronista del indés y el indus hipnosofista, el fraile en el burro, Artyczewski que no para de cambiar de nombre y tal vez de identidad, entre otros más o menos rotatorios, se funden en una entidad sin bordes, a la cual una y otra vez condensan, como camino que se sigue también por estratos, de signo en signo. A veces de soslayo. A veces en diagonal. A veces desmelenándolo todo.

 

 

Una ova: espelunca.

 

¿quién me jehovará?

 

Cristovan los lomos de todos los grillhermes, irradiando nobleza por todos los polos, once avos y otros gustavos: ¡omnia vaga, vana, vulgivaga, quibusdamque Deum rebus!

 

Rerum novarum dictatoribus decet inadvertantur ut tacerent! contemplator rerum novarum

 

Nueva cae a guante una ova en la buena cueva guardalupa — la bola obra, estorbo ante el espejo, báculo para la vastedad, el óbice cae como un óbolo en el glóbulo de las clemencias suabias, no minimiza, no subestima, ¡antepenáltima!

 

Adelante, el abismar ejerce efímera hegemonía sobre el alquimixto, símplices para ejemplos, repto como adagio y persuaso por acasi será retrovado ligeramente intactual: mediado amedia vista, mitad usado, ¡in partes meditabundas!

 

 

Por tanto, algo de aquella entonación no debía, en la traducción, perderse. Es esencial ese nivel del desajuste, un terreno accidentado que pone al ojoído mucho más adelante que la mente (la interpretancia, la glosa). Es carne y pulpa y fibra y hueso y moco y linfa y neto y peso y se sabe apenas y siempre por la consistencia particular, por la instancia molecular de temperatura o sazón, por la resonancia filosofal en cierta nota movediza del destino común, llámese americano o no, en cierta escala o grado de las cosas: compartidas.

Inconsciente colectivo, por qué no, a la hora de discutir cuando menos el concepto de Identidad. Y el pegoteo a que hemos sido sometidos, tanto, en relación a una exigencia mortífera de definición antes del vuelo, antes de la aventura.

 

 

(…) el celo de ir a cero (…)

 

Ninguno vale un cuadrado, un círculo, un cero. ¿Y a mí qué me interesa? De aquí a lo infinitamente grande o a lo infinitamente pequeño, la distancia es la misma, tanto hace, poco me importuna.

 

Eximio entre los más hábiles en los manejos de ausencias, busqué apoyo en los últimos reductos del cero.

 

Dos pesos entran por un ojo: cero absoluto e inmaculada concepción, — dos medidas salen por el otro: movimiento perpetuo y destino.

 

Último suspiro, el cero de la ecuación.

 

 

En esa indefinición tan definitoria, perfilado inclusive ese “mal escribir” de un personaje que no habla bien el portugués, cuyo vivero ideal está permanentemente invadido de lianas tupí y afro, así como de un latín de mixtos al infinito, romance, precisamente (romance en portugués es novela), la lengua romance y la lengua del romance de una transición dentro del otro de sí.

Un diálogo desfondado donde a veces no se sabe si es un tú el interlocutor, o un usted, o un él, o una ella, o un yo mismo, pero en qué espejo, y ante qué espectadores. Porque la teatralidad del gesto, la ralentización de un instante de lumbre interna lleva al granulado vorágine de 135 páginas o algo así, participa al lector de aquella posición barroca que ya no es la del barroco europeo, apenas.

Sino un barroco mestizo, que lo sabe, que acepta que lo es, y que absorbe energías y las resurte con la misma afectividad múltiple, desbinarizada, dessimetrizada, donde ser, por ejemplo, francés-holandés y escribir en latín y concebir desde la óptica convive, con toda la confusión generatriz de la urdimbre, además, con el sustrato del endês, esto es desde lo tupi-guaraní a lo perezoso, desde lo arara a lo afro, desde lo gaviero a lo botánico, desde lo floral a lo alucinógeno, desde la voz a lo inhumano. Y gran etc.

 

 

Gobierno un huevo. Allí reino. Soy el orden interno, la circulación de los humores y la perfección geométrica. Yo soy el proceso. Controlo un encuentro. Demuestro un contraste. Desatraillo un desastre. Corrijo un escondrijo. Escondo un juicio. Ajusticio un crimen. Justifico una crisis. Judío de un cristo. Yo soy la crisis. Interésome por eso. Aíslo una isla. Anulo un cero. Yo soy la crisis del proceso.

 

Enrevesándose en la caída, la piedra heráclea atrae la estatua, estableciendo afinidades infinitamente próximas del cero de su igualdad, mira la democracia imperante en esa ecuación, la atracción de la gravedad llegó atrasada a la extrema gravidez de la situación, por venir practicando los círculos reflexivos a todo lo largo del transcurso vivo.

 

 

En estas cercanías entre aparentes incongruencias seguí la opción de portuñolizar, sin una explícita militancia en un portuñol (lo cual sería otra vez la síntesis, la cifra, la importancia, el mono-logos monolítico…). Sino más bien seguir la entonación, no todo el tiempo, pero sí cada vez que permitiera que esa ligera distorsión de lo “bien escrito” en un supuesto castellano ideal (pero no por ello menos presente a la hora de leer, esperar cosas de la lectura) acentuara o no perdiera de vista, cuando menos, la distorsión original, originante en Catatau. Su catarata de signos no es arbitraria sino un acetaidísimo endês.

Por allí pasa la demasía. Una Ilíada-Lusíada, Odisea-Jeroglífico, Metamorfosis-Libro, su Demasíada.

 

 

Piensa mucho, los números — en una red de cuerdafloja trabajando par hacer el ceropaso, ¡por más que se empujen las sumas, nuno jamás será nulo!

 

¿Y la bellezura aquí en la balanza pesa a cero sus secos y babeados?

 

Incomposibilidad: puedo ser yo si, y solamente si, venir otro yo sea para mí lo que para él seré; puedo ser con él cf. la modalidad del estar que consiste en yuxtaponer seres por lo menos compatibles cuanto a la tolerancia de una proximidad mutua; no puedo ser lo que quisieran, lo que me desautorizaría a pretender algo más allá de una remota letra A, cotizada en base al cero.

 

Al que piensa bien, construye a cambio sus malabarbaries tesalonicenses, le bastan sus cuenstos: el mundo, excepción que el cuerpo segrega y cigüeña, como quien se encarga de soñar la regla del día, tres va uno, sígalo y virgúlenle los menos movimientos entre sus frémitos: es sospechoso de tener negociaciones entabuladas con el cero.

 

 

La pregunta de por qué existe y finalmente en qué consiste ese mirar las cosas de tal forma que en la abundancia o vemos la riqueza a obtener o bien la pobreza de méritos de lo salvaje, en la medida en que no calza con la pretensión aquélla tan humanista de figurar (en el Centro de una Imagen). De reducir a imagen, a “paisaje”, lo que de otra forma se nos viene encima. Se nos mete dentro (ya estaba dentro).

¿Y cómo no renunciar a todo castellano preexistente a la posibilidad de leer esta invasión alienígena del interior mismo del magma, allí donde no está formada, todavía y siempre, una lengua, una disposición jerárquica de sus dones? La sintaxis portuñolizada  —más en estructuras del fraseo, marcadas por una oralidad-otra, no menos filtrada por una minuciosa edición (el cine de las sílabas de Leminski, donde anima, insuflando movimiento, algo cuyo acontecimiento es esa complejidad vital y en potencia acrecentadora de lo microscópico, propugnando, desde la microtonalidad más exploratoria, a la vez, lo reversible de esas magnitudes, tal como ocurre ya desde el título mismo del libro).

 

 

Cero a desguisa de serio.

 

¡A través del medio neutro de un tal transpuesta, cualquier pregunta tiende uniformemente a cero!

 

Comunión máxima entre el aquí, el ahora y el neutro, autobiografía de un cero a la izquierda.

 

Todo descartopacio en ese estar de ajacero

 

Con los trozos se mantilla una hasta la casa venir de vuelta: ¡patio dese jaez, cero plano!

 

¡A la izquierda, ese cero!

 

 

Tenía en mente aquella nota que añadí, entre otras, a mi traducción de Galaxias, de Haroldo de Campos, a propósito de la mención de Voss en uno de sus fragmentos:

 

 

Encontramos esta referencia en un foro de internet, firmada por Julian Dibbell: “Mientras ustedes se ríen, recuerden lo que alguna vez dijo Goethe acerca de otro traductor alemán, Johann Heinrich Voss, quien se había atrevido a traducir a Homero sin alterar sus hexámetros. En primer lugar, observó Goethe, los lectores no estuvieron totalmente satisfechos con el trabajo de Voss. Pero esa resistencia, añadió, es la reacción habitual contra cualquiera que se empecine, como Voss, en lo que Goethe consideraba la más alta forma de traducción: una apertura radical hacia lo foráneo, en que el traductor se identifica tanto con el original que deja de ver a su propia nación como excluyente.” [Trad. del inglés nuestra.]

 

 

En Catatau todo puede sonar a otra cosa. Y ser cierto. Ser varias cosas. Incluso monstruo. Como el prodigio que el cronista de Yndias vio. Ese aspecto del endês.

Y puede ser que seguirle el rastro, al traducirlo, al intentarlo, implique, urja, además del entusiasmo y el fervor de un lector posible, un lector entregado al parto de las miles de partículas que no armando un cuadro exacto, imprimen en la percepción un retablo deslizante de simultaneidades, abierto, incluso, a la contaminación de una sintaxis.

Un canal entre dos (o más) importancias.

 

 

Subzuiderzeedios: ¡cero, a la mengua de brígida dealbar!

 

¿Tiempo? Un lustro a cinco encima del azul a cero.

 

Iris cabalga el blanco de Ilión: cliente de un cliché, cerocerosiete masca el chicle del será.

 

 

Traducir en tanto apertura a la mezcla, a liberar delimitaciones estipuladas en el lenguaje a partir del momento mismo en que comienza la lectura. Éste que está por venir. La lectura por venir. Esa inminencia que renueva. Traducir sería llevar esa lectura, esa posibilidad de lectura, hasta un cauce para el que sólo encuentro analogía en la pororoca. El encuentro de las ondas no produce un tercer elemento, sino una variación infinita, que anula las propiedades exclusivas, las distinciones permanentes.

También repliegue. También la faca artera que, a diferencia y sin embargo semejanza de la navaja de Occam, puede surgir por debajo de un poncho, de un chaleco de balas o de un chaleco de fuerza (“bruta”, por supuesto). Por eso, por una vez, quizá, faca se quisiera navaja.

En la urdimbre entra de todo. La costura y la trama son aquellas fuerzas vinculantes (y vinculares) por las que pasa, “de un lado a otro”, la corriente de cosas, el río mismo, río de la vida con sus anversos y versos. El endês también es el río. El huevo no mantiene una sola forma de ser. Lo más cerrado estaría incluido, esencia, en lo abierto.

Un amor a la bestia, al bicho, como en Guimarães Rosa, no olvida sin embargo, o por eso mismo, por el Bestiario de facto, la presencia de la jaula, la gayola, la gaya cárcel (aun no menor si de invención).

Una confianza en los devenires del lenguaje, como en un dictado, no pierde de vista, mientras tanto, la posibilidad de la variación continua. Captado el tema, la “idea”, delineado el argumento simple, mínimo, suficientemente espeso en cuanto imagen de la cosa a persuadir, y al expresar, Leminski improvisa. Acumula improvisaciones sobre la trilla de brasas de sus amplias referencias, liminares, subliminales, umbralicias.

No hace falta ahora inventariar todo aquello. Generosos lectores comparten sus investigaciones y experiencias a través de diversos ensayos, algunos de los cuales han sido muy apreciados en este tránsito, nada trámite, de traducir el entrevero del siguiente des-ente descendente: Leminski-Cartesio-Artychewzky (o cual fuera su grafo)-Occam (“primer personaje puramente semiótico, abstracto, de la ficción brasileña”, genio maligno en fuga de la Casa de las Lámparas). Sendos nombres polacoccam. Y es ello una existencia posible, una insistencia de raíces que no dejan de rizomar, por coto de caza que anteparezca el alrededor de nuestra más desarraigada, hipotética, periferia.

 

 

¡Los hijos en fila india!

 

¡Jesús de las Indias Occidentales! Símbolo vacío, palabra vaga, un nombre lleno de gracia, graciosísimo: un despreparo civil, una incuria metropolitana, un descanso vano. Ingenios caen en ruinas.

 

Pasarallá en falange persa no se puede, intentar la filia india (…)

 

Había un escriba persa dispuesto a registrar las efemérides de las guerras médicas pero los poderes lo presionaron en el sentido de dedicarse al truco indiano de la cuerda, de donde extrae hasta hoy su merienda.

 

 

El ambiente enrarecido, casi vociferado, por la violencia, y no antes, como en la recreación, ya trastornada, retraducida, incluso refritada, del perdido paraíso, o la inocencia que-les-valga, con su consecuente “poma adánica”, tan cerca del cogote a cortar con “faca” (no cuchillo ni sevillana ni navaja: ese chasco brasílico más cercano al facón, así como la taba de allá es la toldería de acá y la taba de acá el hueso fosforescente del primer perezoso, fundador).

Por eso “tamanduá” no será, del todo, “oso hormiguero”; con precisión, el bicho-endês no nos hormigueriza, y en esto Leminski es explícito: nos tamanduíza. No podía entonces obviar el matiz intraducible, aquel que atravesase cualquier versión pero siempre a favor del registro, por más expresivo que fuese, y hasta bello cuando nos deja siete años frente a una pared, un buraco, una boca que no sólo habla lo que habla sino aquello que la habla, al trasluz: el registro. El tono de la huella, “pegada” en portugués. Lo talismánico en lo centrífugo. El artista en el verbo, a ver si encarna. El más abuelo tamanduá, si lo lees, te tamanduizará.

No se trataría de suavizar esa violencia residual que persiste en los signos cuando librados, como Leminski hace, a la fragilidad de origen. ¿Cómo traducir, a qué “castellano” (¿“argentino”, “rioplatense”, “porteño”?) la refinada insolencia, la específica mistura, la posición generatriz donde ningún origen tiene por qué simetrizar con un destino? ¿Traducir ahí, donde la traslucidez pone en disposición de origen, sin importar adónde o hacia dónde?

 

 

¿Qué piensan los índices sobre todo eso? ¿El indio piensa? ¿El gê es gente? (…) Los indios comen gente. El pensamiento aquí es susto.

 

¿El indio piensa? El indio se come al que piensa — eso sí. El indio chupándome, pensará estos mis pensares, pesará de todo este mi peso, instantáneo parado momento, comiendo sin comentario. Un indio manda a los pechos la pierna mirando cara a cara, ojo a ojo, con nuestra cabeza calaverada.

 

El indio sueña con todo, todo es muy bueno. Mucho todo es muy bien bueno. ¡Bueno, todo bueno, todo bien!

 

 

Traducir sin traslucinar ni transcrear, según aprendí de inmensos maestros, sino por fidelidad a un estadio de percepción, o de percatación, que reside en la vibra de origen, es decir en el textil original. La traducción no tiene con qué ser una copia de aquél, y es verdad que se podría “aprimorar” poniéndole al indefinido infinito un disfraz de arrabalero rioplatense o cualquier otra cruda cruz de ubicuidad.

Tampoco cuestión de aliviar en la traslación la violencia que tiende a borrar, de entrada, el preciso bicho llamado, allá, tamanduá. A veces “além” podía ser “más allá” y a veces “allende”. No siempre la segunda persona encajó con la primera, o la tercera podía bien confundirse con la segunda y, perplejos laberintos de alguien que no es lusohablante, no había cómo evitar añadir una cierta pátina, desde lo incorporativo de la propiciación denominada Catatau.

Nunca me interesó “convertir” a Leminski en “uno” de algún “nosotros”, sino de encontrarle la vuelta a su resonancia caracólica que todo el tiempo, en correntada, pone a reverberar. El mago se perfila por la falta de trucos. No hay engaño a la vista. El mago puede hacerse, de tan implícito, imperceptible. Porque Catatau es un libro necesario, de “utilidad espiritual”. Propicia un acrecentamiento de la capacidad vibratoria del lector. Es un instrumento. Sirve para que el lector se haga cóncavo. Para hacer huevo, es decir para hacer nada, el no hacer del que está, aprendiendo a leer, leyendo.

Nadie dijo que leer es ir sin tropezar. Tampoco que el tropiezo sea índice de valor. Ni que el índex no esté en el curare de la cerbatana o la saeta del tránsito en la respiración, ahumada por la planta que mete a la cachimba, “hierba de negros”, lejos del arte y de la artillería, en el enclave zoofloral. Nada tan incongruente como ese zoológico en plena jungla. O incongruente como un sujeto cartesiano cualquiera en medio del sendero de bichos (“la vida”).

 

 

Los batavos no están más con la razón por estas zonas, casando connubios dañados con hembras toupinambaoults, practican su lenguajear, que es como los sonidos de los estallidos y zoológicos deste mundo. Dudo de Cristo en ñengatú.

 

Japiske piensa que es macaco el ahí que Rovlox dice fruto de los coitos rabiosos entre toupinambaoults y tamanduás (…)

 

 

Ante lo que Leminski publicó, conectó a sus 28 años de edad, recién a mis 52 dispuse de suficiente concavidad como para “intentarlo”. Y sí, más de uno lo habrá pensado ya, esperando la flecha: ¡un huevón! O bien “cállate güevón”, ya deja, deja los balbuceos y a los signos hablar, y permítete el endês, que éste se las arregla muy bien solo, si bien siempre o casi siempre a tu través.

Pobre del endês que se atreviera a contrariar los designos de las diversas Compañías de Indias o los acólitos del Tirano, o los contratiranos de burocracia republicana, laberíntica de los boicoteadores permanentes del acuerdo, cualquiera fuese su ocasional avatar, su banderín, su mascarilla de turno arquetipal.

 

 

¿Mojado como un pollito pide pinico y allá fuera lloviendo en el bañado? ¡Chapt! ¡Pschaft!

 

 

Poner “pinico” es dejar un pinico puesto. Ya que el término acá no se termina, y ni siquiera ha comenzado, puede significar la resonancia que ahí, al otro lado de la entrelínea, esté. Poner incluso un huevo de opacidad resistente que al mismo tiempo pone en movimiento el espíritu prismático en que consiste esta lenguajería curandera, esta danza para una precisión capaz de no quedar atrapada en alguna de sus infinitas identidades.

Si Occam es el agujero negro (y Catatau está lleno de agujeros negros, términos cuya resistencia primitiva y sofisticada a la vez les asegura una permanencia en lo intraducible mismo, señaladores de un límite cada vez más preciso, quiero decir: exacto y necesario), el libro entero es la ampliación de un micropunto cuyo centro está en fuga permanente.

La rebelión del endês consistiría en una multiplicación del movimiento vital. Energía. Sin fin, incalculable. Una corriente conectiva que no se puede manipular. Una resistencia mutante.

 

 

Viene en los negros de los quilombos, en las naos de los carcamanes, en la cara desos bichos: basiliscos brasílicos queman la caña, entre las llamas pasando pendones.

 

 

Ante tantos efectos históricos, y de mentalidad no menos situada, a seguir procesando en el cuerposoma de cada quién y de todo cuál, asombro constante del oleaje, la página, lemniscatatau. Alucinar lo traslúcido, el prisma. El latido catatauizado es de lo más deshipnótico. Acá se cortó la producción literaria, el intelectual con sus propiedades, la unidad entre mapa y territorio, la fijación de un reglamento a recorrer en miras de la obtención de algún resultado o confirmación.

Si Catatau desvía el reflejo, dejando, en efecto, de reflejar, será que se acabó el espectáculo: leer es inmediato pero hay que estar para leer. Un lector apurado no apreciará la pirueta del trickster: el huevo que estaba ahí, mientras sólo veía letras pasar, esperando discurso que le permitiese una posición. Pero esa desnudez, detrás del pliegue: es inacabable. Sólo que no polariza tragedia y risa.

El único privilegio en estas zonas es saber, en carne renovadamente propia, que nada escapa a la devoración. Tampoco a la eclosión. Quizá se requiera de conciencia desnuda, semejante a la plurentidad cuya voz se hace escuchar en Catatau, para poner, en lugar del omniproyectable poder-corrupción, la eclosión misma en potencia, y, en cierta forma, el infinito: lo íntegro frágil.

Y una pregunta, de tantas, conque el Libro de los Asombros nos interpela, alrededor de la fogata, adentro del cero. Interpelación que nos concierne para ya no seguir la inercia obligada de la invariable-Descubrimiento-de-América, sino el relámpago de acceso a la dimensión reveladora, vía la materialización de una no-imagen, espejo que se triza y ya es la risa centinela del koan:

 

 

¿Quién se fue que nos dejó así?

 

 

Casi al mismo tiempo que cierro la válvula incorporativa, para dejar el magma en acto de calor, secuela tras el gesto de tra(sin)ducción, encuentro, haciendo limpieza en la cocina, un huevo de madera. Uno de esos que, me dice Gabriela, se usaban para costurar medias. Años ya que le habíamos perdido la pista. Seguramente alguno de los gatos de la casa lo empujara hasta ahí, justo debajo de donde se preparan los alimentos. Pero abajo, entre pelusas y telarañas, fuera de radio, en la laguna del ángulo ignorado.

 

 

Después de la catástrofe, la apoteosis. Constatación de lo obvio, constelación de los Huevos: no me corten el sueño.

 

 

El endês dispone al endês. ¡Y lo encuentra! Ahí donde no había, no parecía haber y entonces no había. Ahí donde no había nadie que atestiguara, sólo la canción del exilio. Música de cañas.

Una palta (quechua), aguacate, abacate (portugués), ahuácatl (náhuatl: “testículos”), aguacata, avocado (antigua designación de abogado, se usa en inglés), o persea americana, también llamada cura, guarda una gran semilla, un huevo de madera. Del tipo de las que pueden crecer en cualquier terreno.

La voz está alerta pero el eco en el eco del eco la despierta.

 

 

Para entender la fábula, bondad de examinar el mapa anatómico de una hueva.

 

 

En la pintura al temple, el huevo es el aglutinante. Pero incluso no todo el huevo: lo más líquido de la yema. Linfa intermedial. Muchas pinturas al temple han demostrado longevidad. Algo habrá en el recurso, que ya sobrepasa el orden del discurso, sin dejar de nutrirlo. No se lee dos veces el mismo Catatau.

Ninguno puede leer sin su endês: el lector es el huevo de sí mismo. Potencia y condensación. Traducir aquí equivaldrá, por “eso”, a una transfusión incompleta, el reguero asociativo de la voz debe adoptar nuevos cursos para fluir y no siempre converge con la fuente de origen. Es la entonación de una especie de castellano portuñolado que surge de una especie de portugués brasilero-afrancesado-tupiguarado-latinoide, un macarrónico o gíria o lunfardo o argot o caló o callo en la lengua, o en el seso, que no permite correr, que no suelta las riendas de una tensión.

Pasando por lo irrisorio hasta la posible irritación: ¡que esto no es una novela! ¡que la poesía no será esto!, podrán argüir los impacientes o los asustados de siempre. Y es que la risa en Catatau es la propia, la del propio “fracaso de lector” (en cuanto extractor/detentor de sentido). El susto filosofal bien podría fundamentarse en esa apertura, curativa por cierto, en que Leminski pone a girar (a virar, en la virazón de la variación) la Constelación de los Huevos.

 

 

Siete años mirando una pared blanca: ¿a la procura de un punto negro? ¿Juega con palabras como si las pobres fuesen sólo suyas, no olvidando lo fundamental? Mucho más lugares donde esconder las cosas que cosas para esconder.

 

 

La selva sale por los poros del lector-escucha. Leer con los ojos tanto como con los oídos. Catatau es poema triturando un ensayo, ensayar rumiante de un solo instante, partícula del despliegue inagotable. Pororoca por cada uno de todos los poros.

Confluencia mestiza, porque no sintetiza, dejando las contradicciones a la vista, sin arreglos. Quizá porque el lector mismo no pase de ser mestizo de toda influencia posible, de asimilación antropófaga de los motivos, síntomas, figuraciones, marcas. De la tragedia como destino pero también del destino como invención.

Del destino en tanto origen. Un contraproyecto. Un estado de eclosión permanente. La conciencia en eclosión. Al ajustarse a la letra del tratado-partitura, pieza de incompletudes cuya fascinación desconsiste, condensa el susto de origen.

Traducir el magma requiere permanecer. ¿Habitar el magma? Una lengua poética extrae sus elementos inventivos sobre todo de la supina ignorancia que nutre las acciones de transmisión y de transmutación. El magma es maestro de mutaciones. El lector puede ser un cántaro de magma.

 

 

Mientras muchos ríen, los maestros a puertas cerradas meditan sobre la guerra.

 

Pero sólo los maestros saben callar diciendo todo. Todo es todavía poco.

 

Pero hay maestros y maestros. No todo maestro es próspero. Algunos cultivan artes sutilísimas. Esos, a veces, no tienen apóstoles. Son los últimos pioneros.

 

 

Leminski dice, en brasilero, “moringa”: vasija de barro que contiene y mantiene el agua fresca, potable. Una moringa que prolonga la vida, refrescándola en la tórrida jungla de la idea, su colapso entre las cosas. La palabra “cántaro” es, por ende, una desobediencia al autor, una entre otras, que el traductor no pudo ni quiso evitar. Habrá un cántaro a lo largo de esa insistencia, en lo que fue (sigue siendo) moringa. Pero moringa deviene cántaro y faca no es otra cosa sino faca.

O monjolo no es molino ni bomba de agua: hay varias áfricas y una esclavitud de por medio. Ese aspecto incorporante, en el sentido de ponerle el cuerpo a las palabras. En monjolo hay palos concretos hechos de árboles concretos en un plano de experiencia que no debe ser, él no, “traducido”, sino “traído”. Palo-Brasil: una nación que hoy se podría llamar, es un decir: Petróleo.

Por eso, en esta versión un capivara no es un carpincho, aunque ambas palabras señalen o consignen al mismo animal; disquisición, por otra parte, que el latín irreparable de la ciencia objetivara (y Leminski burla, lenguaraz). Una arara es una arara pero también mariposas saliendo de una madriguera. Y macaco es mono específico, así como el gorila cuando se mira al espejo y ve a Descartes.

Lo mismo le ocurriría (le acontece) a este traductor: en el textil no se reflejó. Sí se dejó iluminar por la emanación (no-es-ésto, no-es-aquéllo) que origina su inquietud por traducir: “traer”. También: compartir. Amanuense de crisis que puede ser germinación. La transparencia no disuelve el espejo, pero tampoco lo condena al ostracismo.

Respirar en tanto conciente, sílaba a sílaba, en cuanto acto sincrónico. Una especie del misterio. Misterio de la conciencia que anima a la voz y que Catatau abre para ya nunca más cerrar. Una contraherida, no en contra pero tampoco a favor de La Historia: lo intraducible en sí. Y ya no por reticencia significante u otra, sino por condición-convicción poética.

 

 

La cara de los maestros es el modelo de las máscaras. ¿Qué cara alguien tendrá para erigir la máscara que yace sobre la cara de los maestros? Hay una palabra muy buena para decir eso pero los maestros no enseñan a hablar, sólo a hacer. Lo que se puede decir del arte nada tiene que ver con él. El maestro es donde el arte ya murió; por eso, maestros no luchan. Siempre hay cosas que aprender: un pequeño truco, un meneo más rápido, una mueca traviesa, un grito junto. Lo que los maestros saben es lo que hay para aprender. Decir es más difícil.

 

 

Ante el punto de indistinción entre entropía y epifanía, en esa magnitud incomparable, fuera de mapa, de relato, de conclusión, continúa la presencia conciente. Del endês del lector depende ahora que cada palabra, cada signo, sea, a su vez el endês. Collar sin fin en el que los dijes se mantienen en rotación mientras y sólo mientras la circulación es incesante.

A la hora de traducir, son todos estos niveles los atendidos en la resonancia (la novela-idea, otra vez, una experiencia de la vida y no su alusión o su conversión discursiva, su capitalización, su adecuación al broche ubicuo de las ideologías). Aquí, en esta tremenda necesidad, es que Leminski pone su huevo.

Ofrenda que no esconde una profunda, salvaje reticencia. Quizá, en cierto modo, un rechazo al eslabón antropocéntrico creyéndose no perdido, no en trasfondo desencadenado.

El endês no será el huevo de Colón ni el huevo de oro del capitalismo. Escribir, leer, traducir para volver a leer, será poner un huevo. Y luego otro. Y otro… Como quien un dedo en la llaga del misterio nuestro. Acá en el suelo sublunar.

El endês del indés: la polisemia, madre de contrastes y armónicos inusitados. Entrada y permanencia en materia, con toda la potencia, arrasadora incluso, de su multidimensionalidad. Leminski, maestro del intersticio, él mismo intersticial en lo proteico de su inscritura: la “guerra de la polivalencia contra el universo”. (Ningún subrayado será totalmente nuestro.)

 

 

¿Alguna novedad? Una hueva. Es ahora que ellas son, distráigome haciendo. La verdad es lo que hay de eterno en la noticia.

 

 

Cuando, en 1999, al comenzar el dossier-Leminski, “El ex extraño”, en la revista-libro tsé-tsé, en Buenos Aires, yo ignoraba que se estaban cumpliendo diez años de su fallecimiento. En ese mismo número, el 6, había otra zona dedicada al cubano Octavio Armand. Mirando el número 24 de la revista Mar con soroche, en la web, encuentro un ensayo de Armand, cuyo titulo me sobresalta, me deja boquiabierto: “O de madera”:

 

 

Shakespeare habla de una O de madera, por ejemplo. Y de hecho lo hace desde una O de madera, que es como el coro de Enrique V llama al teatro londinense donde se estrena la obra, el Globe Theater. Esta vocal con que volvemos a imaginar el bosque y el casco del barco ebrio, engarzados en los anillos de la madera todos los misterios de mar y tierra, le da peso al color y asidero a la luz. La superficie se apoya en los anillos concéntricos, el espacio en el tiempo, y las impresiones que se despiertan al rimar el centro y lo circunferente hunden los rayos solares en la materia, sumergiéndolos como radios hacia el núcleo.

(…) Como Rimbaud, pues, esa O conoció al infierno. Pero el suyo fue un infierno doble, pues a las pasiones se sumaron las llamas el 29 de junio de 1613. La O quedó en 0: siguió redonda como el globo, pero convertida en cifra. No una vocal de caoba o de cedro sino de cero. Pasó de O de madera a O de humo.

 

 

En 1613 René Descartes y Mauricio de Nassau vivían.

Cartesius residió en Holanda entre 1618 y 1619.

Mauricio se comprometió a administrar los dominios de la Compañía Neerlandesa de las Indias recién en 1636,  año en que René, según se consigna, “diseñó un tubo con una curvatura semejante a la de una córnea, que llenó con agua y en el que introdujo el ojo”.

Al siguiente, 1637, El discurso del método.

¿Y qué año es éste, ahora? ¿En qué mundo estamos? ¿Qué ahora es éste, donde y cuando espacio y tiempo forman una sola y misma curva y pueden ya no distinguirse? ¿Dónde es este cuándo de la historia americana y qué ensarta, en toda su precisa inexactitud, en su capacidad energética de liberación y condensación simultáneas, la arritmia primordial en escansión de este Tratado que escribió Leminski?

¿A qué época particular y a qué lengua local se traducirá un libro que anilla el espaciotiempo en nuevarcaica instancia? ¿Y qué será traducir cuando se trata de un libro cuyo lenguaje no pone distancia, no separa más opacidad y transparencia: inmanencia de un manar?

Novo: no ovo: “en el huevo”. ¿Nuestro mundo no estro mudo maestro no es otro nudo?  Mhondo. Nhuevo.

 

Catatau es la nuca.

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[ ZUNÁI- 2003 - 2012 ]