FERNANDO VARGAS VALENCIA
ARSENIO
(A Arsenio Rodríguez)
Veías todo a tu alrededor
con el fuego telúrico
de tus manos,
preceptoras del Caribe,
sencillas pitonisas
que sabían que el futuro
era una de las formas mas torpes
de la música.
Tu sonrisa era demasiado fuerte
como para ser reemplazada con
trompetas que soñaron
al Malecón y al Palladium.
Tu divagación era un ejército de hombres
capaces de cantar sin sus voces,
de reescribir la historia
con el filo de un instrumento sonoro.
Hay una ciudad que nos recuerda
que la vida es sueño.
Despertar sería un fracaso,
si se trata de averiar la línea concreta
de la música,
de hacer de la excepción la regla,
de la luz un interregno.
La vida se hace más liviana
bajo las paredes espontáneas de una guaracha
en la que el fuego es también
un estado del alma.
Habría que estar ebrio de tus punteos
para reconocer en tu silencio,
la metáfora de tus reparos postergados.
Cantar es el único laberinto
para una memoria condenada al exilio,
para un lugar de la tierra
donde todavía no se extraen
indicios crepusculares
de la indocilidad de los muertos.
Somos un pueblo en pleamar,
abastecido por el bostezo y la osadía
de los centuriones agujereados,
somos la fijeza de una memoria
que se recrea constantemente
en un espiral policromo
que veías en la claridad de tu noche,
en el resplandor circular de tu imagen derrochada
en los clubes nocturnos,
pero que sólo tu instante podía anticipar
como recuerdo de los sonidos venideros,
como música que
se sabe a sí misma
preámbulo de los colores,
conciencia del fuego.
BAILARINA
A Lorena, incansable
En las aristas silenciosas
donde el tiempo
se desliza en imposibles,
la bailarina sonríe
cerrando los ojos
y es su cuerpo
un pentagrama de simetrías
que surgen de sí mismas,
evocadas.
La contemplo desde mi triste
condición de sordo
que a veces no puede comprender
la magnitud de sus movimientos,
armonía testaruda
en la que el silencio se detiene,
entrecortado.
Ella extiende sus brazos
como ofreciendo el fuego de sus pechos,
algo en mí se exaspera,
presto al incendio y la ceniza,
y recorre con la ceguedad del aceite,
las superficies barrocas
de sus formas.
De repente,
la bailarina
se deja acariciar
por la furia equidistante
de pulsiones extraviadas que salen de mis manos,
está allí para ser la historia y la música,
la poesía y la memoria,
la saga y el canto,
el espiral averiado de este instante
que se consume en sus gestos,
en la disipación apenas mágica
de sus oscilaciones.
La bailarina entonces ya no es humana.
Se lastima con sus pasos encantados,
con su cintura colmada de geometrías leves.
Testigo cruel de su oficio,
endulzo su piel con mi golpeteo leve,
con esta hambre de percusionista
que la sueña despierta.
Exhalo el aire de la bailarina,
estoy vivo en su derroche de luz,
en su ritmo agujereado,
algo en su tranquilidad imposible,
roba gritos a las aristas
y una sensación de olvido del tiempo
me detiene en la breve inmortalidad
de sus formas. |