I
Exilio es destierro. Es perder -por imposición de autoridad- un territorio, nuestro territorio, ese espacio o terruño que consideramos naturalmente propio, raíz sanguínea que postula un centro y una unidad: un cosmos. Nos sentimos mexicanos, japoneses o afganos a partir de una noción de territorialidad, de pertenencia a un espacio geográfico que a su vez está supeditado a un imaginario colectivo, a una idea de nación aglutinada en un Estado. Pueden existir diferencias lingüísticas o de costumbres, étnicas, políticas o culturales, pero el Estado-nación minimiza esas diferencias en aras de un ideario común que se sistematiza y sintetiza en un vocablo, en un neologismo diferenciador: México, Japón, Afganistán.
Ser exiliado conlleva la pérdida de ese territorio singular (expulsión de un cosmos) pero también la pérdida de los referentes identitarios: la lengua, las costumbres, los vínculos étnicos, políticos o culturales, en suma, los códigos de un ser y un estar en el mundo. Ser exiliado es estar desligado, desvinculado del centro existencial hegemónico. Exilio es marginalidad y ostracismo: es un no ser en tanto no hacer existencial, es una inoperancia en el impedimento. Porque el ser es –recordando a Sartre– sólo en la acción, en el acto de hacerse a sí mismo sobre la contingencia de lo real. No hacer, no actuar, es exiliarse del mundo. En ese sentido, el personaje de El extranjero de Camus –ese paradigma de la indiferencia existencial- es un extraño, un auto exiliado en su propio ser, una anomalía social, un monstruo moral, un criminal que la autoridad debe erradicar como acción profiláctica y como acto ejemplarizante. Sin embargo, el exilio del señor Mersaut no es un exilio sufriente, es un exilio anestésico, asordinado en la insensibilidad emocional y en la carencia de toda ambición, de toda pasión y todo compromiso individual o colectivo.
Por otra parte, los impositivos exilios políticos –desde la Grecia y China antiguas hasta nuestros globalizados días- son exilios sufrientes. El desterrado sufre porque perdió su centro, porque lo exoneraron de su natural participación en la unidad, en ese comunitario cosmos que le daba sentido de pertenencia e identidad a través de la identificación con sus semejantes. El exilio es una depuración y una punición. El Poder anula y castiga al revolucionario, al disidente, al loco, con el destierro, con la otredad del ostracismo, y con la imposibilidad del retorno al orden que éste intentaba subvertir. Lo estable –el Poder- quiere seguir siendo estable; lo desestabilizador –el exiliado en todas sus vertientes- quiere seguir desestabilizando aún desde su imposibilidad, desde ese territorio otro que lo acoge y lo aprisiona minimizando su poder y erosionando su voluntad. El desterrado, entonces, se obsesiona con el retorno porque es la única manera de recuperar su poder de acción sobre la historia, ya que el exilio –el destierro- se sufre también como una virtual salida de la historia. El exiliado sufre el mal de Tántalo: quiere asir el alimento de la historia, pero la historia se aleja de él. Regresar a la historia es regresar a ese pequeño cosmos de donde fuimos expulsados y donde, gracias a la reinserción, recuperaremos nuestro perdido poder.
Si el desterrado vive –y sufre- su obsesión de retorno, el transterrado –siguiendo en el neologismo a José Gaos- experimenta un revenar, un rebrote existencial, un reacomodo geográfico en el seno de la historia. El desterrado sufre y padece la amputación de su raíz-centro y flota, a la deriva,en ese desarraigo; se desencuentra consigo mismo porque no se encuentra con los otros-semejantes –que incluso actuando como enemigos, y tal vez justamente por eso, le insuflan razón de ser, sentido y única dirección a su existencia. El transterrado, en cambio, genera rizomas; palia el desarraigo a partir de la producción de vástagos multidireccionales, de un replanteo del orden o cosmos provocado por una nueva noción aleatoria y metamórfica de la realidad. El transterrado, de esta manera, se hace otro, mientras que el desterrado se deshace en sí al querer prevalecer en el ser y en aquel orden perdido e idealizado.
Pero, más allá de los exilios impuestos, también están los exilios voluntarios, las fugas culturales, los nomadismos existenciales, la condición diaspórica o el sentimiento apátrida como ejercicio libertario. El exilio como patria, como no lugar, como virtud y virtualidad más allá de territorios y entelequias identitarias es una condición que debe ser atendida y analizada con mayor rigor en la cultura globalizada y cada día más desarraigada de nuestro tiempo.
II
Si la aventura exílica de Ulises es heroica –20 años errante por el mundo hasta retornar a su Penélope y su Ítaca queridas-, tal vez no sean menos heroicas las errantes vidas exílicas de escritores y personajes literarios de la modernidad (de los cuales ya cité el singular caso de El extranjero). Del Ulises de Homero al Ulises de Joyce se suceden múltiples mundos e innumerables exilios personales y colectivos. Sucede, también, un cambio de valores significativo: del héroe pasamos al antihéroe, del destierro clásico al transtierro de la modernidad, de la idealización de la pérdida a la aceptación del vacío como condición de lucidez, del paraíso perdido al simulacro recobrado.
Joyce fue un exiliado voluntario, un conciente apátrida que huye de su natal Irlanda, de la fe católica y del nacionalismo para inventar su propia patria, no en Trieste, en Zurich o en París –ciudades donde vivió- sino en la escritura, en el lenguaje, y en la figura de un involuntario exiliado en su propia tierra, ese judío dublinés, tan humillado como execrado, llamado Leopold Bloom. Joyce construye su exilio voluntario para recrear la involuntaria condición exílica de un hombre que es todos los hombres, de un dublinés del mundo que no puede hacer de su exilio interior un espacio de libertad, un trapecio entre los condicionamientos y la contingencia. Bloom es la contraparte de Joyce, es quien pudo ser él, el otro exílico que padece un orden y una cosmogonía impuesta por el nacionalismo y los constrictores convencionalismos de su patria.
Huir de la patria es huir del padre. Esta recusable declaración al menos se cumple en el caso de un exiliado existencial llamado Franz Kafka y, por supuesto, en esas figuras tan o más reales que su autor: Gregorio Samsa de La metamorfosis, o el Sr. K de El proceso. La transformación de Gregorio en un monstruoso insecto es un exilio -¿voluntario o involuntario?- por negación y por deformación; es un destierro corporal que impele y provoca ostracismo, que conduce a una expatriación implosiva, centrípeta, interior. Gregorio pierde el vínculo con el otro-semejante –su familia- al perder su condición humana, su cuerpo, su representatividad dentro del consenso social (ese consenso que desestima la participación de los artrópodos). Gregorio pierde, además, la herramienta fundamental que el consenso impone: el lenguaje. Gregorio chirría. Piensa, sí, y desea hablar, pero emite chirridos no sólo incomprensibles sino desagradables para el común de los humanos. Si la lengua es la patria –en una de sus tantas representaciones- y es también la casa del ser, entonces Gregorio pierde su ser y su patria al desterritorializarse en cuerpo y lengua. Doble condición exílica que acelera su perdición –su no inserción- en el patriarcal núcleo familiar. Recordemos la predilección de Kafka por los sótanos, los túneles, las galerías, y recordemos los pesarosos pasillos que el señor K debe trajinar dentro del Tribunal; el exilio es interior, no hay posibilidad de salida, no hay refugio, asilo o extraterritorialidad alguna porque todo lo visible e invisible pertenece al Tribunal. La pesadilla kafkiana nos confronta con la condición inevitable de un exilio, no hacia un afuera impotente sino hacia un adentro imponente, laberíntico y devorador.
Otro exiliado de sí mismo: Fernando Pessoa. Desdoblarse, multiplicarse, despersonalizarse, como maneras y variaciones de un exilio interior rico en sustituciones, en vástagos, en transtierros metafísicos. La heteronimia pessoana es la construcción de espacios exílicos donde puedan resonar las alteridades dramáticas del ser: ser Alberto Caeiro, ser Álvaro de Campos, ser Ricardo Reis. Recordemos que este último abandonó Portugal y se exilió en Brasil a causa de sus ideas monárquicas. El exilio de Pessoa en Reis se continúa con el exilio de éste en Brasil. Vasos comunicantes de una fuga de sí que es, también, una prolongación de sí en el otro alterno, virtual y fugitivo. Pessoa huye de su época, de sus congéneres, de su patria –e incluso de su novia: Ofelia-, sin salir de su Lisboa querida; sale, se fuga, vía heteronimia, vía escritura, vía sensacionismo. El sufrimiento, las consecuencias terribles de estar en otro lado, se atenúan y se justifican en esa construcción de un mundo autosuficiente y de una geografía puramente literaria –ni Lisboa ni Sintra sino esa zona virtual, especular, de una carretera de ensueño donde poder seguir: “y ¿qué más puede haber en seguir, sino no parar, proseguir?”, se responde, lúcido y lúdico en su pregunta, el poeta portugués.
¿Y cómo no recordar a ese otro exiliado y escindido llamado Harry Haller, maduro alter ego de un alemán nacionalizado y exiliado en Suiza llamado Hermann Hesse? Las dos naturalezas de este lobo estepario son excluyentes, de ahí lo exílico de su condición, de ahí el recíproco destierro constante de sus partes y la bipolaridad como sistemático mecanismo de incompletud y confrontación interna. Haller/Hesse pertenece a la estirpe de los desterrados voluntarios de la sociedad, de los rebeldes apocalípticos que recusan el consensual sentido común de las muchedumbres adormecidas por el trabajo, las ideologías y la patria (y hoy agregaríamos al activo sopor de esas muchedumbres los reality show, el imperialismo de las marcas y la espectacularización de la guerra y el terrorismo). Un exiliado de sus circunstancias –a la manera de Haller- es un suicida. Este tipo de “suicidas” conceptuales son aquellos “atacados por el sentimiento de individuación”, retobados radicales ante los brutales o sutiles mecanismos de envilecimiento general. El exilio como suicidio conceptual. Idea no demasiado alejada de los monjes zen, quienes “matan” su yo lleno de apegos, pasiones, condicionamientos y sufrimiento, para fundirse en una ecuánime respiración universal. Exilio-éxtasis: un salirse de sí para fundirse con la unidad de lo real. Pensemos, también, en Isaac Luria, ese cabalista genial, que veía en Dios al primer exiliado: aquél que se retrajo –se retiró-para crear un vacío en derredor, una matriz de mundo, una primera condición para la Creación. Y pensemos en aquel otro que caminó sobre la tierra y sobre el agua y, a pesar de todo, dijo: “Mi reino no es de este mundo”.
La relación con el lenguaje en tanto habla materna también puede ser de condición exílica. Huidobro aconsejaba escribir en una lengua que no fuera la materna, y sabemos que adoptó el francés en sus primeros libros, más que nada como mecanismo de inserción en el mundo literario parisino, al pasar de una lengua periférica -el castellano- a una lengua, en esa época, todavía hegemónica. Beckett abandona el inglés y también adopta el francés como lengua de creación, cambio que está en directa relación con su particular sintaxis, con sus rompimientos gramaticales, con su decir dislocado. Pessoa, en sus juveniles años de Sudáfrica, escribe en inglés por pura voluntad de heteronimia, en cambio Paul Celan, se lamenta de tener que escribir en alemán, la lengua de los asesinos de sus padres. Pound introduce el latín, el italiano y los ideogramas chinos en sus excesivos Cantares. El británicoLafcadio Hearn vive en el Japón imperial, se nacionaliza y cambia su nombre por el de Yakumo Koizumi, asumiendo la lengua de su patria adoptiva. Navokov escribe su esplendida Lolita en inglés, queriendo ser un escritor norteamericano. Wilson Bueno entrecruza el portugués, el español y el guaraní en su Mar paraguayo. Los ejemplos abundan. Pero la interrogante es la siguiente: ¿Se escribe mejor en una lengua que no sea la materna, como pedía Huidobro? La respuesta es no. Ni mejor, ni peor: diferente. A veces, como en Beckett, la diferencia marca un estilo, una singularidad autoral, un brillo no materno. Pero dudo que Rubén Darío hubiera escrito mejor en francés su afrancesada poesía modernista. Dudo mucho que Celan hubiera alcanzado su alta intensidad dramática abandonando su apostatada lengua alemana. Tal vez el salto final de Celan al Sena fue la única salida viable de la lengua; la única salida de sí ya que no pudo ser otro, ser diferente en la adopción de una lengua no materna, en la aceptación del exilio como un habla otra, como la construcción de una nueva casa para el ser.
Porque definir el exilio –o, más correctamente, los exilios: fugas, nomadismos, destierros, retiros, diásporas, suicidios conceptuales o espirituales, hablas y escrituras no maternas- como sinónimo de pérdida y sufrimiento, de desarraigo inhibidor del ser, de irrevocable condición calamitosa, resulta una falacia y una ingenuidad. Perder de vista o desestimar las complejas, proteicas y transformadoras relaciones que se establecen en la condición exílica, en el intercambio con el otro, o con lo otro, en el trasvase de valores –ya sean físicos, intelectuales o morales-, en los procesos rituales o ceremoniales, en la internalización de nuevas semióticas y actitudes culturalmente anfibias, en las transacciones fronterizas, en las resignificaciones lingüísticas y corporales, en los entrecruzamientos varios; en suma, en la hibridación cultural de la especie, es –insisto- una aberración intelectual. Sin la expulsión del paraíso no habría Historia. Sin el tsim-tsum –o exilio divino imaginado por Luria- no habría Creación. Sin desarraigo no hay conocimiento. Esta verdad se aplica por igual al campo de la ciencias sociales como al del arte y la literatura, como al de la biología, la sexualidad o la religión.
Sí, el mundo es de condición exílica.
Y si como quería Albert Camus: “Hay que imaginarse a Sísifo feliz”, también habrá que imaginarse el exilio no como la roca que cargamos con dolor, sino como la roca que podemos cargar con gozo. Y en ese gozo, en esa imaginable felicidad, se cifra, no el mítico paraíso perdido de los hombres, sino su complemento y contraparte: la Historia como constante creación y como constante, fértil, necesario exilio. |