OCTAVIO PAZ: EL INSTANTE FECUNDO
Víctor Sosa
Octavio Paz: el poeta, el diplomático, el premio Nóbel mexicano, el director de dos de las revistas más importantes de nuestro país: Plural y Vuelta; Octavio Paz el polemista, el crítico apasionado, el francotirador intelectual, el político, el moralista, el hombre de izquierda, el liberal; el que diseccionó a ese ogro filantrópico cuando muchos intelectuales callaban o justificaban las argucias y artimañas de la llamada -por Vargas Llosa- “dictadura perfecta”; el que renunció a la diplomacia como un acto de indignación ante la masacre de Tlatelolco; Octavio Paz, el amigo de Salinas de Gortari, el poeta de Televisa, el caudillo cultural atrincherado en su laberinto de la soledad y más odiado que amado por sus contemporáneos, el anciano que desconfiaba de los halagos y de los mendigos -al igual que de los amigos- que solicitaban su bendición para reclinarse cómodamente debajo de su ya no tan clara sombra. Paz acabó su vida, como ese personaje magistral de García Márquez -el coronel Aureliano Buendía- encerrado en su círculo de tiza, después de haber librado incontables batallas. Porque Octavio Paz fue un guerrero de su época, un hombre de decisiones y de pasiones, a veces, marcadas por la intolerancia, el autoritarismo, la egolatría, características propias de los caudillos y de los dirigentes políticos del intransigente siglo XX.
El último caudillo político se llamó Carlos Salinas de Gortari; el último caudillo intelectual se llamó Octavio Paz. Hoy vivimos en un mundo y en un México postutópico y postcaudillista. Los últimos tres presidentes -desde Zedillo hasta Calderón- nos han dejado un insulso sabor de boca, una sensación de inoperancia y de blanduzca desazón -en el sentido literal: falta de sazón y en el sentido figurado: molestia, desasosiego, falta de motivación. Tal vez nos esté invadiendo una nostalgia del caudillo perdido, una nostalgia por esa sombra de la suprema autoridad. ¿Habrá en el siglo XXI un nuevo Paz sin ogros filantrópicos? No lo sabemos. El futuro del país depende de las verdaderas transformaciones democráticas, del desarrollo de una sociedad civil adulta y de la transparencia y profesionalización del ejercicio político. Tarea nada fácil.
Sin embargo, ver a Paz en su justa medida es una tarea que se impone después de diez años de su desaparición física. En estos diez años, nadie ha podido eclipsar su figura o sustituir su enorme influencia en la cultura mexicana. Tal vez la desaparición del sistema de partido único haya anulado también la figura del intelectual crítico que, conciente o inconscientemente, reproducía los patrones de conducta autoritaria que él mismo criticaba. Paz fue un espejo del sistema que tanto criticó: el piramidal del México prehispánico y el del Estado corporativo del México moderno. Paz reprodujo el autoritarismo institucional, pero produjo una obra poética e intelectual que trasciende su historia personal y quedará en el lenguaje y en la escritura, como quedó la obra de Góngora o de Quevedo, de Vallejo o de Borges, sin importar los errores o aciertos -siempre relativos- perpetrados por dichos autores.
En América Latina, a lo largo del siglo pasado, el escritor, el poeta, el novelista, han tenido que asumir el rol del preceptor moral, del crítico de los sistemas autoritarios y las dictaduras en turno, de ser la conciencia y el portavoz de la sociedad; en suma, funciones extraliterarias más vinculadas al campo de lo social y político que al campo de la creación artística.
Esa fue la función que Paz asumió en México. Tal vez esta función social del escritor sea algo propio del mundo latino. Desde la Ilustración francesa hasta el militantismo sartreano; desde José Martí -como gestor de la independencia cubana-, hasta Pablo Neruda, Vargas Llosa o Vicente Huidobro -que, mucho antes que el peruano, tuvo sus veleidades presidenciales-, los intelectuales han sido juez y parte de las fluctuaciones sociales de sus respectivos países. Estas tentaciones políticas de algunos literatos, no siempre fueron buenas para la política y menos buenas aún para la literatura.
Sin embargo, política y poesía han ido de la mano en múltiples momentos de la historia. Lord Byron murió por la libertad de una patria que no era la suya: Grecia; el Rimbaud adolescente participó en la Comuna de París, lo mismo que Baudelaire lo había hecho -aunque por motivos más personales que políticos- en los disturbios de 1848; Dostoievski estuvo involucrado en un atentado contra el Zar; Ezra Pound fue un convencido fascista y combatió contra las democracias occidentales desde su programa de radio Roma; muchos escritores participaron en la Guerra Civil Española defendiendo con sus poemas a la República. Ese fue el caso, entre otros, de Octavio Paz.
La relación de Paz con España es fuerte y arraigada, viene de su abuelo Ireneo Paz, amante de las ideas liberales, autor de novelas históricas al estilo decimonónico, poseedor de una biblioteca donde el niño Octavio se familiarizó con Cervantes, Quevedo y Lope de Vega, entre otros. Por tanto, la tradición de la literatura española es natural en Paz, ya que es un alimento recibido desde los anaqueles de la casa paterna. Quevedo, sobre todo, está presente en su poesía juvenil. Ya en Calamidades y milagros, de los años 30, recurre a un epígrafe de Quevedo: “Nada me desengaña/ el mundo me ha hechizado”, y en Homenaje y profanaciones, de 1960, transcribe íntegro al comienzo del libro, el poema “Amor constante más allá de la muerte”, que se cierra con el famosísimo verso: “polvo serán, más polvo enamorado”. Paz está marcado, y esto no es de poca importancia, por uno de los poetas fundadores de la modernidad en lengua castellana. Quevedo –incluso más que Góngora-, es el gran representante de esa poesía escrita en nuestra lengua que instaura la ironía, la irreverencia, el tema de la muerte y del amor más allá de los cánones y designios cristianos, la incredulidad, la incipiente conciencia crítica del poeta ante el mundo. Después vendrá Machado -del cual toma el concepto, tan paciano, de otredad-, y luego la gran influencia de la generación del 27, con García Lorca, Rafael Alberti y Jorge Guillén, entre otros. Una generación de poetas sonoros, luminosos, musicales, de la que Paz será un gran lector y un buen continuador.
La otra gran influencia en la poética de Paz no vendrá de España sino de Francia, sobre todo, de la mano del surrealismo. Si la influencia de la generación del 27 coincide con la esperanza y las expectativas de la República española, el surrealismo, para Paz, será una prolongación de esa búsqueda de la libertad a través de la poesía. El amor, el deseo, la comunión, la experiencia onírica, la libertad y la superación de los contrarios filosóficos y existenciales, eran algunos de los grandes temas de los poetas surrealistas que, además, fundían su preocupación por el mundo del inconsciente –vía romanticismo y psicoanálisis- con las ideas revolucionarias –vía Marx y Fourier-, para crear una síntesis entre experiencia interior y experiencia histórica, entre individuo y sociedad, entre sueño y vigilia, entre razón y locura. Breton -en una síntesis digna de su admirado Hegel- declara que “Cambiar la vida”, como dijo Rimbaud, y “Transformar el mundo”, como dijo Marx, para los surrealistas eran una sola y única cosa.
Esta alquimia pergeñada a mediados de los años 20 reactiva la función del poeta como agente social, como sujeto histórico, como intelectual comprometido con su época. El ensueño y la revolución: un solo sueño. Y la poesía ahí, como diosa dadora, como deidad absoluta, incuestionable. Esta función religiosa de la poesía ya estaba presente en Paz desde los años del colegio de San Ildefonso, donde había entablado amistad con José Bosch, un catalán anarquista que lo habría de iniciar en las lecturas de autores libertarios. Dice Paz en Itinerario:
La política no era nuestra única pasión. Tanto o más nos atraían la literatura, las artes y la filosofía. Para mí y para unos pocos entre mis amigos, la poesía se convirtió, ya que no en una religión pública, en un culto esotérico oscilante entre las catacumbas y el sótano de los conspiradores. Yo no encontraba oposición entre la poesía y la revolución: las dos eran facetas del mismo movimiento, dos alas de la misma pasión. Esta creencia me uniría más tarde a los surrealistas.
La poesía y la revolución devienen, para Paz, culto religioso. La poesía como ocultismo -sabiduría cifrada- y como subversión y transmutación de la condición humana. Las catacumbas cristianas y los sótanos anarquistas parecen confluir en ese culto y en esa praxis de la poesía. Al igual que Novalis, Paz podría haber dicho: “La poesía es la religión natural de la humanidad.” Es comprensible en un joven educado en el pensamiento liberal de su abuelo y en el revolucionario de su padre, y que muy pronto abandonaría el catolicismo inculcado en su infancia. Es, a su vez, un condicionamiento histórico y una elección personal. El siglo XX fue el siglo de las revoluciones, desde la mexicana, pasando por la rusa, hasta la cubana y sus epifenómenos latinoamericanos. Paz analiza este hecho en Conjunciones y disyunciones:
El cristianismo, en su ocaso, transfirió la misión tradicional de todas las religiones a los partidos revolucionarios: ahora son ellos, no la gracia no los sacramentos, los agentes de la transmutación. Este desplazamiento coincide con otros en la esfera del arte y de la poesía. En el pasado, el fin primero y último del arte era la celebración o la condenación de la vida humana, a partir de los románticos alemanes y con mayor energía después de Rimbaud la poesía se propone cambiar la vida. La revolución social y el arte revolucionario se convirtieron en empresas religiosas o, al menos, que la antigüedad consideró siempre como la jurisdicción exclusiva de la religión.
Esa transferencia misionera a la que se refería Paz en los años 70 del pasado siglo ya no existe. Los partidos revolucionarios y el mismo concepto de revolución han caído, por su propio peso, en el descrédito. ¿Será que hoy vivimos una contratransferencia y la religión retoma su ancestral misión transmutatoria? ¿El siglo XXI será religioso o no será, como sentenció Malraux?
Pero en la época del surrealismo la palabra revolución seguía teniendo todo su poder imantatorio. La palabra revolución y la palabra amor se conjugaban en un mismo eco que disolvía al viejo cristianismo con sus perversiones clericales y lo transmutaba en un nuevo cuerpo eucarístico llamado proletariado, con un nuevo profeta y guía espiritual llamado Marx.
El surrealismo en Paz ya aparece en algunos relatos poéticos como “El ramo azul” y “Mi vida con la ola”, de 1949, recogidos en Libertad bajo palabra. También, en muchos de los poemas en prosa de ¿Águila o sol?, para decantarse y acrisolarse en la perfección rítmica y formal de Piedra de sol, publicado en 1957, uno de los poemas más extensos -junto con Blanco y Pasado en claro- y, para muchos, el mejor dentro de la obra poética paciana.
Sin embargo, el surrealismo del mexicano carece de la ortodoxia de la llamada escritura automática. Paz es un poeta de la revelación conciente, de lo maravilloso luminoso del mundo material y circundante; un poeta de la luz y de la transparencia, no de la oscuridad y de los brumosos laberintos del inconsciente. Su romanticismo está más cerca del mediodía de Hölderlin que de la noche de Novalis. Su personal surrealismo desestima el gratuito dislate y el irreflexivo disloque del sentido. Paz abraza del surrealismo más su ética que su estética; desconfía de una poesía que no esté dirigida por una inspiración pensante del autor. En ese sentido, podemos entenderlo más cercano a Mallarmé, a Paul Valéry, a Fernando Pessoa o al Huidobro creacionista, pero la fuerte personalidad de Breton, su intolerancia, su dogmatismo -y también su genialidad- subyugaron a Paz y, de alguna manera, marcaron muchas de sus actitudes proyectadas en la vida cultural de México.
Detengámonos en Piedra de sol. El poema se compone de 584 endecasílabos, sin contar los seis últimos que se repiten al principio, y Paz establece -en nota aparte- una serie de relaciones con la cuenta del ciclo venusino de los antiguos mexicanos y las asociaciones que los antiguos mediterráneos le daban a este plantea, como Estrella de la mañana (Phosphorus) y Estrella de la tarde (Vesperus). Venus como “un nudo de imágenes y fuerzas ambivalentes”, “una manifestación de la ambigüedad esencial del universo.”
Venus: el amor, lo femenino, la mujer. ¿Cuál mujer? Todas. La muchacha que sale de las entrañas del colegio es todas las mujeres, es el eterno femenino en una metamorfosis permanente, es el mundo, la naturaleza y la naturalidad del mundo encarnando en mujer. Por eso su nombre puede ser: “Melusina, Laura, Isabel, Perséfona, María”, no importa; hadas, hechiceras o santas, todas son Venus en su ambigüedad divina. La mujer detiene la infeliz sucesión del tiempo, la pesarosa conciencia, la caída en la ineludible decrepitud y la muerte. El poeta se libra del tiempo al hechizarlo, y lo hechiza, sólo con la presencia, pero la presencia debe ser nombrada, y así la nombra Paz:
escritura de fuego sobre el jade,
grieta en la roca, reina de serpientes,
columna de vapor, fuente en la peña,
circo lunar, peñasco de las águilas,
grano de anís, espina diminuta
y mortal que da penas inmortales,
pastora de los valles submarinos
y guardiana del valle de los muertos,
liana que cuelga del cantil del vértigo,
enredadera, planta venenosa,
flor de resurrección, uva de vida,
señora de la flauta y del relámpago,
terraza del jazmín, sal en la herida,
ramo de rosas para el fusilado,
nieve en agosto, luna del patíbulo,
escritura del mar sobre el basalto,
escritura del viento en el desierto,
testamento del sol, granada, espiga,
La mujer es naturaleza reencontrada, es el jardín perdido desde la expulsión bíblica; es escritura de fuego, de viento de mar; es decir: elemental escritura fenoménica, mutante como el viento, el mar, el fuego; no el lenguaje de la Caída sino el lenguaje de la Creación. La mujer es el hechizo del instante que se transforma permanentemente. Un tiempo sin tiempo, un tiempo mítico. Subrayemos que esta deificación de la mujer es de estirpe romántica y, por ende, surrealista.
A la par de la mujer, el instante es el gran protagonista de toda la poética paciana y es, sin duda, el eje móvil de Piedra de sol. Pero, ¿qué es el instante? Es tiempo –respondemos con prontitud. Sí, pero ¿qué es el tiempo? Y la mejor respuesta sigue siendo la de San Agustín: “Si nadie me lo pregunta, lo sé, pero si quiero explicarlo al que me pregunta, no lo sé”. (Confesiones XI). San Agustín, como filósofo cristiano, cree en la eternidad divina que es, por decirlo así, el “tiempo” de Dios, pero indaga como pocos en la temporalidad humana, en nuestro tiempo, y en el ser que habita ese tiempo: “De algún modo lo veo, pero no sé como declararlo sino diciendo que todo lo que comienza a ser deja de ser”. Sucesión: el presente, el pasado y el futuro se entremezclan, son un tiempo vivido, un tiempo humano: “En ti, alma mía, mido los tiempos -prosigue San Agustín-. El tiempo es cosa del alma. Un futuro largo es una larga expectación del futuro (...) un pasado largo, que ya no es, una larga memoria del pasado”. En este punto, Agustín se adelanta a Bergson al postular un “tiempo del alma”, es decir, un tiempo mental, más psíquico que físico, más intuido que mensurado. Bergson, por su parte, se detendrá en el concepto de duración, el tiempo tiene una duración personal, distinta en cada uno de nosotros, y esa duración no sólo está formada por lo que sucede sino, también, por lo que se conserva en la memoria. Agreguemos a ello la intensidad de la experiencia vivida. No es lo mismo estar sentados en nuestros sillón favorito que caer de un onceavo piso; en este último caso el tiempo se vive con tal intensidad que, literalmente, se alarga; aunque sólo sucedan algunos segundos en la caída, los vivimos como si fueran largos minutos. Gaston Bachelard -en La intuición del instante- dice que “La intensidad se entiende por el número de instantes en que la voluntad se esclarece y se tensa”. Entonces, el llamado por él “instante fecundo” sólo se produce a través de la atención, que es decisión. Agrega Bachelard: “ Cuanto más atención se presta a una sensación al parecer uniforme, más se diversifica”. Y, justamente, la poesía se sustenta en esa sensación que produce el instante fecundo, el instante diversificado y multiforme, el instante de la simultaneidad donde el poeta destruye la aparente linealidad del tiempo.
Y el poeta Octavio Paz -en este caso- busca el “instante fecundo”, lo busca en su pensamiento y en su memoria, lo busca a través de la escritura:
busco sin encontrar, escribo a solas,
no hay nadie, cae el día, cae el año,
caigo con el instante, caigo a fondo,
invisible camino sobre espejos
que repiten mi imagen destrozada,
piso días, instantes caminados,
piso los pensamientos de mi sombra,
piso mi sombra en busca de un instante.
Lo encuentra finalmente en el recuerdo y en la recreación de la mujer. Como ya lo dijimos, la mujer naturaleza y la mujer Venus: la madre y la amante. Sólo en esa matriz de madre-amante, en ese retorno a la unidad perdida, el poeta, el individuo, se reencuentra consigo mismo, se pacifica, cesa de sufrir. El instante, entonces, para que deje de ser encadenada sucesión de tiempo -sinónimo de soledad, de separación, de tedio- debe ser instante pleno: instante amoroso: fecundo. Un hechizado instante liberado al fin del pesaroso cronómetro del tiempo y de la tan razonable y fehaciente Historia. Sin embargo -gran paradoja-, somos seres históricos y estamos hechos de tiempo. La historia irrumpe siempre, una fecha se impone:
Madrid, 1937,
en la Plaza del Ángel las mujeres
cosían y cantaban con sus hijos,
después sonó la alarma y hubo gritos,
casas arrodilladas en el polvo,
torres hendidas, frentes escupidas
y el huracán de los motores, fijo:
los dos se desnudaron y se amaron
por defender nuestra porción eterna,
(...)
los dos se desnudaron y besaron
porque las desnudeces enlazadas
saltan el tiempo y son invulnerables,
nada las toca, vuelven al principio,
no hay tú ni yo, mañana, ayer ni nombres,
verdad de dos en sólo un cuerpo y alma,
Dentro de la Historia que separa y mutila y cronometra; dentro y no fuera, está el instante fecundo, eterno y amoroso; ahí cohabitan sucesión y fijeza, destierro y paraíso, palabra histórica y silencio mítico. Paz no postula un paraíso fuera de este mundo: el paraíso es un parpadeo que disuelve el mundo, dentro del mundo, que nos trasciende dentro de lo terrenal. La pareja que hace el amor bajo los bombardeos están en todas partes y en ninguna, están en todos los tiempos y en Madrid, 1937. Pero lo más importante: en ese instante supremo del amor, se disuelven las individualidades, la pareja es “sólo un cuerpo y alma”. El instante entonces -hecho de tiempo- es la estrecha puerta hacia la comunión del ser, hacia la unidad, hacia el no nombre (“amar es desnudarse de los nombres”). La otredad está detrás de esa puerta y el tema de la comunión amorosa encarnada en la pareja primordial, derrapa hacia esa comunión mayor entre todos los hombres:
-¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?,
¿cuándo somos de veras lo que somos?,
bien mirado, no somos, nunca somos
a solas sino vértigo y vacío,
muecas en el espejo, horror y vómito,
nunca la vida es nuestra, es de los otros,
la vida no es de nadie, todos somos
la vida -pan de sol para los otros,
los otros todos que nosotros somos-,
soy otro cuando soy, los actos míos
son más míos si son también de todos,
para que pueda ser he de ser otro,
Es decir que, la unión de dos -de la pareja primordial- es un algoritmo de la unión de todos. Paz pone bajo sospecha el concepto de individualidad, la idea del yo y hasta el cogito cartesiano, al plantear la imposibilidad del ser en soledad. El ser siempre es a partir de los otros. No hay esencia, hay existencia -como diría Sartre- y esa existencia es siempre plural.
Para indagar más en la noción del instante que es permanente -y permanencia- en Paz, nada mejor que un libro excepcional, híbrido entre el relato, las memorias, la reflexión filosófica y la prosa poética. Ese libro es El mono gramático. Allí el instante adquiere su mayor concreción reflexiva; el instante y el ser, fruto del instante.
La fijeza es siempre momentánea. Es un equilibrio, a un tiempo precario y perfecto, que dura lo que dura un instante: basta una vibración de la luz, la aparición de una nube o una mínima alteración de la temperatura para que el pacto de quietud se rompa y se desencadene la serie de metamorfosis. Cada metamorfosis, a su vez, es otro momento de fijeza al que sucede una nueva alteración y otro insólito equilibrio. Sí, nadie está solo y cada cambio aquí provoca otro cambio allá. Nadie está solo y nadie es sólido: el cambio se resuelve en fijezas que son acuerdos momentáneos. ¿Debo decir que la forma del cambio es la fijeza o, más exactamente, que el cambio es una incesante búsqueda de fijeza? (...) La sabiduría no está ni en la fijeza ni en el cambio, sino en la dialéctica entre ellos.
Heráclito, Empédocles, Lao Tsé, se vislumbran en este pensamiento. El hinduismo y, sobre todo, el budismo y su idea del sunyata –ese vacío pleno- y el origen dependiente de todas las cosas (pratitiasamupada), están presentes en la dialéctica paciana. Cada definición lleva en su seno su negación. Lo efímero es eterno, lo fijo es móvil, la destrucción es creación. El yo (como quería Rimbaud) siempre es otro. Paz baraja incesantemente los opuestos, no para dislocarse en la bipolaridad de esto o aquello, sino para hacer de esto y aquello complementos necesarios de lo uno, de esa unidad integradora, de esa matriz proteica de la poesía encarnando, siempre, en la diversidad de la existencia:
Frases que son lianas que son manchas de humedad que son sombras proyectadas por el fuego en una habitación no descrita que son la masa oscura de la arboleda de las hayas y los álamos azotada por el viento a unos trescientos metros de mi ventana que son demostraciones de luz y de sombra a propósito de una realidad vegetal a la hora del sol poniente por las que el tiempo en una alegoría de sí mismo nos imparte lecciones de sabiduría tan pronto formuladas como destruidas por el más ligero parpadeo de la luz o de la sombra que no son sino el tiempo en sus encarnaciones y desencarnaciones que son las frases que escribo en este papel y que conforme las leo desaparecen
El origen dependiente de todas las cosas está aquí, expresado en esa conjunción ilativa e iterativa -el que- desenrollándose en esa larga oración subordinada donde el sentido de lo que es (porque “lo que es, es, y lo que no es, no es”, decía Parménides) queda completamente invalidado por la metamorfosis permanente del sustantivo. Aquí, lo que es, siempre es otra cosa. En Paz el principio de contradicción de Parménides queda anulado por el principio de la analogía universal. Todo es todo; todo se continúa en todo, y el lenguaje -ese artificio, esa irrealidad- se confunde con la realidad vegetal más allá de la escritura. Todo es, instantáneas apariciones y desapariciones de lo mismo revestidas de singularidad: frases; lianas; manchas; sombras; fuego; álamos; viento; luz; tiempo; frases.
El lenguaje corriente acota la realidad en el corsé del nombre. Pero el poeta, desacata ese coto; desmadra al lenguaje, lo saca de quicio y de curso. Hace que esto y aquello inventen una tercera instancia y, justamente, esa es la función de la metáfora: crear nuevos mundos a partir de éste. La metáfora poética es, también, la mejor encarnación del instante: fija vértigos –parafraseando a Rimbaud. Pero -no lo olvidemos- “la fijeza es siempre momentánea.” Ni el nirvana -entendido como la quietud dichosa y atemporal más allá del ciclo de las reencarnaciones-, ni el samsara -entendido como el histórico y sucesivo sufrimiento que nos depara este valle de lágrimas- son condiciones permanentes para Paz. Al igual que para Nagarjuna -el filósofo de la dialéctica budista- samsara es nirvana y nirvana es samsara, o dicho en términos más occidentales: el infierno y el paraíso son una misma cosa y quizá sólo existan en el corazón del hombre. La eternidad de Dios y la temporalidad humana de San Agustín, se confunden y disuelven en la androginia del instante fecundo. Nuevamente, esto es aquello; lo que es, siempre es otra cosa (frases-lianas-manchas), y hay que estar atento al instante de ese devenir porque en él está la eternidad, la creación de la eternidad que es, siempre, una autocreación, una fecundación. Como dice Paz: “cada percepción es un acto de creación”, y en el poema Blanco desarrolla esta dialéctica de manera admirable:
me miro en lo que miro es mi creación esto que veo
como entrar por mis ojos la percepción es concepción
en un ojo más límpido agua de pensamientos
me mira lo que miro soy la creación de lo que veo
Sólo ese diálogo con la realidad nos hace posibles. Esa realidad que es la otredad nos da sentido, cohesión, conciencia. En la medida en que miramos, creamos; en la medida en que percibimos, concebimos el mundo. Pero, como dijo Antonio Machado: “El ojo que ves no es, ojo porque tu lo veas, es ojo porque te ve”, y Paz, conciente de esa mancomunidad de las miradas, sabe que si “me miro en lo que miro”, también “me mira lo que miro”; sabe que somos la creación de lo que vemos, y que esa recíproca creación del mundo y del ser, sólo puede ser concebida dentro del parpadeo infinito, eterno, del instante fecundo.
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Víctor Sosa, poeta, ensaísta e artista plástico, publicou, entre outros títulos, Mansión Mabuse. No Brasil, será publicada uma antologia de seus poemas, Sunyata, pela editora Lumme, com traduções de Claudio Daniel e Luiz Roberto Guedes.
Leia também uma entrevista com Victor Sosa, poemas do autor em espanhol e traduzidos por Claudio Daniel, e também ensaios escritos pelo poeta uruguaio sobre Neruda, William Blake e o Surrrealismo.
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