ZUNÁI - Revista de poesia & debates

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VICTOR SOSA

 


De DECIR ES ABISINIA

Decía acacia. Decía por la boca acacia fresca
cuando sonreía (esas que lloran por inmensamente
felices cuando el viento las marea en verano,
mimosáceas). Y entonces yo la acariciaba. Yo que era
un caballo bermellón sabía de caricias y de acacias.
Ella me hacía ver. ¿Ves —me decía a veces—
la gota en medio del río? ¿El cuerpo liso, húmedo,
de la única? Ella hace la marea visible —me decía—,
hace en la visible marea su granero, su estancia
de mover; de allí salpica y salta ante la roca,
se irisa al sol en lo breve y cae —no sé si cae
o tal vez se zambulle de nuevo en lo continuo.
Luego hacía silencio para dejar. Siempre dejaba.
No abría la boca para nada, ni para decir.
Todo aquello que decía lo hacía —así era ella.
Los viajes eran lo mejor, la fuerza en esos viajes.
Cuando viajaba dormía en el caballo; algo
en su respiración tañía; creaba un color en el aire,
un aroma triangular, sin crepúsculo. Yo
no hacía otra cosa que escuchar. Es verdad
que a veces hacía nidos (de hornero) —ella
entendía el espesor de mi intento: señalaba
algo para que ardiera, aparejando el fervor
hablaba con el fuego —no me miraba entonces—
hablaba con el fuego hasta que el fuego
se hacia fuente, chorro de ámbar detenido,
cristalino, y a veces crisálida. Comíamos,
silenciosos, cansados, en la orilla,
un trozo de pan ázimo —así era. No retornaba,
la Distinta no tenía destino ni verdades
para descifrar; frisaba el mundo sin mácula
como la calandria (muy semejante a la alondra);
componía poemas, yo creo que componía poemas
a la manera del de Éfeso (¿540-480? a. de J.C.),
aunque eso no me consta. Me consta, sí,
que cantaba, sin pausa lo hacía hasta que el canto
era un silente sembradío de sones sobre el mundo,
un mundo igual al canto igual al mundo. Yo
enmudecía —no hacía otra cosa que escuchar.
Yo que era un caballo bermellón acariciaba
el anca del mundo, cuidaba en mi silencio
su sonido; bajito, silbaba por los belfos
y venían de lejos los pájaros —tucanes, tordos,
tijeretas, teruteros, galantes garzas blancas
que venían—, aves de un orbe mudo y melodioso
haciendo en ese canto su morada. Digo
lo que yo vi —que otros repitan, si quieren,
lo contrario. Pero esa mirada no se borra.
¡Qué mirada la de ella! ¡Qué manera de amar
en la mirada! Quena de luz que quema —le decían.
Era: como una fálica diosa que se alza la falda
y detiene en su gesto por un momento al mundo;
como Francisco y Agustín comiendo juntos. Era:
como si lo poroso fuera lo compacto: el poro
y el tacto. Era: como ahora, vigilante-indefensa
la facciosa. Comandaba potros —¿cómo? no lo sé.
Y sí que era: como un complot de la virtud —qué hermoso;
como los Dináricos, o Dalmáticos, o Ilíricos (nudo
montañoso de la ex-Yugoslavia —Bosnia y Herzegovina—
paralelo a la costa del Adriático); como una Ultima Cena
(de Leonardo), o un déjeuner sur l’herbe. Era
—y con temor a repetirme—: virtuosa y valiente,
pero antes que valiente era blasfema porque sobre todo
era virtuosa. Amaba el riesgo —¿ya lo dije?—
sabiéndose exponer mostraba su herida como Beuys,
y si de carne hablamos, ni hablar que era de carne,
de órganos y flujos y tendones —o fonemas, en caso de la voz—,
como una gracia dada en el momento mismo de encarnar.
De carne era al querer. Era: un tambor en la noche,
intocado, sonando; como si fuera polen, así de leve
se elevaba, cubría el sol si quería, dorando en derredor.
Y había quien no la veía: como torpes topos sin ton,
ni soneros eran, ni nada: sombras, sonámbulos, espíritus
hambrientos y sedientos. Buddhas y bodhisattvas y Rinzai
—quien dejó escrito o dijo: «Los movimientos surgen
de las partes abdominales y el aliento que atraviesa los dientes
produce diversos sonidos. Cuando se articulan tienen
sentido lingüístico. Así comprendemos con claridad
que son insustanciales»—, yo creo que sí la veían. Verla
era una fiesta como en Eleusis (al noroeste de Atenas,
donde había un templo de Deméter); era al verla que uno
bailaba en la quietud del estupor, como una perla. ¡Y qué
asombro asomaba en la cara al sentir cómo ella bailaba!
De común acuerdo con todo, contonea; conviene mirar que,
cuando baila, no deja de obrar —exonera y construye,
con una mano hace lo que deshace con la otra; ama
sin pasión el proceso, las situaciones donde entra y sale
como si no estuviera dedicada (y a nada está
dedicada); se expresa en libertad. Así de verdad era:
verdadera, no vacía, ni vacilaba al llamar las cosas
por su hipotético nombre. Yo amaba —en mi caso
con pasión— esa elocuencia ubicua de la Loca —morena—
de-brasa-encendida-en-los-pies-; como podía amaba
a la Imposible: haciéndola en el sueño la tatuaba; siempre,
en el aire indistinto, era distinta; daba trabajo verla.
Liturgia también hice de su Venus —prominente monte que trepé
para postrarme— al encontrarla, allí, florida y en ofrenda.
Y ahora veo claro: es claro que la veo. Sin límites
que puedan detenerme galopo sus comarcas infinitas,
veloz el galgo que, bajo mis patas, al levantarse el polvo
se dibuja; sombra de las acacias en la grupa,
risa de ella en la sombra y también risa de ella
en ese sol —hasta que rastra entre los rastrojos es su risa.
Galopo en ese ritmo que es su nombre; pulcro
salto el horizonte y caigo —enclave de ella
en todas partes— tranquilo y fuerte sobre su virtud.
Así me aferro al cambio —acaso como acacia
que en la tierra subir su savia siente— y me demudo
y antes que nada —y después que nada—
y en todos los sentidos agradezco.


De DIZER É ABISSÍNIA

Dizia acácia. Dizia pela boca acácia fresca
quando sorria (essas que choram imensamente
felizes quando o vento as mareja no verão,
mimosáceas). E então eu a acariciava. Eu que era
um cavalo vermelhão sabia de carícias e de acácias.
Ela me fazia ver. Vês —dizia-me às vezes —
a gota no meio do rio? O corpo liso, úmido,
da única? Ela faz a aragem visível — me dizia —,
faz na visível aragem seu celeiro, sua estância
de mover; dali salpica e salta ante a rocha,
irisa-se breve ao sol e cai — não sei se cai
ou talvez mergulhe de novo no contínuo.
Depois fazia silêncio para deixar. Sempre deixava.
Não abria a boca para nada, nem para falar.
Tudo aquilo que dizia, fazia — assim era ela.
As viagens eram o melhor, a força nessas viagens.
Quando viajava dormia no cavalo; algo
tangia em sua respiração; criava uma cor no ar,
um aroma triangular, sem crepúsculo. Eu
não fazia outra coisa que escutar. É verdade
que às vezes fazia ninhos (de joão-de-barro) — ela
entendia a grossura de minha intenção: indicava
algo para queimar, aparelhando o fervor
falava com o fogo — não me olhava então —
falava com o fogo até que o fogo
se tornava fonte, jorro de âmbar contido,
cristalino, e às vezes crisálida. Comíamos,
silenciosos, cansados, na margem,
um naco de pão ázimo — assim era. Não retornava,
a Distinta não tinha destino nem verdades
para decifrar; frisava o mundo sem mácula
como a cotovia (muito semelhante à calhandra);
compunha poemas, eu creio que compunha poemas
à maneira do de Éfeso (540-480? a. de J. C.),
embora eu não me lembre. Lembro, sim,
que cantava, sem pausa, e fazia até que o canto
era um silente semeador de sons sobre o mundo,
um mundo igual ao canto igual ao mundo. Eu
emudecia — não fazia outra coisa que escutar.
Eu que era um cavalo vermelhão acariciava
a anca do mundo, cuidava em meu silêncio
de seu som; baixinho, assobiava pelas narinas
e vinham de longe os pássaros — tucanos, tordos,
tesourinhas33, gaivotas pretas, galantes garças brancas
que vinham —, aves de um orbe mudo e melodioso
fazendo nesse canto sua casa. Digo
o que eu vi — que outros digam, se quiserem,
o contrário. Mas esse olhar não se apaga.
Que olhar o dela! Que maneira de amar
no olhar! Flauta de luz que arde — lhe diziam.
Era: como uma deusa fálica que levanta a saia
e detém em seu gesto por um momento o mundo;
como Francisco e Agostinho comendo juntos. Era:
como se o poroso fosse o compacto: o poro
e o tato. Era: como agora, vigilante-indefesa
a sediciosa. Comandava potros — como? não sei.
E sim que era: como um complô da virtude — que lindo;
como os Dináricos, ou Dalmáticos, ou Ilíricos (nicho
montanhoso da ex-Iugoslávia — Bósnia e Herzegóvina —
paralelo à costa do Adriático); como uma Última Ceia
(de Leonardo), ou um déjeuner sur l’herbe. Era
— e com temor repito para mim —: virtuosa e valente,
mas antes que valente era blasfema porque sobretudo
era virtuosa. Amava o risco — já o disse?—
sabendo se expor mostrava sua ferida como Beuys,
e se de carne falamos, nem falar que era de carne,
de órgãos e fluxos e tendões — ou fonemas, no caso da voz —,
como uma graça dada no momento mesmo de encarnar.
De carne era ao querer. Era: um tambor na noite,
intocado, soando; como se fosse pólen, assim de leve
se elevava, cobriria o sol se quisesse, dourando ao redor.
E havia quem não a via: como torpes topeiras sem tom,
nem soneros35 eram, nem nada: sombras, sonâmbulos, espíritos
famintos e sedentos. Buddhas e bodhisattvas e Rinzai
— quem deixou escrito ou disse: «Os movimentos surgem
das partes abdominais e o alento que atravessa os dentes
produz diversos sons. Quando se articulam têm
sentido lingüístico. Assim compreendemos com clareza
que são insubstanciais» —, eu creio que a viam, sim. Vê-la
era uma festa como em Elêusis (ao noroeste de Atenas,
onde havia um templo de Deméter); era ao vê-la que alguém
dançava na quietude do estupor, como uma pérola. E que
assombro assomava na cara ao sentir como ela dançava!
De comum acordo com tudo, requebra; convém olhar que,
quando dança, não deixa de fazer — exonera e constrói,
com uma mão faz o que desfaz com a outra; ama
sem paixão o processo, as situações onde entra e sai
como se não fosse dedicada (e a nada está
dedicada); se expressa em liberdade. Assim de verdade era:
verdadeira, não vazia, nem vacilava ao chamar as coisas
por seu hipotético nome. Eu amava — em meu caso
com paixão — essa eloqüência ubíqua da Louca — morena —
de-brasa-acesa-nos-pés-; amava como podia
à Impossível: fazendo-a no sonho, a tatuava; sempre,
no ar indistinto, era distinta; dava trabalho vê-la.
Liturgia também fiz de sua Vênus — proeminente monte onde trepei
para prostrar-me — ao encontrá-la, ali, florida e em oferenda.
E agora vejo claro: é claro que a vejo. Sem limites
que possam deter-me galopo suas comarcas infinitas,
veloz o galgo que, sob minhas patas, ao levantar-se o pó
se desenha; sombra das acácias na garupa,
o sorriso dela na sombra e também o sorriso dela
neste sol — até que rastro entre os restolhos é o seu sorriso.
Galopo nesse ritmo que é seu nome; pulcro
salto o horizonte e caio — encrave dela
em todas partes — tranqüilo e forte sobre sua virtude.
Assim me aferro à mutação — acaso como acácia
que na terra sente subir sua seiva — e me transmuto
e antes que nada — e depois que nada —
e em todos os sentidos agradeço.


Tradução: Claudio Daniel

 

VÍCTOR SOSA

Poeta, ensaísta e tradutor, nasceu em Montevidéu (Uruguai) em 1956, mas reside atualmente na Cidade do México. Publicou os livros Sujeto omitido (1983), Sunyata (1992), Gerundio (1996), La flecha y el bumerang (ensaios, 1997), El impulso (prosa, 2001), Decir es abisinia (2001), Los animales furiosos (2003) e Mansión Mabuse (2003). Realizou mais de quinze exposições individuais de pintura na América Latina e na Europa. O autor também é crítico literário e de artes visuais em jornais e revistas, e traduziu para o espanhol vários poetas brasileiros, como João Cabral de Melo Neto e Paulo Leminski.

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