LA INSURRECCIÓN SUPRARREALISTA DESDE EL PERÚ
Reynaldo Jiménez
Yo también tengo pico pico pico
EAW
Pero vosotros todos
Invitación a no trabajar
CM
A José Carlos Mariátegui se debe, en Lima, la primera mirada al surrealismo. Cronometrado a sabiendas con París, en artículo publicado en ese foro multienfocado que fue su revista Amauta, julio de 1926 —apenas dos años después del Primer Manifiesto Surrealista—, Mariátegui declaró, siempre desde su perspectiva revolucionaria:
La insurrección suprarrealista entra en una fase que prueba que este movimiento no es un simple fenómeno literario, sino un complejo fenómeno espiritual. No una moda artística sino una protesta del espíritu. Los suprarrealistas pasan del campo artístico al campo político. Denuncian y condenan no sólo las transacciones del arte con el decadente pensamiento burgués. Denuncian y condenan, en bloque, la civilización capitalista.
Del sesgo autoritario, sabemos, no estuvo exento el propio surrealismo. Diferencia a considerar, entre la comandancia de un André Breton, y sin que esto le reste mérito alguno a su aporte, y la de dos poetas que, si encarnaron similar voluntad de insurrección, lo hicieron desde una conciencia de periferia sudamericana: con su precariedad de origen, bajo específica temperatura cultural y consecuentes presiones sobre las espaldas. César Moro y Emilio Adolfo Westphalen (quienes publicaron sus primeros poemas en Amauta), oponen a un estado de cosas la paciencia socavadora: la vigilia involucrada con lo desconocido, en trance de aprender desde dentro las palabras y las cosas. Se trata de una posición tan flexible ante la letra como rigurosa ante los hechos, aparentemente escasa en resonancias inmediatas, pero suntuosa en el escrúpulo, en el escrutinio insobornable. Nunca una concesión en sus trayectorias, ni el menor sometimiento al correr de los dictámenes. Más: una empecinada denuncia del autoritarismo allí donde se encontrase. Como en Moro, teniendo que definirse, llegadas las circunstancias, en sendas críticas contra sus entrañables interlocutores de primera hora, Breton y Paul Éluard, calificando a este último, dada su conversión stalinista, de “suplantador” de sí mismo.
Es que esa constelación poética peruana a la que Moro y Westphalen pertenecen, estuvo bajo el influjo, como lo han reconocido de un modo u otro todos ellos,1 del aura de José María Eguren, iniciador por supuesto involuntario de la estirpe, el que primero alcanzó esas “otras palabras” de alucinación y reminiscencia. Eguren: cultivo maduro de la inocencia y coraje de esa inocencia destilada, fuerza de la fragilidad, ambigüedad corrosiva de convenciones, persistencia en el ámbito mítico de donde resurgen magnitudes ignoradas pero latentes, arrastre arcaico tras pantomimas modernistas y miniaturizaciones exóticas, recuperación amorosa de lo insignificante. Estirpe, se diría, cuya lucidez en el tratamiento de las formas verbales, se deberá en gran medida, no sólo al modo único en que escribe y asocia Eguren, sino a la fuente inspiradora que supo mantener perceptible, expuesta en su poesía, a través de una delicadísima escucha. Dado a reinventar las herramientas de que disponía, sigue siendo difícil ver en Eguren lo absolutamente salido de marco que él estaba (y continúa), camino paralelo o más bien ajeno al bochinche autohipnótico de la modernidad, que recién vislumbraba, con todas las deformidades del caso, el Perú.
Eguren no es un poeta del tiempo linear, sino del circular. Artista de la espiral, lo que refiere y alimenta su escritura no se proyecta hacia un futuro. Ni lo proyecta ni lo espera. Inquietante, pues permanece en la dimensión de lo pararreal. La delicadeza de su poesía es, cada vez más, de una profunda subversión, a la luz de las torpezas de la sensatez y los supuestos grandes valores de los discursos. Ese universo simultáneo, no cerrado sino lanzado al enigma de la experiencia, que es su poesía, despegada del campo del trabajo forzado y la pugna por la última palabra, hizo suponer equivocadamente a más de uno, que se estaba ante un ingenuo, otro “soñador”, cuando no un “pobre” orate. Pero la tersura en Eguren jamás oculta, llegado el momento —aunque sólo tras los estratos de la relectura—, lo bárbaro de su condición: más que humilde, secreta. Eguren fue, para algunos poetas que lo subsiguieron, lo que el Aduanero Rousseau para los surrealistas franceses: una referencia radical, la del artista incapaz de especular ni pretender dominio alguno sobre los dones, la vocación obstinada de su oficio.
Moro y Westphalen, dos de sus más intensos lectores, en distintos escritos alegaron devoción y agradecimiento a Eguren. Esta influencia iniciática será el contrapeso a discreción de todos los arrebatos y avatares, por lo cual, cuando hagamos la defensa del automatismo en tanto desautomatización, hablaremos de la inspiración y la entrelínea inteligente como valores no contrapuestos, sino complementarios, a la hora de componer bárbaramente. Y es en este sentido que Moro y Westphalen se separan del formalismo de agitación que signó al vanguardismo. Podría decirse que con ambos (más Martín Adán y Gamaliel Churata, aunque en direcciones muy diferentes) se entra en escrituras no sólo capaces de erizar superficies y destrabar formas establecidas, sino también de ahondar la indagación y su consecuente riesgo crítico, atravesando las generales ansiedades de Modernidad, Progreso, Civilización. Diríase que con ellos recomenzará, más bien, cronológicamente después de Trilce pero en otras coordenadas, el cuestionamiento apasionado a esa misma modernidad que el vanguardismo perseguía. Resistencia que atañe a la creación de una lengua poética apasionada: corpórea y corporal. Importante repetir que este proceso lleva la marca de la atmósfera represiva de dictaduras militares, creciente policiación de la sociedad, discriminación social y xenofobia lindera a la esclavitud, mentalidad virreynal y oscurantismo católico o cucufatería.
César Moro llegó a Francia en 1925 con sus dibujos y pinturas, todavía signados por el Art Noveau, más el deseo de convertirse en bailarín. Con ese bagaje de artista-escritor, Moro pondrá todo su empeño en definir esa lengua surrealista en ciernes, ya no en tanto mixto de efectos legitimados de lectura y estilización, sino en cuanto forma de vida, dando impulso a la poesía en tanto intervención (en los significados al uso, en las costumbres). Relativamente documentada está la prolongada estancia parisina de Moro: su adhesión incondicional como el único latinoamericano durante el período heroico del surrealismo, su participación en publicaciones conjuntas como La Revolution Surrealiste, su poesía escrita mayormente en un francés adoptivo liberador de su pensamiento poético. En 1935, retornará a Lima y será, de hecho, el ilustrador de la portada de Abolición de la muerte, segundo libro de Westphalen, aparecido ese año.
Westphalen, editor de tres revistas intermitentes en tres décadas difundirá el surrealismo a través de sus artistas, pero nunca dejará su reticencia a reconocerse tal. Moro, considerándose surrealista por derecho natural, tampoco se escudará en consignas para cantar algunas verdades. ¿Será que, cada cual a su aire, encontraron en el surrealismo la afinidad potenciadora que les ayudaría a enfocar mejor —y no estamos hablando del estilo de una temporada— lo que, de todos modos, ya se les hacía imperativo? Da para suponer que el conocimiento mutuo habrá constituido para ambos poderosa señal sincrónica —sobre todo cuando hemos venido a convocar, una vez más, los dones del azar concurrente.2 Así abarca el asunto y traspasa, discurriendo sobre Lautreámont y siempre yendo más allá de sí mismo, Westphalen:
La poesía ha sido siempre la actividad del hombre la más alerta y la más adelantada, ha sido siempre la prefiguración de las tendencias cuando recién se abrían como flores futuras. Y cuando nos descubre aspectos tenebrosos de la naturaleza humana, es porque es de toda exigencia que los tengamos en cuenta.
Westphalen ha sido tajante al referirse a la poesía de Moro en diversos escritos. Dejó sentado su reclamo, salvando de paso al propio surrealismo de ese confinamiento en mera secta, caricatura a la que se aferra cierto consensuado prejuicio, ligando sobre todo al sistema de irrigación metafórica recurrente en lo surreal con su reducción a un mero catálogo de combinatorias imaginarias —recurso castigado, si los hay, por los versificadores y otros infrarretóricos, que nunca conseguirían emerger despiertos de una autosatisfecha programática de lo fortuito (como si el azar concurrente fuese otro dominio de la voluntad manipuladora o, después de todo, una decisión de la razón). La veta kitsch, además, preexiste a ese surrealismo más apegado a la lógica del estupefaciente imagen —“lógica otra” pero lógica al fin: como los trucos ópticos en Ávida Dollars. Por eso, otra vez Westphalen, en este caso sobre Moro (y sobre sí) y en última instancia, adyacente, acerca de lo que se le adjudica a lo mejor del surrealismo para rebajarlo a un promedio, con rutinario arbitrio cristalizador:
Quisiéramos también incitar al estudio y la crítica de una obra [la de Moro] que merece algo más que la clasificación o etiqueta con que se contenta la mayoría y que no revela, en muchos casos, sino ignorancia o penuria de ideas pues hay que reconocer que no es mucho lo que se logra insistiendo en el supuesto carácter “surrealista” de toda su obra, especialmente porque quienes así hacen no se dan cuenta de que el surrealismo no ha sido una escuela literaria más y solo puede entenderse si se le acepta como desesperada tentativa por convertir la poesía en sistema de vida.
Moro afirmó a su vez que el movimiento surrealista “es el único que haya intentado llevar la existencia humana a su punto máximo de incandescencia”. Pero para apreciar mejor esta aserción, sería necesario asumir que el acento aquí está puesto, no en los logros de un encarrilamiento estético o conceptual, sino en la elevación sensible. Vincula principalmente a Moro y Westphalen con el surrealismo, el deseo axial de cambiar la vida, transmutar en materia incandescente todo aquello que nos oprime. Se trata, según vemos, de un intento de curación más que de un proyecto que, desde el arte o la prédica, viniera a sentar dogma o doctrina para una nueva sociedad o nuevo orden. Intento que sostiene su utopía, no como sitio de arribo, sino en tanto fuerza propulsora, empujón, puesta del cuerpo. La utopía resurge desde las palabras inspiradoras, de algún modo las habita. No se trata de “arreglar las cosas” con florilegios carentes de espesor simbólico, ornamentación desangelada que favorezca sólo las salidas individualistas del siempre relativo éxito literario o cualquier otro triunfalismo. Se trata de propiciar la liberación en el lenguaje, interviniéndolo en la escritura porque, también en él, sobre todo en él, están en juego los alcances del pensamiento, de la percepción de la realidad. —La cual, aunque no la percibamos, de todas maneras nos percibe.
En dos textos inconclusos, no incluidos finalmente en el número único de El uso de la palabra, pero publicados póstumamente por André Coyné en Los anteojos de azufre, alegó Moro, el año que estalló la Segunda Guerra Mundial:
Por encima del habla, por debajo del viento, El uso de la palabra debe restituir en su primitivo valor la objetividad de la palabra, la fuerza operadora de la palabra al servicio de algo, no como simple ropaje del vacío moral y mental que asola tierras de América. Uso de la palabra se desinteresa en absoluto de la producción literaria y de los intelectuales, prefiriendo siempre el cuaderno de la agitación de un grafómano a todos los manuscritos literarios. Uso de la palabra tiene filiación parcial y no guarda actitud escéptica ni comprensiva, ni serena, ni quiere ni trata de arreglar las cosas. Por el contrario, dentro de sus límites y consciente de ellos, aspira a colaborar en la obra inmensa de destrucción que requiere el presente del mundo.
(…)
Imposible dejar pasar en silencio la bestialidad que gobierna el mundo, bestialidad que la prensa se encarga de difundir ampliamente, el occidente podrido hasta en su sombra no puede ya prostituir más todos sus falsos conceptos de moral, religión, patria, familia, etc… con los que trata de gobernar el mundo.
(…)
Cultural, política y económicamente unidos con gruesos cordones umbilicales a la sórdida vaca de occidente, las pobres ternerillas buscando grotescamente una nariz que no poseen, no tienen rival sino en el cerdo devorando sus propias entrañas.
Sobre esta vida de hojarasca levemente ruidosa y lamentablemente nula, el ojo carnívoro del surrealismo lanza sus rayos mortíferos, lo “irracional concreto” abre sus fauces de catapulta.
Toda especie de actividad de consecuencias imprevisibles, peligrosas y vertiginosas, como la masturbación soporífera o el incesto luminoso nos ha de abrir nuevos capítulos del conocimiento, es decir de la transformación de la realidad.
Y contra las aves negras del oscurantismo, los cuervos sombríos del imperialismo fascista de sesos descolgados en descomposición, de los imperialismos democráticos de lengua de hormiguera y cola de ratón, de la burocracia stalinista con una colmena de moscas en cada ojo, oponemos nuestra confianza en el destino del hombre y en su próxima liberación.
En 1925 sitúan los surrealistas el fin de la era cristiana. El uso de la palabra quiere recordar que estamos en 1939.
Y Westphalen, ya entre lo publicado en aquella revista, sobre “La poesía y los críticos”:
En el Perú esta especie tiene representantes malignos, anodinos, sensibleros, otros llenos de doblez, de perfidia o, sencillamente, los más de ignorancia. Ellos definen, clasifican, premian, condescienden, exhortan. La poesía está en otra parte.
Ambos situarán y replantearán, a lo largo y ancho del tiempo, cada cual a su modo, discutiendo hasta donde les fue posible, el asunto urticante de la intervención poética en un extrarradio mucho más amplio que lo recortado por un realismo obsedido con el verosímil y con pretensiones de objetividad, o las reivindicaciones sociales, tan necesarias en el plano de ciertas luchas pero que, al ser tópicamente apropiadas por los literatos, éstos olvidan o rechazan todo aquello que es de suyo incontrolable por la razón, o las tantas razones de Estado de que el poder autoritario indistintamente se sirve. A propósito de realismos, Moro, en su artículo “La realidad a vista perdida” (también 1939):
Cada quien se despierta con un sabor acre, amargo; cada quien desespera del nuevo día que ha de traer, como los otros, su ración de renunciamiento, su porción de adaptabilidad a ese realismo que René Crevel denunciara de manera tan irrefutable: “No tratar de actuar sobre el mundo exterior, aceptarlo tal como es, aceptar volverse tal como él es, por hipocresía, oportunismo, cobardía, disfrazarse con los colores del ambiente, eso es el realismo”. (…)
La Poesía ha abandonado “cretino-américa”. No se trata ya sino de pueriles juegos verbales, los más inofensivos dentro de una medida convencional cualquiera. La pintura se diluye en un viaje, sin aventura, sin emoción, sin porvenir: el folklore, el retrato, la naturaleza muerta, el afán de llegar, ¿de llegar a qué? La prensa continúa su obra de embrutecimiento sistemático de prostitución bien remunerada… (…) Por eso, algunos hombres vivimos todavía, oscuros, hambrientos, llenos de rabia, de la rabia insaciable del hombre por las condiciones infames que lo mutilan y lo arrojan, muñeco sangriento, en las manos terribles del sueño que desconocen las bestias intelectuales, los famosos bueyes que halan la gran carroza en que se pudre y aniquila dialécticamente el mundo occidental.
Junto al poeta Manuel Moreno Jimeno, Moro y Westphalen fueron los responsables de un boletín de apoyo a la República Española (1936-7), por el cual el gobierno filofascista de Benavides envió una requisa policial a casa de Moro, quien aprontó su nueva partida, no sin antes hacer una exposición de su pintura, esta vez hacia México. Una vez aquí entablará Moro una serie de vínculos personales estimulantes y participará activamente en diversas publicaciones, además de escribir el ciclo de La tortuga ecuestre (1938-9), entre otros escritos no menos fulgurantes.
Fue durante la estancia mexicana de Moro, que Westphalen, aún en Lima, logró sacar los ocho números de Las moradas, verdadera revista de autor, de alta definición editorial. Esta publicación introdujo al lector de nuestra lengua muchos aportes del surrealismo, siendo continua e intensa la participación de Moro, pese a la distancia geográfica. Cuando Moro decidió regresar a Lima, donde se convertiría, por fin, en “el exiliado” —Lord Moro, como él mismo se había llamado en una carta a Westphalen—, justo éste salió para los Estados Unidos, donde residiría unos años. Moro, quien seguiría escribiendo sin publicar y pintando sin exponer, salvo póstumamente, nunca se sentirá libre en el Perú, del que sin embargo y por propia voluntad no volverá a salir. Pero su carácter indómito había sido, desde el comienzo de su itinerario, una constante propiciadora del extrañamiento revelador. Podemos comprobar, con uno de sus poemas [en traducción de Carlos Estela], tomado de Le chateau de Grisou (1943), ese vértigo de lucidez que atraviesa su obra. Se diría que es la entrega afectiva lo que mantiene la cohesión asociativa:
LLAMADO A LOS TRES REINOS
Hablo a los tres reinos
Al tigre sobre todo
Más susceptible a escucharme
Al coque a la carboncilla
Al viento que no se ubica en ninguno de estos reinos
Para la tierra hará falta una lengua de cieno
Para el agua una lengua ventosa
Para el fuego apretar la poesía en un torno y destrozar el atroz cráneo de las iglesias
Hablo a los sordos de orejas tumefactas
A los mudos más imbéciles que su silencio impotente
Huyo de los ciegos porque no podrán comprenderme
Todo el drama se desenvuelve en el ojo y lejos del cerebro
Hablo de cierto encanto incomprensible
De una costumbre anónima e irreductible
De ciertas lágrimas secas
Que pululan sobre la faz del hombre
Del silencio producido por el gran grito natal
De este instinto de muerte que nos subleva
A nosotros los mejores entre los hombres
Cada mañana haciéndose tangible bajo la forma de una medusa
sangrante en lo más alto del corazón
Hablo a mis amigos lejanos cuya imagen confusa
Detrás de un velo de estrépito de cataratas
Me es cara como esperanza inaccesible
Bajo la campana de un buzo
Simplemente en la soledad de un prado
Al abrir las compuertas de la hecatombe, las catástrofes del afecto, la vida escandalosa, Moro, exponiéndose, a su modo desautorizó toda autoridad. Súbita desnudez en esas capas de escritura apasionada. Donde otros instalarían el personaje del Autor, Moro la emprendió contra la misma noción de identidad: cambiándose el nombre, escribiendo en dos lenguas para mejor clandestinidad y en doble margen, forjándose un exilio en su ciudad natal: es decir, asumiendo la extranjería profética que realza sin duda el poder expansivo de la detonación verbal. Aunque en la voz poética de Moro subsista una línea de identidad, se trata de una ondulatoria metamórfica, que la delicada y a la vez suculenta trama verbal va configurando. Una pulsión declarativa subyacente recorre sus poemas, pero a la luz de esa pluridimensión que les otorga, no apenas estatuto manifestario, sino cualidad de afinación insumisa.
En Moro, al encuentro con el prodigio, las imágenes verbales son la transmisión de visiones extrarretinianas (expresión suya, al discurrir sobre la pintura de Alice Rahon). El poema: talismán, contrahechicería, autosanación. Transmutación del malestar ambiente, ya vuelto pulsión liberadora que se devuelve al lenguaje mediante una imagética y una respiratoria imposibles de confinar a un solo ángulo del significado, a excluyente y por lo tanto mutilador andarivel de la experiencia. Los embates de la desesperación y la rabia, no impiden en Moro el goce en su paso por lo verbal: la explicitación, tanto como las cifras del deseo. Junto al incantamiento y la entrega, la fruición lírica del estupor irónico. De ahí que sea inútil pretender adscribirlo al elenco estable o autosatisfecho de una “fe surrealista” y apaciguarlo bajo rotulación escolar, cuando al releerlo se comprueba que tales forzamientos no han logrado desecar, ni siquiera resentir, sus contenidos utópicos, su siempre indómito refinamiento, sus entradas en materia y sus salidas de identidad.
Westphalen destila su ironía, al modo de los románticos alemanes, al interior del lenguaje mismo, alcanzando al sujeto de sus poemas al punto de arrastrar consigo toda fijeza identitaria. Nada afirma que el humor en los poemas de Westphalen sea una mera intención de risa (uno de sus títulos significativos será, precisamente: Cuál es la risa). Diríase que subsiste en Westphalen un borramiento de los bordes, donde y cuando la ironía despeja el salto de una lírica convertida en pensamiento musical o en música del pensamiento. Un fluir (él mismo se refirió a estas composiciones como “cataratas”) que en su arrastre tampoco confirma ninguna identidad abarcante u observante. Por el contrario, la dimensión afectiva signa todos sus recursos, que concurren a la pluridimensión, sin atenerse a ninguna linearidad. Por eso la contundencia, en estas frases de Westphalen, en su ensayo sobre Lautreámont —de quien dijo, con conocimiento de causa, que “soportó victorioso toda pretensión de reducirse a Denominadores comunes”:
La obra de arte no es un objeto hermético que necesita de una clave para descifrarse, la obra de arte es más bien un objeto clave que nos sirve para situaciones innumerables de nuestra vida.
En la obra de Lautreámont ha sido llevado a su más alta y extremada expresión el propósito que reconocemos común a toda obra de arte: la confrontación del hombre consigo mismo.
Ese fluir (y fruir) al modo del automatismo, busca liberar el lenguaje de ciertas trabas sintácticas, nexos binarios, metrónomos, unidades de tiempo y lugar, desarrollo descriptivo o filosófico de un tema, etc. Sin embargo este automatismo conciente, al ligar tan certeramente con la inspiración, con la exaltación celebrante de la presencia la vez que con la expresión de la pérdida o el desencuentro, expresión de la fragilidad precisamente, adviene vera desautomatización. No en vano fue el propio Westphalen quien advirtiera sobre el ensordecedor murmullo de los autómatas.
En 1984, volvería a pronunciarse sobre lo que denominó su “propensión a estar atento cuando algo era dictado” o también “perfecto estado de disponibilidad”, “encrucijada anímica en que convergen la mayor cantidad posible de evocaciones comprobaciones presentimientos y fulguraciones y en donde — entre lo aprendido y lo inventado — se puede recurrir a todas las capas o estratos de consciencia e inconsciencia”. Westphalen:
No sé hasta qué punto esa experiencia — mi disponibilidad a escuchar y a juzgar — pueda ser asimilable a la del “automatismo psíquico” en cuya práctica se empeñaron Breton y los que le acompañaron en la aventura surrealista. En una carta a Rolland de Renéville de 1932 — el mismo Breton reconocería que nunca (subrayo este “nunca”) los surrealistas habían pretendido presentar sus textos como “ejemplo perfecto de automatismo verbal” — aunque no desesperaban de encontrar un medio para evitar interferencias — y que de todas maneras subsistiría siempre un mínimo de acción dirigida pues generalmente se disponía el texto en poema.
Esta declaración de Breton plantea más incógnita que la que pretende dilucidar. ¿Quién sería el que interfiere y a qué propósito? ¿Cómo se mide el grado de acción dirigida? ¿Qué se entiende por disponer el texto en poema? ¿Cuándo sabemos que lo que no es dictado se ha resuelto en poema y no en su simulacro?
Desautomatización, decíamos, en el sentido de salir del surco de los hábitos mentales mediante la tan despreciada pero —no nos engañemos— oscuramente anhelada inspiración. Salir voluntariamente de lo repetitivo mediante otra respiratoria, de la resignación en lo asignado e, incluso, salirse de lo restrictivo a la percepción. Esto lo hizo notar Westphalen ya desde la contrarrítmica obertura en Las ínsulas extrañas:
Andando el tiempo
Los pies crecen y maduran
Andando el tiempo
Los hombres se miran en los espejos
Y no se ven
Andando el tiempo
Zapatos de cabritilla
Corriendo el tiempo
Zapatos de atleta
Cojeando el tiempo
Con errar de cada instante y no regresar
Alzando el dedo
Señalando
Apesurando
Es el tiempo y no tiene tiempo
No tengo tiempo
Mostrar la libreta
Todo en orden
Por aquí a la aventura silencio cerrado
Por allá a la descompuesta inmóvil móvil
(…)
Este avanzar ondulante del sentido, “siempre hacia lo desconocido” (Eguren rozando a Baudelaire), ilación en que cada mínimo detalle en la escritura deviene semilla para un arte de la escucha, lucidez proveniente de la calidad orgánica con que Westphalen acomete su exaltación de la ambigüedad o, mejor, de la polivalencia, mediante una meditación en las palabras y sus capacidades conectivas:
Y tantas risas me dijeron que la luz también nace de sonidos entrechocados
Pero cómo has vomitado ese mundo
Y ahora si vas a la deriva o si no derivas
Nada alcanzas y una sombra llama a otra
Uno masca nada suena
Masca sombra con sombra da golpes
Me habré perdido en mi cuerpo
Acaso las tinieblas andan de puntillas
Y tú vas en su seno
Toda la noche eran unos puntos inmensos
O eran ojos o eran noches sin estrellas que me sorbían
Apagaban las madrugadas
Me deslumbra tanta noche
La muerte que mira con los ojos de los vivos
Los muertos que hablan con los loros de los vivos
Cuidado no despierten no duerman cuidados
Una vez más, será Mariátegui quien, en su ensayo “Balance del suprarrealismo” (1930), ofrezca el ajuste a lo que hemos venido comentando:
A los que en esta América tropical se imaginan el suprarrealismo como un libertinaje, les costará mucho trabajo, les será quizás imposible admitir esta afirmación: que es una difícil, penosa disciplina. Puedo atemperarla, moderarla, sustituyéndola por una definición escrupulosa: que es la difícil, penosa búsqueda de una disciplina. Pero insisto, absolutamente, en la calidad rara —inasequible y vedada al snobismo, a la simulación— de la experiencia y del trabajo de los suprarrealistas.
Mariátegui había subrayado que el suprarrealismo, siendo un movimiento, era una experiencia. También: una indagación. Y recurrió —y nosotros con él— a esta cita del Segundo Manifiesto, redactado por Breton:
[el suprarrealismo] no ha tendido a nada tanto como a provocar, desde el punto de vista intelectual o moral, una crisis de conciencia de la especie más general y más grave y que sólo la obtención o la no-obtención de este resultado puede decidir de su logro o de su fracaso histórico. (…) Desde el punto de vista intelectual se trataba, se trata todavía de probar por todos los medios, y de hacer reconocer a todo precio, el carácter ficticio de las viejas antinomias destinadas hipócritamente, a prevenir toda agitación insólita de parte del hombre; (…) Todo mueve a creer que existe un punto del espíritu, desde el cual la vida y la muerte, lo real y lo bajo, cesan de ser percibidos contradictoriamente. Y bien, en vano se buscaría a la actividad suprarrealista otro móvil que la esperanza de determinación de este punto.
Retengamos, para finalizar, a Westphalen diciendo:
(…) la poesía es aquello que produce la sensación más aguda de la disponibilidad absoluta.
Y la inconclusión inagotable de Moro:
El arte empieza donde termina la tranquilidad. Por el arte quita-sueño, contra el arte adormidera…
NOTAS:
1 En esa constelación se incluyen Xavier Abril, Ricardo Peña Barrenechea, Carlos Oquendo de Amat, entre los principales poetas.
2 Este ensayo fue escrito especialmente para, y leído en el Encuentro Internacional Edward James y el Surrealismo, el 23 de noviembre de 2007, Xilitla, San Luis Potosí, México. Posteriormente publicado en la revista Alforja, Nº 42, Otoño 2007, México, con la dirección de José Vicente Anaya y Ángel Leiva.
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Reynaldo Jiménez nasceu em Lima (Peru) em 1959. Desde 1963 reside em Buenos Aires, Argentina, onde edita a revista literária Tsé Tse. Publicou os livros de poesia Tatuajes (1981), Eléctrico y Despojo (1984), Las Miniaturas (1987), Ruido Incidental/El Té (1990), 600 Puertas (1992), La Curva del Eco (1998) e Musgo (2001). Participou da antologia Medusário (1996), organizada por José Kozer, Roberto Echavarren e Jacobo Sefamí.
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