λεγέσθω δὲ τὰ φαινόμενα π[ρ]ῶτα, καὶ εἰ μὴ ἔστιν πρῶτα.
Herófilo de Calcedonia
Que aquello que aparezca sea dicho primero, incluso si no es primero.
Hemos elegido esta misteriosa expresiόn de uno de los médicos de mayor renombre y prestigio en la antigüedad para ver cόmo coinciden, al menos a veces, las experiencias de un “artista” fisiόlogo como Herófilo con las expectativas de un “fisiόlogo” cuyo arte comienza en la réplica a la disecciόn del cuerpo. Templiakov de hecho sabía que en la antigua China, tanto como en Roma, era regla rehusarse a abrir el cuerpo humano siquiera para fines médicos, y que esto sin embargo no les imposibilitό ni la diagnosis ni la cura, como tampoco la predicciόn. Y sin bien fue siempre consciente que un medio tal era posible y, en última instancia, más provechoso a la hora de actuar sobre el cuerpo –lo sabía porque predecir, al menos en su arte, era un acto que sόlo era posible por la uniformidad de la superficie (aquí, la piel que el individuo ostenta) en inmediato contraste con la complejidad nunca llegada a ser visible (la carne sacrosanta)–, no creyό que nada terminara “allí”. El denuedo con el que llevό a cabo estudios de medicina al comienzo de una carrera universitaria que no llagaría a concluir como en un comienzo planeara, no nos deja ninguna duda acerca de sus intenciones: “[en ese tiempo] quería que todo acabara y renaciese, lo único que buscaba en ese vértigo de estudio y experimentaciόn era que se apareciesen ante mis ojos la destrucciόn y la recapitulaciόn”. Aún encontraremos rastros de esta vehemencia en uno de los poemas incluidos en la serie que presentamos en este pequeño dossier, My Sister Shirley, poema tardío escrito en medio de la pobreza que signara los últimos (largos) años de Templiakov en (el inimaginable paraje para un ruso de) Miami.
Una de las primeras manifestaciones que vemos en Templiakov de semi-disecar (por llamar de algun modo, podríamos decir “recambiar” parafraseando un término con que él mismo lo describiera) está presente directamente en su patronímico, el ruso Iákovlevich, es decir hijo de Jacobo, que Templiakov convierte en apellido, esto es Iákovlev. Será alrededor de sus veinte años que comenzará a llamarse Iván Iákovlev Templiakov, y no será poco el cambio adoptado. No sabemos todavía el por qué (quizá aún no hayamos dado con la carta que nos lo aclare) de tal decisiόn, pero sí sabemos que la manipulaciόn de su nombre, y en este caso el nombrar extendido al padre de forma expresa, fue llevada a cabo al tiempo que decidía abandonar sus estudios de anatomía. Algo muy especial en la actitud de quien decide dejar de llamarse hijo de alguien, dejando a su vez de explorar expresamente la anatomía de cuerpos cuya analogía aplicaba al suyo propio, aparece; y lo leemos en una de las cartas de amor que Templiakov (de rechazo por cierto) recibiera alrededor de esas fechas: “por ser [tú] impredecible [es que] me voy”. En efecto, y a pesar del tono dramático y personal del testimonio, no nos cabe ninguna duda que Templiakov había decidido adoptar como premisa en su vida la de virar, fluir y hasta incluso obliterar, algo que a partir de este momento será un sello personal suyo del que seguramente habrá llegado a lamentarse no pocas veces; dispuesto a abandonar de raíz los procesos analόgicos que pueblan y regulan a diario nuestros actos, y hasta cortar la metonimia misma que, cargada a su nombre, lo imbuía en algún tipo de cercanía y a su vez rol.
Los cuatro poemas aquí incluidos datan de diferentes momentos de la larga y variada vida de Iván Iákovlev. Aun así no se nos escapa que algo en común tienen y que esto es mucho más que la sola autoría extendida tras ellos. Dado que Templiakov viviό 101 años, y no dejό de trabajar y producir por casi 80, la obra a seleccionar resulta inmensa y la perspectiva de afrontarla desde algún ángulo, por el momento, permanece casi oscura. Aunque no imposible, claro, y en este sentido nos hemos servido nuevamente de un criterio nada desdeñable: el azar. Tomamos al azar obra de décadas por separado y elegimos un poema, representativo al menos entre una selecciόn de cinco a diez piezas. Como son tantos los folios aún no examinados, en mucho cambiará la imagen que de Templiakov nos podamos formar al contar con más obra accesible. Por ahora no nos queda otro remedio que remitirnos al azaroso manojo que aquí ofrecemos y esperar nuevos a medida que más material comience a ver la luz.
Parodia es un poema con toda certeza escrito en la década de 1910 en Rusia. De la mucha correspondencia conservada de su época en París (fines de la década del 20 hasta el año 1937) tenemos copioso material en referencia a su ambivalente relaciόn con el simbolismo del período que inmediatamente antecediό, y aun extendía en, el contexto de Parodia. El llamado “siglo de plata” de la literatura rusa (últimos años del siglo xix hasta ca. 1920) tuvo como centro de su increíble prosperidad literaria al movimiento simbolista desde sus comienzos. Con la autoridad indiscutida de Blok, el simbolismo llegό a acaparar mal que mal toda forma de melancolía, sonido, sentido, individualidad y religiosidad que se presentara a la hora de concurrir autor y lector a algo que fuese llamado poesía. Y no era contra Blok ni Bely que Templiakov trataba de dirigir ciertas afiladas dudas, al menos como lector, sino Briúsov, quizá el primero prominente de los simbolistas. Al igual que Tsvetáeva, Templiakov veía a Briúsov con desdén, aunque por razones distintas. El motivo decadentista Templiakov lo fue llevando, a fuerza de disecarlo, hacia una actitud anárquica que contemplaba la acciόn en tanto más renunciaba al mundo. Contraditorio en un principio, pero sόlo insostenible a no ser que hubiera esa contraparte que resulta de toda disecciόn: decidir. Fue de este modo que la decisiόn (como fruto de una praxis de la ruina) impedía que la contemplaciόn deviniese un mero momento analítico, un discernimiento, y otorgara además a esa misma pasividad el cambio, por decirlo con él, el renacimiento. Y así es que Templiakov encontrό en una extraña figura de aquel tiempo el blanco de sus “decisiones”: Iván Konevskoi. Konevskoi (1877-1901) había sido un joven y promisorio poeta quien hallό su muerte a la temprana edad de 24 años. Autor de una poesía fuertemente mística e individual, fue exaltado no pocas veces por otros autores simbolistas, Briúsov entre ellos. Templiakov tomό de Konevskoi el poema Naturaleza (Priroda) de 1895 para transformarlo en uno suyo, Parodia (en ruso, igualmente parodia). Todo lo que ocurre en él está tanto ligado como desligado de su fuente, a veces por meras ‘bromas’ a nivel fonético (como el título mismo), a veces por franca oposiciόn. Y sin embargo, aunque igual de lúcido que su fuente, no deja de advertirse cuando comparamos ambos que la lucidez del segundo debe a la del primero hasta sus oscuridades, pareciendo terminar envuelto en él por algún irόnico gesto que a unos cien años de la original fricciόn entre ambos aún los irradia.
El segundo de los poemas de esta breve serie, Algunos platos explotan, creemos fue escrito alrededor de 1922, o en todo caso no mucho más tarde de mediados del año 1923. Decíamos 1922 porque este año resultό para Templiakov particularmente productivo al menos en cuanto a escritura de poesía, y en este caso ésta llega a adquirir rasgos más “concretos”, mucho más “mayakovskianos” que lo que algunos autores están dispuetos a reconocer. Fue un año en que su actividad científica quedό interrumpida, no sabemos aún si por decisiόn propia o problemas con autoridades universitarias. Tenemos que tener en cuenta que Templiakov no era ni creía ser, en última instancia, “solamente” un poeta; y si bien fue siempre lector ávido y buscaba el contacto personal de aquellos que admiraba (a fin de manifestar su admiraciόn y buscar su amistad, aunque a veces, podemos sospechar, también para imitar, hurgar o incluso buscar algún incentivo que encontrara ausente en su experiencia diaria, destinada al laboratorio), una parte considerable de su tiempo la dedicaba al estudio; y otra no menos importante, aunque menor, claro, a la dispersiόn (debemos incluir a veces también a la pendencia). Pero 1922 fue el año al que todavía se extendía la hambruna que azotaba enormes regiones de las Rusia y Ucrania rurales desde la primavera de 1921. Esa hambruna que Lenin se negaría a reconocer y esforzaría por propagar incautando las escasas reservas de grano dejando un saldo final de más de cinco millones de muertos y una memoria común devastada y, desde ahora, devastadora a todo nivel de contacto y solidaridad humanos. Al menos este poema, en el nervio que más tensamente pulsa de ironía, parece “deglutir” esta masiva aniquilaciόn en sus escasas veinte palabras.
El París de la década del 30 encuentra en Templiakov a un emigrado ruso en plena madurez centrado en experimentar en persona la incalculable riqueza de un mundo (europeo) que se precipitaba vorazmente hacia su decadencia material (con muchos otros sostenía que la espiritual ya había sido sentenciada a comienzos de siglo), marcando sin ninguna duda el ritmo al mismo arte que en él se nutría y al que se plegaba de igual modo. Bajo todo concepto trataba de evitar a cualquier ruso e insistir en su bohemia. Y en lo menor con el propόsito de destacarse sino, como lo aclara en la carta a su amigo Víctor Zbolovin que citábamos arriba, para pasar por completo desapercibido, “hacerse humo”. De esta década es el poema sin título que comienza con la línea La ciencia (comunidad de las gentes) derrumba a. Se trata de un poema por demás extraño y singular. Veintitrés líneas sin aparente conexiόn que nos roban el contexto que presentan apenas nos concentramos en ellas, una situaciόn casi “cuántica” de lectura que creemos Templiakov llevό a cabo sin aparente aprecio hacia las técnicas modernistas, o al menos no por ese tiempo. Gracias a las escasas aunque valiosísimas noticias que nos dejara su hermana, Natasha Iákovlevna, sabemos que Templiakov aún de chico gustaba escribir y declamar con gran sarcasmo sátiras. Para un intelectual ruso, la palabra sátira en el contexto de la historia de su literatura involuntariamente trae consigo el nombre de Kantemir, y más aún cuando se trata de satirizar a este mismo autor. Antioj Kantemir (1708-1744), poeta perteneciente a la nobleza, educado en Europa y quien entre otras cosas tomό la tarea de escribir un poema épico en honor a Pedro el Grande (la Petrída, que comenzό el año 1730 y dejό inconclusa), viviό los últimos seis años de su vida en París, donde tuvo por amigos, entre otros, a Voltaire y Montesquieu. Además de aquel poema inconcluso, Kantemir nos dejό en su legado literario una serie de nueve sátiras, todas articuladas siguiendo modelos latinos, Juvenal en particular, y tratando de acercar la lengua rusa a una sintaxis mezcla de latín y lengua eslava coloquial, con un nítido efecto clasicista que Templiakov no dudaría de catalogar de inmediato de sopor, torpeza o tedio; aun así él sabía del atractivo de esa lengua y en sus momentos de menor prejuicio, y distendido además por quien resultaba ser su interlocutor (en este caso el testimonio es de su hermana), sería capaz de afirmar que algo en Kantemir le atraía, aunque inmediatamente, como de nuevo nos lo trasmite su hermana, llevaría la confesiόn a un contexto de bromas acometiendo la elusiva sexualidad del joven Antioj. Pero quizá también hubiera otros motivos en su favorecida lectura de Kantemir y ésta habría que buscarla en aquella “tradiciόn” de la literatura latina clásica que conocemos como decadencia. Aunque el término se aplique a la literatura latina con propiedad recién a partir del siglo ii en época del Imperio, ya en Juvenal se advierte el ‘declive’ de la lengua literaria respecto de los textos que la canonizaron. Otro autor igualmente involucrado en este proceso, al que Templiakov por seguro leyό, fue Lucano, a quien ciertamente tenemos que recurrir como parámetro cuando leemos al Kantemir épico: es a la Farsalia del autor latino que se acerca la Petrída y no a la Eneida. Estos pocos datos –y tengamos en cuenta también que los autores recién mencionados pertenecieron al período que conocemos hoy como “siglo de plata” de la literatura romana– si bien escasos y de no mucho peso a la hora de rastrear las preferencias de Templiakov nos iluminan quizá en el momento que creemos estamos asistiendo a este complejo tejido, es decir cuando creemos reconocer dicho tejido.
Valga esta larga digresiόn para ahora tratar de situarnos en este poema. Si examinamos la primera de las sátiras de Kantemir, llegados a la línea 83 leemos que un cierto Lucas (ruso Лука, Luca), un borracho, se pronuncia acerca de algo (la superfluidad de los libros y el latín y el valor del vino para atraernos a la melancolía) y lo que dice lo encontramos referido textualmente desde la línea 84 a la 106. Sabemos por testimonios de Víctor Zbolovin que Templiakov de hecho tenía en su posesiόn (la había robado, le confesό a Zbolovin, de una biblioteca privada) una versiόn francesa de las sátiras publicada al poco tiempo de morir Kantemir, en 1749. En la página 166 de esta ediciόn (página 14 en la segunda, misma, ediciόn publicada el año siguiente) leemos que “Le Rubicond Lucan, en m’empestant de son haleine vineuse, m’étourdit & s’écrie”. Este subrepticio Lucan (el francés bien podría haber sido Luc) volvemos a encontrarlo en la versiόn “libre” (freye) hecha al alemán y publicada en 1752. Lucan, es preciso aclarar, es como suena el nombre del poeta Lucano en ruso (Лукан). El lector juzgará, siempre que lo crea necesario, si estos meros datos que aquí se le presentan, y porque presentados de esta forma indudablemente adrede, son relevantes o no, y más aun si esto indica o no alguna filiaciόn literaria que Templiakov hubiera deseado perpetrar con el poeta del otro siglo de plata. Lo que sí hallamos aquí, al margen del rol de Lucano en todo este entretejido, es un poema que re-escribe (al estilo de Templiakov, es decir destruyendo y recapitulando) estas mismas veintitrés líneas correspondientes al parlamento que Kantemir pone en boca de Лука en su primera sátira. Con sόlo mostrar la primeras dos líneas de ambos esto se aclara enseguida. Donde el original de Kantemir (sátira primera, líneas 84-85) dice:
Наука содружество людей разрушает;
Люди мы к сообществу божия тварь стали,
Templiakov tiene:
Наука (содружество людей) разрушает
Людей. Мы к сообществу божей тварь стали
Un rápido repaso de ambas líneas nos muestra que en la primera Templiakov construye una parentética y elimina el signo de putuaciόn, y en la segunda cambia el caso en las palabras primera y quinta (люди y божия por людей y божей, respectivamente), además de crear una nueva unidad sintáctica. Los cambios llegarán a ser más radicales a medida que avance el poema y terminarán por convertir, al menos en un nivel de superficie, irreconocible la fuente “clasicista”. Sea cual fuere la razόn por la cual Templiakov decidiό tomar estas líneas en particular quedará sin elucidar, y la coincidencia de Lucano con el Lucan de la versiόn francesa será no más que una arbitrariedad por parte nuestra. No obstante, y más allá de quizá no encontrar jamás un testimonio que soporte la idea de que Templiakov tuviera esto en mente, nada impide que esto en efecto hubiese podido suceder y, ahora al menos, estuviese tomando lugar (continuase tejiéndose, para retomar aquella metáfora).
El último poema que incluimos pertenece ya a otro momento en la vida de Templiakov. My Sister Shirley es de los años 50, escrito en inglés en el período (último) de su vida que nuestro autor pasό en Miami, en el estado de Florida al sur de los Estados Unidos. El poema prosigue como siempre la vena informal que ya sabemos típica de Templiakov. La chanza se abre ya con el título, la Shirley no es otra que Shirley Temple. Nos resultaría díficil rastrear aquí las alusiones que en el poema haya a escenas de la vasta filmografía temprana de esta “ricitos de oro” del hemisferio norte. Semejante tarea quizá también resulte baladí. A nadie se le escapa que el valor filolόgico de Shirley en este poema está mucho más del lado de un pergamino o un uolumen que de la pantalla plateada, a pesar de la contemporaneidad de la precoz artista con nuestros tiempos. Ahora, lo que tengan ambos en común es algo a lo cual Templiakov aplicará su ironía pero sin descuidar de sí mismo, es decir él mismo se ocupará de quedar atrapado en el “brete” de este parentesco. Fuera de esto, el único rasgo en común podríamos decir es el de la longevidad (Shriley Temple es ya octogenaria). Templiakov no ha sido designado embajador en Ghana en 1974 (destino designado “infantil”, irόnicamente, de un mandatario del primer mundo en el África), tampoco gana un premio de honor del sindicato de actores por su trayectoria a la edad de 77 años. A los 77, Templiakov veía comenzar la década de 1960 y con ella el advenimiento del hippismo y demás movimientos que marcaron de tal modo las vidas de mucha gente esa y las prόximas décadas. Y es predecible que Templiakov viera en mucho de ello una “subcultura” en total armonía con los preceptos de una sociedad que adoptara la reprimenda de aquello que era intempestivo, extemporáneo, en fin, extraño, y la consagraciόn del “grupo”, allí donde todos confluyen a fin de funcionar. Pero nos alejamos ya, lamentablemente, de nuestro propόsito con este breve estudio cuya única intenciόn era la de preceder estos pocos poemas y ofrecer a tal fin alguna que otra herramienta, noticia, o a lo mejor hallazgo que al lector pueda serle útil.
Así, pues, hemos llegado al final de nuestro trayecto introductorio. Toda una serie de pensamientos aparece a la hora de dar algún sentido a esta “introducciόn”. ¿A qué nos introduce, qué valor podría tener cuando lo que trata es de ser “transparente” ante lo que introduce? ¿Qué decir de algo que podría, y de hecho hace, hablar por sí mismo, como estos poemas aquí reunidos? Agradecemos por eso la paciencia del lector y ahora sí lo dejamos solo, solo con la lectura, y solo en su silencio a medida que sopese lo que se le vaya presentando. La vida de Templiakov, como estos momentos, fue igualmente solitaria, y él supo además cόmo, porque lo quiso, convertir esa soledad en impredecibilidad, algo para lo cual cualquier introducciόn erraría el blanco permanentemente. Pero el incentivo no se nos apaga, y no hay motivo alguno para desesperar. Sea como fuere llegamos. Si aceptamos creerle a Platón aquella aserción según la cual el número tuvo su origen en la sucesión del día y la noche, comprenderemos por qué el uso del cálculo quedό por milenios demorado en la unidad y el cambio, restringido al cόmputo de calendarios, que el número, la trigonometría, las operaciones aritméticas fueron siempre el más cercano de los medios a nuestros días, noches, fechas y ciclos, para no poder sustraernos al influjo de las estrellas y entonces contar con nuestro querido autor más como un “oriente” en su soledad que como expresiόn de la mera crítica al decadente. Por siglos estos cálculos eran el fruto de la apariciόn y movimiento de los astros en el cielo nocturno. El “amanecer” nocturno de estrellas cuyos rumbos no se nos escapaban siempre y cuando hubiera la noche donde restrearlos y calcularlos. No en vano una de las figuras determinantes en la consagraciόn del pensamiento europeo y occidental nos dejaría estas famosísimas palabras al final de uno de sus libros, del año 1788, el cual llevaría de forma directa a la Crítica de la facultad de juzgar, texto que, sabemos, precipitará el idealismo, el movimiento romántico, y terminará dando a la estética el lugar que a esta disciplina hoy le reconocemos. La frase es la que cierra la segunda de las Críticas de Kant, con estas palabras: “Dos cosas colman la mente con cada vez más renovado y creciente sobrecogimiento y admiraciόn: el cielo estrellado encima de mí y la ley moral dentro de mí.” Y es igual de conocida una de sus repercusiones (tanto de la frase como de la obra de la que es síntoma) publicada casi 130 años más tarde, la frase con la que Lukács abre su Teoría de la novela: “Dichosa aquella edad en que el cielo estrellado era mapa de todos los caminos posibles, edad cuyos caminos eran iluminados por la luz de las estrellas.” No sabemos si el “cálculo” involucrado en este desamparo podría justificar tal afirmaciόn. Pero sí sabemos que la luz es inextricable y nosotros seguimos viendo. Benjamin nos había insistido en la constelaciόn, en los caminos estrechos, hasta en la posibilidad de una astrología racional. Es que a diferencia del dorado Sol, la lejanía de las estrellas brilla siempre intermitentemente, aparece para el que sabe que allí mismo podría un día no estar, y que ese brillo, cuya luz es siempre plateada, es primero, “incluso si no es primero”.
Notas
En efecto, Templiakov se graduό como físico-matemático.