MAXIMILIANO ABENDGOTT
DER STAMM
Iba hacia el sur celebrativo de mi resistencia
y la imperial debilidad de la conquista
era la edad de los antiguos accidentes.
Eran conmigo los cordajes del mundo:
las hilanderas de la vieja ruta del desierto,
reyes de piel morada muertos repentinamente;
lustres agudos de rocío mortal
en la corona humeante de los costillares.
Yo levantaba en la mirada
una arquería más hiriente
que un milenio hecho de
párpados perfectos.
Y el Sol arriaba hacia los mares
el látigo infinito de los estandartes.
Flagelos de orina que el día
hacía estallar en los caminos.
Pueblos enteros sometidos
a una esgrima luminosa
como a un doble parto.
Iba hacia el sur celebrativo de mi resistencia
mientras el aire se restituía de flamencos:
perros de caza enloqueciendo a golpe de hombres.
Hombres huyendo
a golpes de retorno en las encías.
Y yo tenía diecisiete años:
quería escapar desamarrándome
una flota de cilicios en el pecho.
Quería correr sobre la tierra
como el último minuto de un arresto.
Yo había dado mi primer ultraje,
mi primer paso con muletas de uniforme,
cuando mi voz tuvo su fruto entre sargentos
que no se hunden en el barro.
Mi madre, mi sangre,
mi madre me enseñó a contar
a contar muertos que no tienen nombre.
La pampa, mi sangre,
la pampa arqueándose bajo mis uñas
como una hembra entre un ejército de orfebres
que labran en su piel un álgebra exaltada.
El Sol, triste demonio,
encrucijaba telarañas de alabastro rojo
bajo un cielo tras el cual el dios que amé
se me volvía lentamente perdonable.
Y estaba solo.
Yo estaba solo
como un hombre en una tropa
formada frente al mar eternamente:
creía que un gesto de nobleza ante el vacío
era un toreo solitario en la frente del mundo.
Iba cruzado, desnudo:
la furia era un delito de trompeta infiel
para desabrigarme de silencio.
Una ambulancia
de un ejército sudamericano
hacía girar bajo nosotros el desierto.
La tierra por primera vez venía hacia mí,
brillante y sudorosa,
limpia de peligro como un matadero
luego de la lluvia.
Y yo pensaba en los primeros tiempos:
había amado y reconstituido
siglo a siglo el cuerpo de mi hermana.
Sé rápida y aléjate —le dije.
Muévete en el mundo lentamente
como los muertos que se queman
en la noche sobre un río.
Veía a los hombres de mi infancia
prepararme para no saber
lo suficiente.
—Escucha bien. Nueve milímetros
de bronce caerán a tu derecha
y hacia adelante el plomo trece veces
tomará el color de la vergüenza.
Abre los ojos. No respires.
Sé prolijo y da en el blanco.
Ve a la escuela.
Un gabinete sobre el que la sombra
evaporó los instrumentos.
Una extensión
que sólo se destina a la vigilia.
Una llanura en que la doble luna
de los jabalíes pide altares
cuando la nave de un puñal
se inflama de creyentes.
Lugar al que se arroja un pueblo
que espera una vertiente.
¡Llanura estéril!
Pupila seca de un dios enfermo
que implora lluvia mirando al cielo.
Y se levanta y dice:
Sígueme al desierto
Y a tu noche le daré una selva de brasa rubia.
Y te daré un cuchillo para que te enteres
de tu corazón y corras a mi encuentro.
Y yo corría como un pasajero
de ninguna dirección establecida
con esa vieja crueldad de niños en tropilla.
Y un animal herido de relumbre
me llevaba tras de sí
para su muerte de volcán encabritado.
Sangre que brota como hombres al exilio,
como peste que traspasa los umbrales.
Prófuga violenta que abandona para siempre
el pueblo tibio de las vísceras abiertas.
Sangre que brota, monarca agotada
que corre en la sombra de los pasillos.
Nueve hombres
iban al centro de un mar ya seco.
Y yo, como la sed, iba con ellos.
Una ambulancia militar robada por azar
hacía girar bajo nosotros el desierto
y un amparo más brutal que la eficacia.
Buscábamos calor tendidos en el hierro
hundiendo los dedos en las heridas
de animales apilados en la marcha.
Cuero cortado y sangre licuada
rodando hacia el centro de un mar ya seco.
Plantados en el hierro con la boca abierta,
bajo el vapor endurecido por la rígida prudencia,
rogábamos al mundo el fin de la tierra.
Y fue que un débil equilibrio
hizo caer sobre mi cuello
el filo circular del horizonte.
Y vi la nieve en otra parte
dar su grito de tambor quebrado.
Y una mujer ahogó en el ojo de un fusil
su última tarde de niña frente al lago
para que un hombre esté diciéndome
que es hora de apretar ese gatillo.
Porque la tierra está vacía como un cuerpo
sometido a una lección de anatomía
y un faro policial
nos ilumina las espuelas de sudor
que el miedo hace girar sobre la frente.
Porque la noche en claridad se rompe
tras el foco de la guardia
y se abre paso un desembarco
de gallos adornados para riña.
Y vi mi gracia elemental
desenvainada al occidente,
montada en la bandera
que dispersa un orden liberado.
Dime que la vida golpea todavía
su jarro de metal contra los muros
y grita por la noche su salvaje intermitencia.
Dime que grita por la noche todavía,
que es imposible dormir junto a mi lado,
porque una presa de mi pecho
me clava siete flores de tumulto.
Porque una raza veladora
me dilata rebeliones en los ojos.
Dime que avanzo intacto,
dime que no hay gema
de alto rango que me toque;
que un nuevo dios jugó a aprender
conmigo alguna cosa acerca de la muerte.
Dime que avanzo como un pueblo que trafica el fuego
y mi artificio pisa el agua
bajo un cielo hecho de fósforo encendido.
Déjame saber que tuve diecisiete años
y que he vuelto de la pampa
montado en un caballo de hierro y aceite;
que un ecuador se traza allí donde la sangre
hace brotar un prófugo de un hombre
y la frontera es sólo una promesa de descanso.
Déjame saber que te habla todavía
la boca de los muertos que dejé bajo la lluvia,
que piden agua porque nadie los ha visto
buscar el sueño que se mece a la intemperie.
Dile a mi madre que su niño
se ha quedado en la llanura
peleando junto a cuatro muertos
por un trozo de la gran manta del cielo.
Nubes de polvo peregrino, círculos de rama seca
quemándose en los ojos de los ahorcados
que se acercan a la vera de la Ruta del Desierto.
Y yo cruzando a una velocidad
que pone riesgo a mi retorno
esa medalla infiel que la derrota
ha puesto sobre el pecho de la tierra.
Y yo marchando de una vez
sin otra venia que la blanca formación
de una bandada que despierta.
Sabiendo que no hay hombre
que en la idea del mar halle consuelo,
que no basta la sombra de un jinete
para que la hierba rompa este desierto.
Y yo marchando de una vez
para saber que de una vez he vuelto:
cuando la vida golpeaba todavía
su jarro de metal contra los muros,
cuando mi rostro era la sombra de tu dios
y el sol había dejado de alumbrarme.
Séptima Luna de 1998.
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Maximiliano Abendgott nasceu em 1978. Publicou Argel, em 2005, na internet.
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