EMILIANO BUSTOS
De 56 poemas
3
Un mal me sigue y otro no me deja:
si callo, no me sufro a mí conmigo,
y si pruebo a quejarme, cuanto digo
nuevo peligro es y culpa vieja.
Don Juan de Tassis y Peralta, Conde de Villamediana
Como si la salud de lo antiguo dependiera
de un duelo. Los finos árboles alterando en
la mañana la dirección del sol; la tierra húmeda;
los enfrentados alejándose; y eligieron las armas
que los padrinos envidian. Como si salud de lo
antiguo fuese el horizonte de las balas. Como si lo
antiguo contara hasta diez antes de fosilizar su ajuar
(mapa y fuego y encantamiento en su boda, en su me-
cha), en la pieza del que recuerda y se miente. Y aqué-
llo que envejeció era mi obra; entre el taburete y los
aloes la despinté, y me engolosiné con la unión de los
caños, sin soldadura a la vista; apoyo la frente en mi
tallercito, por si en la calma, la imagen (mil veces re-
creada y hasta guillotinada), la imagen de la bicicleta
entera y nueva, comprada en un bien pulimentado
tiempo (por el no menos distante familiar), por si la
imagen en la calma, en la calma de un minuto de
presente. Como si la salud de lo antiguo, en lo viejo
y por lo ido fuese una curación, y en el presente y
por lo que sigue fuese el NN más desenterrado. Hasta
aquí, sucesión de metáforas, más o menos hiladas.
Tipos que escriben al lado mío odian la metáfora.
Básicamente qué quisiste decir, me dirían. Quise
decir que tengo la salud de quien grita solo en la
mente de todos los que amó.
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Lo que entra y lo que sale. Fácil es corromper lo
que sale con orgullos y distancias, serviles adioses
que no hacen más que astillar todo el recuerdo que
quedó. Lo que entra tiene que escrutar, como ciego
o péndulo que visita los dos límites del aire, tiene
que ver, y no en las mejores circunstancias, en esa
oscuridad por encima de la pasión, si el brillo en los
pequeños pelos asciende a alguna clase de cielo o
desciende a alguna clase de infierno. Cuando todo es-
tá abierto y mojado en esta lluvia; famosa como Dios.
Torrencialmente. Torre y pozo profundo, entre vides
y remolinos de una lengua con todo el futuro brillando
en el dulce rostro que, enfrente, entra a tu mundo como
un gato a su elegido sueño. Lo que entra y lo que sale,
juntando ráfagas y aliento al borde de las caderas, go-
teando uno o dos ríos (nada los cuenta) que bajan, co-
mo amigos enfrascados en la distancia y en el apartado
lugar en donde la deshacen, con ritmo, sudor y aquello
que los unió antes de entrar, a lo que entra y a lo que sa-
le; como si dos flores contra todo jardinero —sabiendo
que el mundo es ese final humano— se recortaran de la vi-
sión, pedaleando loquitas y maravillosas, perfumadas en
medio del desastre ralo. Y es amor. Y la bicicleta, junto
al muro, caído y alto, guarda en las dos ruedas las huellas
por hacer; que a veces juntas, a veces separadas (según el
equilibrio del ciclista), conducen (si se las sigue, si el
mundo se acabó y hay tiempo para eso) al cuerpo
que las ama porque las une.
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Si soy corresponsal en la tierra de la epidemia, será por-
que el contagio está en la mecha y está en el fósforo; en-
tonces es inevitable, como verán, que a la piel suba el a-
marillo violento de los que juegan al pool de día, y el a-
zul de los que bajan por alguna avenida buscando un ge-
riátrico barato; el color del cielo en la cara, y es la asfixia
de decidir por el loco. Por su baba maldita caminás por
cada calle, de plátanos y autos abandonados hace poco o
ante tus ojos. La tierra de la epidemia, lejos ya de la mili-
tarización que, adulada y multiplicada, nos legó, como el
Imperio Romano, una economía y un sentido de justicia,
verificables en el acto masivo de decir basta, económica,
marcialmente; la disciplina indicará que todo cambio es
en la medida de aquella historia. La tierra de la epidemia;
lejos del zorzal, los edificios municipales homenajean co-
mo si el Apocalipsis fuese argentino y trivial. La tierra de
la epidemia; es bueno que aquí la sangre sea un contagio
de todos los días, cayendo de rostros y de venas, en la ca-
lle, por una bicicleta, pero más por la educación abando-
nada. La tierra de la epidemia patea al bufón, cristaliza al
imbécil, corroe al que, ya zombi, paga sin merecerlo, em-
botella al violador (y lo vende). Contagiarse en la tierra de
la epidemia es una señal de vida, es el derrumbe de todo lo
que rodea a la vida, y es, además, el horror que un conejo
tendría, si en vez de saltar en campo o jaula, los nuevos lí-
mites y teatrales y para siempre, fuesen los de un murciéla-
go robando sus hijos, dejando como acto numeroso sólo las
bolitas de mierda, las pesadas constelaciones de país y con-
tagio. La tierra de la epidemia debería llamarse país y es
pasto que debajo del sol caldea miserables hormigas, y mi-
serables sus ojos que sin ver enferman.
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En la poesía actual, la sonoridad de la esperanza tinti-
nea en sectores de alta distribución; caudillos públicos
de muy mediana edad provienen de ese nivel de arreglos
mayores, o se pegan a él. Es un mecanismo, probablemen-
te, de mesianismo material que no ahuyenta en lo más mí-
nimo, que emplaza, automáticamente, a toda esa enorme
sustancia que aún no gotea personalmente. Y se podría ha-
cer una diferencia: con linaje material es fácil describir
cualquier situación e introducirse en ella, fundando una le-
yenda de ahí en más autárquica o cristalizando ese número
que se repite como un zorro volcado a acallar todos los ca-
careos que empinan, los caldos humanos. Con linaje mate-
rial, en fin, es simple, es una sencilla operación dejar en la
poesía una situación llamativa, que la técnica indudable y la
posterior crítica deslizarán por atildada y obligada cuesta has-
ta el mecanismo. Es maravilloso llegar al mecanismo; dentro
de la poesía actual no hay elevación más ejecutiva. Todo el
garbo allí conseguido será franca guía panteónica; y al panteón
hay que reconocerle el fijo recorrido y la intuición. Por otro la-
do, y volviendo a lo anterior, están los que carecen de la mate-
rial heráldica, y el proceso por el que ellos llegan y se instalan
en el linaje es en verdad honesto, de hiedra honesta. No hay
que ser irónico con respecto a sus posibilidades, que son mu-
chas, y a las que accedieron hallando el sonido, la sintonía, y
no es poco todo eso, máxime teniendo en cuenta las acciones
capitales y los eufemismos biliosos que demanda el poder o su
cercanía. Estos últimos sin heráldica, son el verdadero slogan de
los que sí la tienen, rodean endemoniadamente la fase sintáctica
de la nueva poesía, veteranizan con demolición al que no llega, y,
alérgicos y altivos en el osario, eligen los huesos poéticos que cer-
ca del mecanismo general, no lo desmientan ni lo aplaquen con su
propia sabiduría, que vendría, por otro lado, del sonido de la mate-
ria deshecha; parecido en todo a la promoción literaria que la parca
aplasta en el sonido animal de la poesía. La poesía actual escucha
voces, como un esquizofrénico de manual, y por la materia se cura.
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Y ahora la pobreza. El llano, materia del lomo,
entero, martirio; gozo en realidad, si de calma
se trata. La calma en un Estado irreal, orquesta
difunta, la calma no llega, apasionada como es-
tá con sus calmos objetos caros, comprando, ven-
diendo; tapando con el pie la economía de los per-
dedores; con notas al pie, con aguerrida educación
codificada, eterna a mansalva. Y el Estado, arena
comparada con el grito, la Puna equiparada con
una jubilación mínima, hecha para finalizar.
Aunque yo debería decir que el estado no entiende
qué cosa es la Puna, no entiende verdaderamente
qué tipo de paisaje es la Puna, y su aroma agarrota,
como si dedos ambulantes fuese el kit de la cues-
tión; el estado tematiza bárbaramente su ignorancia
y, además, corta la solidaridad, en el buche la corta,
en el MOMA la morfa. Ah, Estado, estadito, esta-
mos quietos y te ayudamos, deseamos amorfos y te
alejamos, oímos todos tus golpes y nos duele el cuer-
po. Nos duele el cuerpo, que nadie me diga que ese
dolor es sólo literatura o subnormal literatura. La po-
breza es el Estado, nata empotrada, casi trabajando.
El Estado es la literatura horrorizada por el costo;
amoral creando, gomón, atajo de un barco ebrio,
hematoma indeseable de bebido final. El Estado de
las cosas es pobre aquí, es ralo, sin pechuga devorado.
La pobreza nívea de los argentinos se tiñe de manzanas
podridas, de cajones desfondados, y no son horribles,
de verdad, las botas de los caminantes. Y no es horri-
ble, por cierto, el paso que asumen en la bruma, flor
cortada, pila sulfatada; y es verdaderamente nuestra
la emoción de los cuerpos en el níveo Estado, en el
frío estado de las cosas. Y es auténticamente nuestro
el copo sin Estado, de polvo pobre, tutelar y mapa.
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La artimaña del friso, aleatoria, minus-
válida. De piedra, minué del matón sor-
prendido. Adjetivisas seremos, agrigen-
tinos arrepentidos; dudo que el Etna se
caliente por mí, raleado como alerón
no figuro en el Lanín. Parco, monoteísta
de Bustos el viejo, aliado, suelto de cas-
cos y Pausanias, que todo el riesgo no se
terminó con él. No me ofende que me di-
gan payaso o pantano; cada crueldad es
honesta con el odio que la esgrimió. Y
soy payaso (cuando la estadística ascien-
de a la poesía y a la crítica, descendiendo
como desciende del milenario fixture fas-
cista), y soy pantano (cuando el ganado
promete en la alfalfa que cagó). La artima-
ña del friso, lasciva pauperización, alada
manutención. Alimañas del mundo, sore-
teemos pasivas. Nada nuevo bajo el sol
del friso; un playmobil canta Tomo y o-
bligo, un perro pelado se rasca en la chapa,
gatera y helecho arrojan la primera piedra,
como la Escuela-objeto, y la puta no con-
testa o contesta antologando. O contesta la
artimaña del friso. Pantagruélica web, loca-
ción matambrito, tiernizada como el sapo
abandonado; y el puntaje, y el puntaje. Co-
mo lima nueva, friso viejo. Nada nos lleva
del circo al pulso como no sea el barco de
siempre, el de las sociedades anónimas, el
de la descompostura y la artimaña. El sol de
mañana será el sueño de ahora, afeado en el
sudor y alejado en el vómito. Poesía y mone-
ría; monería Sísifo; Toro invendible.
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Emiliano Bustos nasceu em Buenos Aires, em 1972. Publicou Trizas al cielo (1997). Falada (2001), 56 poemas (2005) e Cheetah (2007). Compilou e prefaciou a edição recompilatória Miguel Ángel Bustos. Prosa, 1960-1976 (2007).
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