MAROSA
DI GIORGIO
Roberto
Echavarren
Delmira Agustini, Concepción Silva Belinzon, Amanda
Berenguer, Idea Vilariño: he aquí algunas de
las mujeres poetas del Uruguay. Junto con otras, forman un
contingente numeroso si se lo compara con el de los hombres
poetas durante el mismo período, es decir, una buena
parte del siglo XX. No es que estas mujeres tengan algo en
común, ni que reconozcan ellas mismas filiaciones comunes.
La legislación liberal (ley de divorcio de 1906) y
el hecho de que la mayor parte de la población (más
del ochenta por ciento) viva en ciudades son factores que
deben haber contribuido a esa eclosión de la escritura
femenina.
Marosa di Giorgio empezó
a publicar en los años cincuenta. En 1979 la editorial
Arca, de Montevideo, reunió sus libros anteriores bajo
el título Los papeles salvajes. Después aparecieron
otros volúmenes, hasta que una edición en dos
tomos, incorporando esos materiales, fue publicada con el
mismo título por la editorial Adriana Hidalgo de Buenos
Aires, en 1999. Poemas en prosa, viñetas, narraciones
breves: el conjunto de la obra de Di Giorgio pertenece a un
género dudoso. Narraciones más largas o "cuentos"
siguieron, con dos títulos: Misales y Camino de pedrerías.
Y también una "novela": Reina Amelia. Su
último libro es Rosa mística.
Es notoria en Di Giorgio
la cohesión, la continuidad del tono, de los procedimientos
y el material anecdótico.
Algunos reseñistas
se han rebelado contra la consistencia de esta obra. Han acusado
a Di Giorgio de repetirse. Pero explorar un territorio, el
registro de variantes de una manera, puede ser aquí
el síntoma perentorio de un poder.
Su obra tiene muy poco
que ver con los programas o proyectos poéticos que
se consideraban válidos en el Uruguay de los sesenta,
cuando prevalecía una poesía coloquial y "comprometida"
cuyas huellas todavía arrastramos y que ofrece tanto
entonces como hoy las marcas patéticas de su insuficiencia:
un llamado de urgencia cívica, afincada en límites
convencionales y "correctos", no tenía en
cuenta el gran cambio que se hacía patente por entonces
a partir de Estados Unidos y de Inglaterra: una nueva política
de minorías, de exploración de sustancias, y
de un eros no identitario, que se filtraba en gran parte a
través de la música y de los estilos visuales
asociados con la música. Frente a la poesía
coloquial y simplista que tuvo su auge por entonces, en Di
Giorgio aflora una conciencia muy aguda del artificio, de
la extravagancia, la burla y los disfraces. Lo familiar, en
su obra, aparece como no familiar, anómalo y monstruoso.
Si el momento fuerte de
la poesía oriental escrita en castellano fue el modernismo,
con Delmira Agustini y Julio Herrera y Reissig, la poesía
oriental escrita en francés ya había tenido
su momento culminante en la segunda mitad del siglo XIX. Isidore
Ducasse (Lautréamont) y Jules Laforgue, gracias al
hecho de escribir en francés y de pasar una parte de
sus cortas vidas en Europa proyectaron sus trayectorias no
sólo sobre el modernismo hispanoamericano que intentó
digerirlos, sino sobre el simbolismo y surrealismo franceses
y, en el caso de Laforgue, sobre el modernismo angloamericano
de Ezra Pound y T.S.Eliot. No me propongo trazar un árbol
genealógico de Marosa di Giorgio sino alumbrar las
relaciones laterales, las afinidades electivas con quienes
podemos considerar sus "precursores". De Lautréamont,
Di Giorgio hereda los rasgos animales o inhumanos, a ratos
feroces, el tête a tête con lo "divino",
las transformaciones vertiginosas del yo lírico y de
cualquier otra presencia o interlocutor, y la insensatez de
un deseo sin cortapisas, intenso o violento, hereje y blasfemo,
que tiene su campo de realización en el hecho mismo
de la escritura, no en la "realidad" de un referente
objetivo. De Jules Laforgue, Di Giorgio hereda la pantalla
complementaria de la luna, la superficie intocable sobre la
que se reflejan los objetos platónicos de su virginidad,
un apetito de insatisfacción, imágenes contempladas
por un prisionero en una caverna, bajo la luz de una linterna
mágica: eso era y no era.
La experiencia (in)significante
Los textos de Di Giorgio
son híbridos: están invariablemente construidos
como pequeños poemas en prosa (últimamente más
largos) que, al encadenarse en una serie aleatoria, sugieren
una novela poética. Pero es una novela fabulosa que
derrota las expectativas antropomórficas. Lo que se
anticipa, lo que ocurre, no es previsible según una
perspectiva humanista o humanizadora. No suceden cosas entre
los hombres (o entre los hombres y las mujeres) sino entre
el yo lírico y animales, plantas, o seres indefinidos
o inventados, en un tono vehemente y categórico que
da a la ficción un cariz alucinante. No se manifiestan
sentimientos subjetivos, sino afectos impersonales, fuera
de las conveniencias, de lo verosímil de una identidad
o de un status, fuera en rigor de las modalidades intersubjetivas
previsibles.
En esta mímesis
inhumana leemos que ciertas luces "brillaban con furia,
con desesperación." La furia subraya la intensidad
de la experiencia, cercana a un tope irresistible, y la desesperación
sugiere una gratuidad insignificante. A pesar de ser intensos
(furia) esos brillos no alcanzan a decir nada: lo único
que pueden hacer es brillar en la inminencia de una revelación
que no ocurre. El brillo implica una profecía que no
llega como significado, no llega a tener significado. Espera
constante: ocurren hechos que no terminan de entregar su secreto
y el testigo, o quien experimenta - un pronombre personal
que transita un borde roto de experiencias anómalas
- por lo común no puede hacer nada con respecto a las
experiencias o fenómenos, ni huir de ellos ni detenerlos
o modificarlos. Aunque hay intentos retóricos de un
yo, intentos de huir y de no poder hacerlo, como en los sueños,
como en los dilemas y la angustia de las pesadillas que articulan
nuestro deseo más real, que nos hacen reales, más
reales que en la vigilia. A veces hay pequeñas modificaciones
acotadas: "Con todo, me alejé un poco." Pero
"quedé prendida a no sé qué y a
nada." El no sé qué, la serie de brillos,
se prenden y se apagan, intermitentes, entregan un parpadeo
fuera del ser y la sustancia, una mirada flotante que convoca
e inmoviliza.
Las homofonías
Si - en los escritos de
Di Giorgio - se juega con aliteraciones, con homofonías
significantes, a partir del parecido sonoro surgen unas de
otras las palabras, como alternativas homofónicas,
para quebrantar y desconcertar la dirección predeterminada
de sentido. Los tropezones revocan la ilusión de que
el referente sea inequívoco; el narrador, el visionario,
vacila al reconocer los elementos de la visión, las
imágenes son incompletas o fluidas, se modifican al
elegir las palabras que las describen; esas figuraciones indecisas
se desprenden de la letra misma. Más que describir,
se nota que el narrador va escogiendo (o perplejo no puede
escoger) entre parentescos sonoros; así peligra la
continuidad metonímica de las escenas. Las homofonías,
como el chiste según Freud, liberan de repente cierta
energía, intiman un disfrute eufórico. Del discurso
embotado se pasa de repente, a través de sustituciones
pérfidas, no a un significado, sino a un aura de esclarecimiento
y goce. Filtra los rayos que exaltan una voluptuosidad redescubierta.
"Comedores, corredores", "huesos, huevos",
introducen la duplicidad, traicionan una experiencia vacilante,
proyectan el fragmento como una cascada fuera de foco: "Andábamos
por los oscuros comedores, corredores, y algún fugaz
visitante sexual era atendido, o evitado, y clavelinas, tenebrarios,
tenebrarios, clavelinas, y más cosas." Las homofonías
revelan que no hay sustancias, sino efectos superficiales
del significante. El brillo apela pero no conoce de seguro
el nombre de lo que llama, como una mirada desafía
al testigo para que la defina. El brillo, la mirada, deslumbran,
dan cuerpo a la experiencia, aunque no la expliquen. Las homofonías
marcan el máximo esfuerzo de atención hacia
un enigma momentáneo, la atmósfera de un encuentro.
El espacio
¿Cómo se
distribuye aquí el espacio? Lo que está dentro
está fuera y viceversa. Los milagros ocurren dentro
y fuera de las casas. No hay un ordenamiento categorial definitivo
del espacio. Más que identidades, personajes y lugares,
se experimentan climas, pasajes, ingredientes de una tormenta,
una hora del día, velocidades y pausas. Al no subjetivarse,
los afectos no oponen un dentro y un fuera, un interior orgánico
y sentimental, y un exterior objetivo. Intervienen quirúrgicamente
a la narradora para extraerle las mismas cosas que, desde
fuera, la acechan (cuerpo o mirada). Un ángel, después
de una vertiginosa serie de transformaciones, regresa al "alma"
de la narradora, de donde había salido, y muere. Viene
de la nada, de un interior invisible, y vuelve a la nada.
No hay sustancia, ni un testigo con otra identidad que las
vicisitudes circunstantes. Y no es posible huir porque el
perseguido y el perseguidor están contagiados uno del
otro, son inseparables.
El neutro, el otro
El yo intenta a veces,
pero inútilmente, separarse de una dudosa amenaza o
una violencia. Ese yo sin embargo también es violento
a veces, por ejemplo cuando come un sargo que está
vivo y que lo mira, pero casi nunca es responsable de las
violencias. La agresión erótica no se atribuye
directamente al yo, ni siquiera a un hombre (o a una mujer),
sino más bien a otro animal. La violencia es erótica,
el erotismo violento, pero no se describe un coito entre hombres,
sino entre doncellas y tigres, entre un diablo o un lobo y
alguien más, que es a veces el yo femenino, victimizado
de una extraña narradora.
Cuando el yo ataca es
casi siempre en tanto que otro: cuando acecha y devora a un
"niño de muy breve edad", se pone el "disfraz
de lobo, el disfraz de león, los lentes de mariposa."
Un yo disfrazado de león disfrazado, o de incógnito
bajo los lentes oscuros de la mariposa, bajo una máscara
seductora. Pero a veces el perseguido persigue al perseguidor.
Es como si la violencia fuese intercambiable, reversible,
e imparable. El cuerpo violado y expuesto en el cielo del
poema es una vergüenza difamada, una vergüenza hecha
visible por sorpresa, desde lo oscuro. Al devenir animal o
planta, el relator se libera de la culpa paralizante que infligen
las instituciones, la familia en primer lugar. A través
de los ojos inhumanos de otro animal, contempla una vergüenza
inocente.
La tercera persona - según
Maurice Blanchot - es el neutro, la no-persona, la persona
despersonalizada, el borde anómalo de un recorrido.
(1) Atacar y ser atacado son los vértices de un goce
vivido como tortura o crimen, cuando "otro" vive
jugando con la muerte de alguien. La voluptuosidad de una
violencia, la sospecha de un prodigio crecen, se despliegan
cuando la culpa no reprime a un yo responsable. No siempre
se indica quién mata, quién muere, ni siquiera
si alguien muere. Un asesino anónimo mata las vacas,
y es una violencia repetitiva, que vuelve cada día.
La violencia, viva y aniquiladora, es una exaltación
anónima, recurrente. Esta experiencia impersonal postula
la resurrección, también impersonal, cuyo corolario
es: "No sé si moriré."
Siniestro, sublime
Aunque el yo lírico
resulta generalmente impotente para alterar la circunstancia,
está lejos de contemplar impasible los fenómenos
que lo acosan. Se sorprende, se asusta, tiene reacciones parangonables
con las descritas por Freud cuando busca caracterizar la experiencia
de lo no-familiar, de lo extraño descubierto en lo
familiar, algo que según nuestra concepción
adulta del orden del mundo o de las leyes del cosmos no podría
ocurrir y sin embargo ocurre. Lo difunto-vivo no es ficticio
sino que, no siendo cierto ("y levemente no era cierto,"
escribe Di Giorgio) se contagia de certidumbre. Aunque los
resultados no son "ciertos", los devenires son reales.
Los contagios son devenires e intensidades reales de un cuerpo.
Hay vida en la muerte: los dos estados se comunican, los procesos
de aniquilamiento resultan escandidos por sorprendentes resurrecciones.
Y entre el terror y el placer, el goce es indiscernible de
la angustia.
Una de las aventuras eufóricas
en Di Giorgio es la del vuelo. Es una posibilidad olvidada
que resurge. Es una convicción infantil descartada
por el adulto. El devenir niño y la experiencia de
lo siniestro se implican, lo que antaño resultó
familiar es vivido por el adulto como no familiar: "Olvidé
el primer vuelo. Lo recordaba apenas, y volvía a olvidarlo."
Ni la familia ni la escuela logran destruir esta función,
un modo de percibir con sus bandas de luz vibrante.
Pero en Di Giorgio la
experiencia fantástica suele aparecer como una condena
más que un beneficio, un acontecer irremediable que
atenta contra cualquier equilibrio y tranquilidad: "Yo
quedé harta de esa repetición, reverberación."
Es siempre una tentación insensata, implica una inquietud,
un peligro. Dentro de esta poética del desastre y la
acentuación de figuras de ambición excesiva
y autodestructora, tampoco hay una distinción valorativa
entre fuerzas del bien y del mal, entre dios y el demonio.
Queda claro en cambio que las gratificaciones no son literales.
El menú de los relatos de Marosa consiste en manjares
apenas comestibles, escasamente alimenticios, incapaces de
calmar el apetito. El objeto del deseo - en contraposición
al apetito liso y llano, al hambre aplacada por la saciedad
después de haber comido - es fugaz, inasible, insatisfactorio,
una gozosa tortura.
En este aura paradójica
el colmo es que la luz del sol y la luz de la luna parezcan
una, la misma. Un libro de poemas de Jules Laforgue lleva
el título Imitation de Notre Dame la Lune: allí
se postula la victoria de la luna sobre el sol. Sobre la pantalla
de proyección inasible de la luna aparecen cosas que
no gratifican, porque resultan tan intocables como ella. En
contra de la luz del sol, plenamente física, que nutre
las funciones orgánicas, la luz de la luna adquiere
una contundencia equivalente ("Por un segundo la luz
lunar y la del sol parecen una") pero de índole
opuesta: alimenta un deseo de insatisfacción.
Los brillos se captan
como miradas: "La lamparilla roja andando, toda mi larga
infancia, miró a todos, y a mí más que
a ninguno, como si quisiera enseñarme un secreto muy
antiguo y una cosa abominable." El yo descubre que lo
están mirando, pero esta mirada que recae sobre él
es ciega, de "ojos sesgados y blancos, sin iris ni pupilas."
El yo es captado por una mirada que no mira. En esa inquietante
reverberación entre lo animado y lo inanimado, el punto
de emanación del sujeto, otro en la mirada que no mira,
da lugar a un trastrocamiento de los pronombres; una experiencia
equivale a otra, pero es contada desde un punto de vista inverso:
soy la Virgen; veo la virgen; soy la mariposa, veo la mariposa:
avatares de un cuerpo en escritura.
Los personajes "cristianos"
como la Virgen o las vírgenes, no son en verdad referentes
mitológicos inequívocos, sino más bien
soportes precarios de aconteceres y ubicuas fosforescencias.
Y la "madre" - quizá el único referente
que puede pretender una función de personaje - es ambigua,
contradictoria. Por una parte se presenta como censora, exige
decoro, silencio, comportamientos dignos o serenos; por otro
sugiere que la censura es una broma perversa, un maléfico
chasco, una estratagema: se hace cómplice de las transgresiones
o fechorías. La madre ve - aunque en ocasiones simula
no ver - prodigios vegetales o animales y es un prodigio ella
misma, fragmentada por ejemplo en mil ojos: "ella parece
reírse sola y reaparece otra vez por todas partes."
Los protagonistas no son
personajes, sino más bien acontecimientos (un viento,
una helada) que toman la figura transitoria de caracteres.
Se combinan y se diferencian bajo el efecto conminatorio de
un "recuerdo" que resulta una invención:
las composiciones de Di Giorgio suelen arrancar de una pretendida
evocación del pasado para convertirse en una anticipación
del futuro: la inminencia de una revelación o un desenlace
que no llega. Algo habla, nadie habla. Esporádicas,
intermitentes ráfagas o harapos de voces se atribuyen
a los soportes menos verosímiles, constante prosopopeya
que revela "un murmullo increíble en cada cosa."
No apunta a un más de significación, sino que
se tambalea y bordea siempre un menos, un borramiento. El
simbolismo corroe, como en el intento fracasado de Baudelaire
(soneto de las "Correspondencias") un plan de clasificación
que sucumbe en una mezcla de perfumes.
La chacra, el jardín,
el huerto, están poblados por frutos reales e irreales,
animales reales e irreales, personajes reales y ficticios,
familiares, extravagantes, mitológicos (la Virgen,
el diablo, la hija del diablo, Dios, las hadas), singularizaciones
de una experiencia interior-exterior, en contrapunto. El sujeto
son las cosas que asaltan como mirada. Esta reificación
vivificante (devenir animal o cosa) es un antídoto
contra la identidad forjada por las expectativas de la familia
y el trabajo. Los roles resultan una comedia de costumbres
agujereada por asombrosas anomalías. Un imperativo
absoluto pero vacío se concreta, espontáneo,
en cada caso, a través de dictados que articulan miradas
nómades de insoportable intensidad. Universo de pronombres
y jerarquías intercambiables, juego de amenaza onírico
y chamánico en contraste con un contexto positivista
y estéril de consignas y compromisos, cuando no de
mero realismo inane, la obra de Di Giorgio no solicita el
consenso de ningún mandarinato. El yo, en Di Giorgio,
es la esquirla de una catástrofe. El yo es apenas un
enganche sorprendido por las miradas, una paja que flota y
ni siquiera tiene un deseo que pueda llamar propio. El deseo
implica aquí el conjunto del universo o mónada,
aunque en cada caso, en cada línea, está sustituido
por un significante particular. Los girasoles son las caras
del deseo. Entre el sol y los girasoles media el cosmos, que
también desea. El yo no tiene cara: es mirado por miríadas
enceguecedoras, pero no uniformes, no indiferentes. Las millonésimas
vegetales y animales no emanan de un acto de voluntad del
yo. Pero atenderlas es un imperativo de abandono, un acto
deliberado de abandonarse a la experiencia de una boda hermafrodita.
El coito, cuando ocurre,
suele ser autogoce y autofecundación, "casada
consigo misma". Las actividades complementarias del hermafrodita
transitan los pronombres: "ellas" por ejemplo. Y
es así que alcanzan la culminación del gozar:
"en el amor, a solas, retorcerse hasta morir." Las
fecundaciones suelen no tener que ver con los órganos
de la reproducción: más bien ocurren por contagio,
contaminaciones aéreas como la fecundación de
las plantas a través de insectos que liban y depositan
sustancias en los cálices, coincidencias mágicas,
magnetismo, simpatía, efluvios e influjos a través
de los que "se reproducen sin tocarse." El caracol
es el "señor y la señorita", "Hermes
y Afrodita", una instancia dinámica del influjo
y del complemento subjetivo-objetivo. El autogoce, filtrado
por el rejuego de los procesos, es una experiencia furiosa,
desesperada, pero también omnipotente.
La intensidad
En una entrevista, Di
Giorgio declara: "Tengo siempre, como cosa permanente,
una inquietud que me lleva a registrar todo lo que pasa. Siempre
ansiosa - no me sale otra palabra - siempre esperando que
eso transcurra. Siento que estoy constantemente más
acelerada que los aconteceres. Hay dentro de mí un
tic tac permanente, un alerta constante." (2) Un exceso
de atención, una extraordinaria intensidad de atención:
el tiempo, bajo este examen, se abre a otro tiempo más
detallado, a la crónica de lo que antes quedaba sincopado,
prisionero en los pliegues, implícito en la secuencia
de un tiempo "normal." Di Giorgio usa sus sentidos
como los instrumentos de un virtuoso. No se trata de un instrumento,
sino de muchos. Se trata de nombrar lo que ocurre en el instante,
las destilaciones de energía que transfiguran todo.
Como diástole y sístole, podemos notar un doble
movimiento aquí, no de un yo, que es un enganche convencional
de los procesos, un soporte precario para la expresión,
sino de un cuerpo que escribe y sobre cuya piel se escribe;
un doble movimiento de sustracción y de reinserción:
sustraída de lo familiar e insertada en lo mismo, pero
ahora extraño: "Fue como si hubiera sido sustraída
del mundo y reinsertada de otra manera." Todo cambia
de forma, pero no por capricho, sino por un proceso de fuerzas
más libre y por una atención más concretizada.
Cuanto más claro se ve, menos estable será la
imagen. Donde todo parecía quieto y definido, se comprueba
de pronto, al prestar una atención distinta, que todo
está en movimiento. Las antenas están alerta
frente a las vicisitudes vibratorias. Todos los poros, todos
los esfínteres, están abiertos y son libados
por súcubos e íncubos. Cualquier estímulo
puede oficiar de agresor erótico: una voz por ejemplo,
descarnada, sale de un ropero y vuelve a él después
de haber ejecutado varias acciones. Las composiciones de Di
Giorgio trazan así un vasto matraz de alternativas,
equiparable, aunque con otros recursos narrativos y en otro
tono, a las Metamorfosis de Ovidio. Di Giorgio no depende
de la tradición mitológica grecorromana, sino
de una experiencia campesina en un terreno de interminables
transfiguraciones, al margen casi siempre de un entorno urbano
o suburbano.
Misales y Camino de pedrerías
contienen composiciones más largas. El elemento narrativo,
siempre presente en su obra, se vuelve más sostenido.
Esto podría indicar una transición hacia personajes
más sólidos, caracteres. En parte ocurre así,
pero sólo hasta cierto punto. Las hembras pueden ser
animales. A veces sí son mujeres, aunque extravagantes.
Los hombres casi no existen. El impulso erótico es
encarnado por agentes concebidos como medios para definir
la sensación, causas inventadas para justificar los
impactos. Los asedios eróticos suelen ser considerados
bajo el lente de una causalidad siniestra y calamitosa: "Indudablemente
yo tenía un aura para atraer a los machos de todas
las especies. Pero ¡que eso se terminase, por fin!"
Sólo hay devenires que responden a una intensidad recurrente,
a una frecuencia compulsiva. Los referentes sociales - el
padre, la madre, la escuela, el novio, la boda - aparecen,
no son rechazados, pero sufren alteraciones que los enrarecen,
en un nuevo espacio trasmutado, junto a elementos nuevos e
imprevistos. El trance amoroso ofrece la mayor intensidad
y el mayor peligro, una dosis de sobre-estímulo que
afecta como lo más real de todo, que culmina en la
devoración.
Atisbos de "novela"
Las mujeres en Di Giorgio
invariablemente ponen huevos, como si genotipo y fenotipo
coincidieran, como si en cada individuo se recapitulara el
desarrollo de las especies vegetales y animales. Las narraciones,
que ensamblan lo humano con todas las formas de vida en un
bestiario, podrían llevar el título genérico
"Vida sexual de las especies", sólo que no
se trata aquí de hechos positivos y comprobados, sino
de pretextos para situaciones en rigor inventadas pero "sentidas"
como reales.
La escritura de Marosa
responde a una inspiración autista. Se extrapola como
un delirio sobre la relación entre hablantes y los
secuestra. Sin embargo Di Giorgio escribe una "novela",
Reina Amelia. Aquí el personaje de Lavinia parece bajo
cierto aspecto el más cercano a la autora, algunas
pistas permiten considerarla su alter ego. Lavinia tiene un
reloj interior que hace tic-tac, como aquel que la autora
confiesa, en la entrevista citada arriba, contener dentro
de sí; un tic-tac autónomo que poco tiene que
ver con el tiempo de los procesos de relación. No ocurre
un choque con lo real intersubjetivo y sus demandas duras.
Los personajes de Reina Amelia son, a lo sumo, arquetipos
de leyenda. Lavinia encarna aquí la metáfora
maestra: la mariposa. El nombre de pila de la autora indica,
re-plegado, lo que el nombre del insecto despliega. Lavinia
"trabaja": está "empleada" de mariposa;
las niñas la admiran y aspiran a parecérsele.
Representa en su función un aparato exhibitorio: "Era
sabido: señora Lavinia con nadie había intimado;
sólo con los Brillos, de los que sufría un apetito
feroz." Bajo la luz cenital de la luna, ese rival inveterado
del sol, Lavinia - un Pierrot lunar en el estadio del espejo
- se ve reflejada en el estanque del pueblo. Las posibilidades
lúbricas tienen lugar casi siempre en el "bosque",
al margen de la vida urbana y los códigos de relación
que allí se imponen, un bosque liminar y dionisíaco
que la reina manda quemar. La reina funda un orden matrilíneo:
madre-hija, reina poderosa y súbdita subyugada y martirizada.
Una prohibe y controla, la otra experimenta subrepticia, con
vaivenes cómicos o terroríficos, un goce libidinoso.
Desirée, mujer perdida y condenada a la cruz, coexiste
con la reina Amelia, que la condena. Al condenarla, como en
los relatos fantásticos del doppelgänger, muere
ella también. Los opuestos enemigos están imbricados:
son instancias psíquicas de una auto-organización.
Si el fetiche se puede
robar, a despecho de Carlos Marx, con la mirada, como apunta
Felisberto Hernández en su cuento "El cocodrilo",
su fruición, como demuestra Di Giorgio, es autónoma.
Su valor de uso depende de la intensidad y libertad con que
nos abandonemos a la experiencia, en un lugar visionario de
escritura. El vitalismo de Di Giorgio es auto-reproducción,
un "más vida," compatible con un recurso
a la memoria de la infancia.
*
Notas:
1. Cf. Maurice Blanchot,
"La voz narrativa", en El diálogo inconcluso
(Caracas: Monte Avila, 1970). Traducción de L'entretien
infini (Paris: Gallimard, 1969).
2. "Nocturno",
entrevista con Marosa di Giorgio, por María Ester Gilio,
en Brecha, Montevideo, 13 de junio de 1997.
*
Roberto Echavarren
nasceu em Montevidéu (Uruguai), em 1944. Poeta e crítico
literário, publicou os livros de poesia La Planicie
Mojada (1981), Animalaccio (1986), Aura Amara
(1989), Poemas Largos (1990), Universal Ilógico
(1994), Oír no Es Ver (1994) e Performance
(2000), uma antologia crítica de seus poemas e demais
escritos, organizada por Adrián Cangi.
*
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