EL SURREALISMO CONTRA
LAS VANGUARDIAS
Víctor Sosa
I
Es
del todo evidente que, a menos que se consiga hacer más lento
el ritmo colosal a que avanzamos (y no cabe esperarlo) o bien
-lo cual, por fortuna es más probable- que se le opongan
fuerzas contrarias de magnitud equivalente, en el sentido de
la religión o de la filosofía profunda, con irradiación
centrífuga opuesta a esta religiosa tormenta centrípeta que
nos arrastra al vórtice de lo meramente humano, lo natural es
que este tumulto tan caótico, librado a sí mismo, tienda de
por sí al mal, en algunos espíritus a la locura y en otros a
la reactivación del letargo carnal.
Dichas
palabras no soy mías ni son de hoy; fueron pronunciadas por
Thomas de Quincey en 1845. Se escuchan, sin embargo, tan o más
actuales que muchos discursos contemporáneos. ¿Por qué?
Porque denuncian, de manera profética, la catástrofe vivida
por la modernidad en los últimos 150 años. Esa modernidad
que tuvo lugar a partir del paradigma humanista gestado en el
Renacimiento, que vio su continuidad en la revolución científica
realizada por Descartes y Newton en el siglo XVII y se ramificó
en el posterior Siglo de las Luces y en la Revolución
Industrial -los cuales confirmaron, en la práctica, la
exactitud del paradigma racionalista moderno. No es de
subestimar ese paradigma. Con la Ilustración una serie de
palabras y conceptos inéditos se imponen: la libertad e
igualdad entre los hombres; la idea del hombre como
constructor de su destino; el nacimiento del individuo -con
su voluntad subjetiva y su accionar en la historia-; la
autoconciencia y la crítica de lo real más allá de cánones,
dogmas o escrituras de índole sagrada. El hombre, entonces,
abandonaba la oscuridad supersticiosa de la teología medieval
para subirse -gracias a las nuevas diosas de la Ciencia y la
Técnica- en el tren del progreso que lo llevaría a la
liberación de los ancestrales temores y hacia un porvenir
cada vez más luminoso y prometedor. Así, una nueva religión
se imponía en Occidente: la religión del Progreso y el
indiscriminado culto del Futuro como insustituible tierra
prometida.
Sin
embargo, aquella tierra prometida de antaño se transformó en
el actual territorio del desastre, zona arrasada por la Razón
de la usura -tan denunciada por el equívoco Pound- y por el
voluntarismo progresista de la modernidad. Lo que queda, la
herencia del paradigma humanista de Occidente, está aquí:
contaminación a escala planetaria; destrucción consciente y
sistemática de la capa de ozono; sobrepoblación que genera
marginación, miseria y envilecimiento de la condición
humana, y -de manera simultánea- sobreproducción de
objetos y bienes de consumo inútiles y no degradables (nunca
lo inútil había sido seriado de tal manera como en este
imperio de lo efímero que ahora nos toca vivir); premeditada
desertización de zonas fértiles con el fin de lograr grandes
ganancias a corto plazo; extinción de especies animales y
vegetales con el concomitante desequilibrio ecológico;
desaparición de etnias o absorción de sus miembros en la
globalizadora cultura occidental con la intrínseca pérdida
de usos, costumbres y lenguas nativas; lobotomización
cultural generalizada a través de las redes informáticas,
y un largo etcétera.
El
precio que pagamos por desterrar a los dioses -fueran éstos
paganos, o el irascible dios hebreo, o el piadoso hijo del
Hombre que concibió el arrepentimiento como virtud- ha sido
demasiado caro. El costo del etnocentrismo y del universalismo
racionalista con su progreso científico-técnico, no ha
resuelto los problemas de justicia y dignidad social que ya se
prefiguraban como valores éticos insoslayables en el Siglo de
las Luces. Esta preocupación -recordémoslo- estaba
presente en los enciclopedistas
e incluso en Russeau; el concepto de igualdad: todos los
hombres iguales ante la ley, ante la naturaleza -Dios ya
estaba lo suficientemente desacreditado para ese entonces- y
ante la educación, es decir, ante la ilustración
de cada miembro de la comunidad. Sin embargo, el humanismo
ilustrado ha sido mucho más eficiente contra
la naturaleza que a favor del hombre. En nombre del Hombre
se ha cometido el peor ecocidio de la historia y hoy ofrecemos
a las lejanas e hipotéticas generaciones futuras un legado más
duradero que las mismas pirámides de Egipto: el sarcófago
radioactivo de Chernobil. En ese sentido, las dos vertientes
fundamentales nacidas de la modernidad: el liberalismo político
y el marxismo -enconados enemigos en el terreno ideológico
del siglo XX- coincidieron en el mismo fervor supersticioso
del progreso redentor. No
vieron, porque más importante era proyectar
y construir sobre las vías paralelas del futuro. Si la productividad -tanto en el capitalismo como en el socialismo-
devino indiscutible fetiche identificatorio, no es extraño
entonces que, esa misma fetichización del producto
tuviera lugar en el terreno del arte.
II
Y
ahora entramos al punto. Un punto crítico porque define el
final de esa línea recta trazada en perspectiva desde las
vanguardias históricas hasta este presente posutópico en que
las pensamos. En efecto, las vanguardias artísticas se
adhirieron a la irresistible y progresiva ascensión de la
modernidad. Hablo, sobre todo, de aquellas que asumieron en su
teoría y en su práctica -pero más en su teoría- una
actitud eminentemente antirromántica: el futurismo italiano,
el constructivismo ruso, el cubismo francés -tanto pictórico
como literario- y el neoplasticismo, nacido de los máximos
rigores estéticos racionalistas. Pero, antes de proseguir
-y para entender estas actitudes antirrománticas- es
necesario recordar la trágica importancia del romanticismo
incrustado en el devenir de la modernidad.
El
romanticismo, como movimiento poético-filosófico y como estado
de espíritu, fue el primero en percibir las profundas pérdidas
espirituales que supone la dictadura de la Razón Ilustrada.
En principio, la pérdida del mito, desterrado, junto con la
religión, de esa nueva realidad razonada y científicamente
comprobable a partir de los métodos inductivos y deductivos
que explicaban el mundo. Luego, el desencantamiento
de la naturaleza que se transforma en zona de exploración
y explotación, en recursos naturales -triste
eufemismo-, en
territorio abierto a la rapiña humana, ya que el hombre, al
fin liberado del miedo ancestral y dueño de su destino, podía
imponer su fuerza y su razón
sobre el resto de la variada vida planetaria. El espíritu
romántico se negará a ingerir la dosis de medicina
ilustrada, esa "salud de la razón" -para decirlo con
palabras de Voltaire- y enfatizará su contraparte: la
enfermedad de la razón -y recordemos a Goya: "Los sueños
de la razón producen monstruos". De ahí que los románticos
apostaran por la mitología como única verdad. El filósofo
Friedrich Schlegel decía al respecto: "La mitología es una
creación esencial y voluntaria de la fantasía, debe estar,
pues, fundamentada en la verdad. Lo fabuloso, por tanto, no ha
sido tan sólo tenido por verdadero, sino que, en cierto
sentido, es verdadero". Al recuperar el valor del mito, los
románticos recuperan el valor de la poesía, que si bien no
había sido desterrada del vasto imperio de la razón, sí había
sido degradada a servir a fines moralizadores o de simple
divertimento social. La poesía vuelve, con los románticos, a
ser -o, más sinceramente, a querer ser- la palabra de los
dioses y la palabra de la naturaleza divinizada, y el poeta
será el aedo, el vínculo entre el cielo y la tierra, entre
los dioses y los hombres, entre el misterio y la revelación.
"Dios es un poeta y no un matemático", decía el teólogo
y filósofo Hamann, en una crítica que implicaba tanto a la
Ilustración como al vertebrado mecanismo lógico-cartesiano.
Y la poesía debía ser buscada en las capas ocultas de la
conciencia. Esa era la principal labor de los románticos, una
labor a contra corriente de la historia, una batalla perdida
desde el comienzo, una utopía. Cierto: el romanticismo estaba
signado por la pérdida de la mítica Unidad y por la
inconfesable culpa de no poder recuperarla jamás.
"Diariamente
pienso -decía Hölderlin- en la desaparecida divinidad,
aquellos grandes hombres y épocas que cual fuego sagrado
convertían en llamas las cosas muertas, y después me
contemplo a mí mismo como una insignificante lucecilla en la
noche, y me susurro las terribles palabras: soy un muerto
viviente".
De
ese drama interno, que se potencia sobre todo en el citado
poeta alemán -en su dilatada locura- pero que está
presente en todos los románticos, se desprende la afanosa búsqueda
de los opuestos a la Razón Ilustrada: contra la racional
vigilia, las fantasmales apariciones nocturnas del ensueño;
frente al quirúrgico y frío discurso científico, el
proverbial delirio de la palabra poética, llama sagrada,
inmune a los dictados de la lógica; ante la programada
igualdad niveladora de todos los hombres, el culto al yo,
al genio trágico y a la diferenciación personal y
subjetiva; locura contrapuesta a cordura; "paraísos
artificiales" a productividad reglamentada; fisura, falla,
hecatombe, abismo, tragedia, antes que aceptar la insípida
planicie desacralizadora que la imperante razón imponía.
A
partir del romanticismo y de su implacable crítica a la
Ilustración, el poeta, el artista, será el invitado molesto,
el excéntrico, el desestabilizador del orden burgués, el que
propende al anarquismo, el mal ejemplo, no el inofensivo bufón
de la corte sino el loco peligroso, sólo tolerable a segura
distancia o entre rejas. De ese germen de la discordia nacerán,
más tarde, los poetas malditos: Lautreamont, Baudelaire,
Verlaine, Rimbaud, siguiendo los pasos de un hijo rebelde de
la Ilustración -pero distinto e incluso contrario a las
posiciones románticas: el Marqués de Sade. Los malditos
sufrirán la escisión y el estigma con más arrogancia
que tragedia, son desilusionados, escépticos y rebeldes;
descreen tanto del progreso como del mito, de la naturaleza o
de los dioses; son desesperadamente cínicos. Salvo la
marginalidad existencial, poco les queda del espíritu auténticamente
romántico.
A
mediados del siglo XIX la fisura entre arte y ciencia, entre
poesía y tecnología, entre palabra poética y pensamiento
analítico, no podía ser mayor. Occidente, claro está,
apostaba por el irrebatible y deslumbrante avance del progreso
científico-técnico; más bien, no había apuesta alguna ya
que, simplemente, no había discusión al respecto.
Regresemos,
ahora, al punto enunciado, el punto de las vanguardias
"progresistas", racionalistas, "científicas" que
enumeramos, someramente, más arriba. Son dichas vanguardias
las que intentan algo que parecía imposible pero que se imponía
como necesario: cubrir la fisura, allanar la brecha, salvar la
aparentemente insalvable separación entre arte y ciencia,
religar -como en el Renacimiento- la visión del artista con
la visión del científico; hacer cohabitar la invención y la
investigación. En síntesis, se trataba de negar el hiato
producido por el irracionalismo romántico e integrar el arte
-las artes- al proceso evolutivo que vivían la ciencia y la
tecnología en los albores del siglo XX. La adherencia de
dichas vanguardias al paradigma progresista de la modernidad
pasa, entonces, por la inflación del valor productivo
del arte. Si ésta -como ya era obvio-, no define ni
representa la realidad real, aquel "bosque de símbolos" de la naturaleza que, hasta
Baudelaire, cifraba lo invisible -ese mismo valor que hizo
decir a Novalis: "Porque todo lo invisible descansa sobre un
fondo invisible; lo que se oye, sobre un fondo que no puede oírse;
lo tangible, sobre un fondo impalpable"-; si la realidad se
ha evaporado para dar lugar al producto -tanto estético como de consumo vulgar-, entonces, las
vanguardias "progresistas" debían tomar partido por la
realidad, es decir, por el producto.
El
futurismo -como sabemos- inaugura el romance entre arte y técnica.
El culto a la velocidad era proporcional al desprecio por el
pasado y por todo sentimentalismo que oliera a rancio espíritu
romántico. Las máquinas imponían el ritmo, ahora no sólo
en la productividad, sino también en el arte. Los nuevos símbolos:
las fabricas, los aeroplanos, los automóviles. En el Primer
Manifiesto del Futurismo, sentencia Marinetti:
"Nosotros
afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido con
una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil
de carreras con su capó adornado de gruesos tubos semejantes
a serpientes de hálito explosivo (...), un automóvil
rugiente que parece correr sobre la metralla es más bello que
la Victoria
de Samotracia".
Marinetti
lo sabía: para crear una nueva estética había que crear una
nueva mitología sustentada en nuevos iconos. Ese es el primer
paso, pero el mayor aporte del futurismo se dio en el área de
la poesía, en la ruptura de la sintaxis tradicional, en la
negación de la métrica, la rima e incluso de la gramática.
La visión veloz y aérea del mundo imponían una similar visión
de la poesía. Justamente, las
palabras en libertad responden a esa visión aérea del
lenguaje, como de horizontal frontispicio donde el adjetivo
-ese principio matizador de la oración y también
enriquecedor de la misma- desaparece para dar primacía al
color puro y primario del sustantivo. Los verbos no
desaparecen pero sólo son válidos usados en infinitivo, lo
cual redunda, curiosamente, en otra manera de sustantivar el
vocablo. Me detengo en este punto porque, dicha sustantivación
generalizada del lenguaje, tiene mucho qué ver con la búsqueda
de objetualidad del mismo, con la consciente intención de
transformar la palabra en un objeto visual, incluso corporal,
sobre la página. De ahí la pionera experimentación con la
tipografía, con la apropiación de signos matemáticos o
musicales y, también, con la sonoridad, a veces cacofónica,
chirriante, metálica, de los vocablos y de las onomatopeyas.
Entonces, la pérdida de matices acaecida con la extirpación
de los adjetivos del discurso poético futurista, se ve
compensado con la conquista de nuevos territorios para el
lenguaje, inéditos hasta entonces. Es obvio, también,
que la pérdida de matices a la que me refiero se
equipara a la pérdida de sinuosidad del objeto industrial
moderno. La era industrial, las máquinas, imponen formas
simples por un motivo, sobre todo, práctico: la producción
en serie del objeto de consumo masivo. Se produce, entonces,
una suerte de mimesis pero de signo inverso a la clásica
mimesis con la naturaleza, en este caso el factor mimético se
vincula con esa segunda naturaleza de la modernidad: el objeto
industrial moderno.
Nueva
mitología, nuevos iconos y un significativo giro en la mirada
-de la manzana de Cézanne a la Torre Eiffel de Delaunay-
definen las nuevas estéticas de vanguardia. El cubismo de
Picasso y Braque, parte de postulados afines y, sin embargo,
opuestos a los del futurismo. No son seducidos por la
velocidad sino por la multiplicidad de visiones de un objeto
estático. El cubismo rompe con ese punto fijo del espectador
-herencia del Renacimiento- y lo introduce en el centro del
cuadro, le da el don de la ubicuidad, lo hace participar como
testigo múltiple de una objetualidad, de una realidad plástica,
que se quiebra y se acrisola en cada ínfimo cambio de mirada.
Apollinaire, el primer gran defensor de los cubistas, en su
libro Los pintores
cubistas, de 1913, nos dice:
Hoy
los científicos ya no se atienen a las tres dimensiones de la
geometría euclidiana. Los pintores se han visto llevados,
naturalmente, y, por así decirlo, intuitivamente, a
preocuparse de nuevas medidas posibles del espacio, que, en el
lenguaje figurativo de los modernos, se indican todas juntas y
brevemente con el término de cuarta dimensión. Tal como se
ofrece al espíritu, desde el punto de vista plástico, la
cuarta dimensión sería generada por las tres dimensiones
conocidas: representa la inmensidad del espacio que se
eterniza en todas las dimensiones en un movimiento
determinado. Es el espacio mismo, la dimensión de lo
infinito, y da plasticidad a los objetos.
Si
bien Picasso desestimó, más tarde, los voluntariosos -e
hiperbólicos- conceptos de Apollinaire, hay, sin duda, una
preocupación científico-matemática en el cubismo del período
analítico, acompañada por una intención constructiva,
espacial, que ya se anunciaba de manera irónica en los
cuadros con el marco pintado -marco que también era soporte
de la "representacion"-, y, por supuesto, de manera mucho
más explícita en el cubismo sintético,
donde el uso de materiales heterogéneos sobre la superficie
de la obra no deja lugar a dudas del carácter objetual de la
misma. Justamente, uno de los mayores aportes del cubismo al
arte moderno, es la noción de "cuadro-objeto", de algo
material que se agrega, para enriquecer o para problematizar
el mundo.
El
cuadro-objeto -escribía Gleizes- ya no será una reducción
o una ampliación de los espectáculos exteriores, ya no será
enumeración de objetos o de acontecimientos transportados de
un ambiente en el que son reales a otro ambiente en el que sólo
son apariencias. El cuadro será un hecho concreto. Tendrá su
propia independencia legítima como toda creación natural o
cualquier otra; sólo tendrá su propia fisonomía, dejando de
suscitar la idea de la comparación de acuerdo con la
verosimilitud.
Pero
no fueron los cubistas sino los neoplasticistas los que dieron
todo el valor -y el rigor- a lo planteado por Gleizes. Su
antirromanticismo queda expresado de manera elocuente en estas
palabras de Mondrian: "El arte, en la medida en que es
abstracto y se opone a lo natural-concreto, puede anticipar la
desaparición de lo trágico. Cuanto más desaparece lo trágico,
tanto mayor pureza gana el arte". Mondrian plantea un
retorno a la pureza de las ideas kantianas saltando por encima
del romanticismo de cuño dionisíaco, nocturno, trágico. Su
rigurosa síntesis formal, el énfasis exclusivo en el sistema
de conocimiento geométrico y matemático suponían un
principio cognitivo de exactitud, de rigor, de claridad,
encaminados a realizar el sueño racionalista de un saber
universal entendido como una categoría pura. Lo dice en su
Manifiesto de 1918:
"Hay
una vieja conciencia del tiempo, y hay otra nueva. La primera
tiende al individualismo. La nueva tiende hacia lo universal.
(...) Las tradiciones, los dogmas y las prerrogativas del
individuo (lo "natural") se oponen a esta realización. El
fin de los fundadores del nuevo arte plástico es hacer un
llamamiento a todos los que creen en la reforma del arte y de
la cultura para aniquilar tales obstáculos, del mismo modo
que ellos mismos aniquilaron en su arte la forma natural que
obstaculiza una auténtica expresión del arte, última
consecuencia de toda cognición artística".
En
suma, la deshumanización
del arte. Nada que marque sobre la superficie de la tela
las torpes dudas, los sentimientos primarios, las
descontroladas euforias, las sublimaciones eróticas o los
felices azares de la creación. Así, el cuadro debía ser una
construcción objetiva que enunciara la verdad interior a
partir de líneas rectas, verticales y horizontales, colores
puros, primarios y planos, alejados de cualquier expresividad
en la pincelada. Ya estamos en las fronteras del objeto
industrial desprovisto de creador, o cuyo creador es una máquina
que repite unas formas fielmente establecidas, ya estamos al
borde de la disolución del arte, pero ese paso no lo dará
Mondrian sino otros protagonistas.
Malevich,
con el suprematismo, los constructivistas rusos Vladimir Tatlín,
Rotchenko y los hermanos Gabo y Pevsner dieron el paso
previsto: integrar el arte a la ingeniería, al diseño, a las
artes aplicadas, a la propaganda política. Es decir,
intentaron desintegrar el arte -como hasta entonces se concebía- en la
objetualidad utilitaria al servicio de la revolución
socialista. Efímero, pero tal vez uno de los momentos más
intensos que vivió el arte de vanguardia en relación, sobre
todo, a la refuncionalización del producto estético, a la
equiparación del tiempo histórico -la revolución
bolchevique y su enorme significado- y del tiempo artístico
-un arte revolucionario en sus formas no miméticas, en sus
materiales, en su ingeniería-. Pero, lo que me importa
recalcar en este rápido repaso de las vanguardias que he dado
en llamar "progresistas" -así fueran proto-fascistas o
bolcheviques- es el sentido de confianza plena de éstas en el
desarrollo científico-técnico implantado como paradigma
desde el Siglo de las Luces; en la necesidad de homologar su
acción, con urgencia, a la actividad productiva, al
maquinismo y al objeto industrial moderno, y, sobre todo, a la
estrechez de la mira espiritual que no les permitía prever el
fracaso o las zonas de sombra de ese proyecto de modernidad
basado en el progreso irrefrenable. En otros términos: las
vanguardias vinieron a invalidar la denuncia que los románticos
lanzaron a la cara de la Historia: la inminencia del desastre
y la irremediable escisión entre la naturaleza y el hombre.
Si los románticos vieron
-en el sentido de videncia
propuesto más tarde por Rimbaud-, los vanguardistas proyectaron;
fueron ingenieros y arquitectos, no fueron ni místicos ni filósofos.
Se evidencia entonces la carga paradójicamente reaccionaria
de las vanguardias antirrománticas aquí aludidas. Reacción
-precisemos- contra el desvío
romántico, contra la inadecuación del artista en el seno
de la sociedad productivista moderna y contra el esfuerzo
visionario ("Digo que es preciso ser vidente, hacerse vidente", exigido
por Rimbaud) que va más allá del rudimentario culto a la
locomotora.
III
El
surrealismo, sin embargo, negó las nupcias entre poesía y técnica
de manera contundente. Lo hizo dando un giro de timón al
barco de la modernidad para remontar los afluentes del
romanticismo; es decir, reconociendo una tradición y
reimplantando la sospecha de lo real y la crítica del
progreso en el territorio del arte y en el más amplio
territorio de la cultura, donde debemos incluir, por supuesto, a la política -y de ahí se desprenden sus intermitentes pleitos
con el marxismo. El producto
surrealista se alejó así de la simbiosis con el objeto
industrial y nos devolvió la sinuosidad y el matiz; los
surrealistas impusieron el ondulatorio pliegue onírico contra
el satinado frontispicio de lo real. Con ese retorno, con esa
negación del objeto utilitario, del objeto artístico-matemático,
de ese universal
mondrianesco desprovisto de emoción humana, el
surrealismo instaura otra vez la diferencia y se desvincula de la órbita propiamente vanguardista,
se retarda para
volver a ver, para
-con palabras de Fourier- "rehacer completamente el
entendimiento humano".
Todo
comienza con dadá y su generalizada negación del objeto artístico.
Dadá, a total diferencia de los futuristas, se mofa de las máquinas,
ridiculiza su funcionamiento productivo, sienta en el banco de
los acusados al progreso científico-técnico quien
posibilitaba la irracional carnicería humana acaecida en la
Primera Guerra. Pero, detrás del anarquismo irreverente,
provocador, amoral de dadá, pienso que se oculta una de las
actitudes más dignas, moralmente hablando, de los artistas de
ese período histórico. La moral de dadá era la moral del
indignado, era la cara de la vergüenza de la Europa culta y
civilizada, y era un rostro de Jano, de una risa trágica, de
una desesperación festiva; dadá fue una elegía con los
ropajes del ditirambo. Sin embargo, esa violencia suicida no
podía o -en términos de inconsciente- no quería
prevalecer. De las cenizas de esa hoguera -que fue
una detención de la
historia, un grado cero en
el arte occidental- surge, entonces, el surrealismo con la
clara intención de volver a poner en marcha la historia pero
sin abandonar el profundo desprecio dadaísta hacia la
maquinaria de la Razón. Desprecio, insisto, basado en una
clara actitud de indignación moral. Breton fue uno de los
grandes moralistas -en el sentido enciclopedista
del término- del siglo XX. La preocupación moral reaparece
en varios momentos de su obra, así, leemos en el Segundo
Manifiesto:
A
pesar de las acciones particulares de cada uno de los que se
han autorizado o se autorizan en él, acabará sin duda por
admitirse que el surrealismo a nada tendió tanto como a
provocar, desde el punto de vista intelectual y moral, una crisis
de conciencia de la especie más general y más grave y
que la obtención o la no obtención de ese resultado es lo único
que puede decidir sobre su éxito o fracaso histórico.
Y,
más adelante, al final del mismo Manifiesto:
Decimos
que la operación surrealista no tiene ninguna oportunidad de
ser llevada a bien sino a condición de que se efectúe en
condiciones de asepsia moral de las que hay todavía muy pocos
hombres dispuestos a oír hablar. Sin ellas es imposible
detener ese cáncer del espíritu que reside en el hecho de
pensar demasiado dolorosamente que ciertas cosas "son",
mientras que otras, que podrían igualmente ser, "no son".
Hemos propuesto que deben confundirse, o singularmente
interceptarse, en el caso límite. Se trata, no de quedarnos
en eso, sino de no poder por menos de
tender desesperadamente hacia ese límite.
Breton,
obviamente, está más del lado de Heráclito que de Parménides.
No hay categorías absolutas ya que: "Son uniones lo entero
y lo no entero, lo concorde y lo discorde, lo consonante y lo
disonante, y del todo el uno y del uno el todo" -como decía
el filósofo de Éfeso.
El
surrealismo, "desesperadamente"
-como buen hijo del romanticismo- escapa al principio de
realidad inhabilitando el objeto funcional, invalidando la
ecuación objeto-mundo, desarticulando la sintaxis entre las
cosas reales y creando, en su lugar, un vínculo metonímico
de inspiración onírica, delirante, o -para decirlo con
palabras de Breton- un "trastorno en la noción de relación".
En "Crisis fundamental del objeto" -escrito de los años
treinta-, Breton propone la creación de objetos aparecidos en
sueños, en una suerte de "voluntad de objetivación" de lo onírico, pero, con fines que
rebasan lo artístico, con fines revulsivos y subversivos, con
fines políticos y, también -para volver al término-,
morales:
(...)
el acceso a la existencia concreta de esos objetos, a despecho
del aspecto insólito que podían revestir, era considerada
por mí más bien como un medio que un fin. Sin duda estaba
dispuesto a esperar de la multiplicación de tales objetos una
depreciación de aquellos cuya utilidad
convenida atiborra el mundo llamado real; (...) Pero, más
allá de la creación de tales objetos, el fin que perseguía
era nada menos que la objetivación de la actividad del sueño,
su paso a la realidad.
Nada
más alejado de la inmaculada pureza ideal del neoplasticismo,
o del arte utilitario, ingenieril, tectónico, de los
constructivistas rusos, o del esencialismo geométrico de
Malevich. El surrealismo se construye en el reino de la
imposibilidad y, no de espaldas a la realidad sino contra ella
-"Estamos convencidos de que ganaremos el proceso contra
la realidad", decía Breton-. Es decir, había que crear una
segunda realidad -una surrealidad-
partiendo de las zonas más oscuras del inconsciente pero
asegurando "el intercambio constante que debe producirse en
el pensamiento entre el mundo exterior y el mundo interior,
intercambio que necesita de la interpenetración continua de
la actividad de vigilia y la actividad del sueño".
El
surrealismo crea, hace poesía, pintura, cine, construye
objetos sobre el mundo. El surrealismo -incluso a su pesar-
genera una estética, como ya dijimos, basada fuertemente en
una moral y en unos procedimientos inmanentes a dichos
preceptos morales. Sin embargo, su creación está signada por
una crisis de
imposibilidad. Esta crisis, que es herencia genética de
dadá, se manifiesta en todo momento; por ejemplo, si "El
acto surrealista más simple -como dice Breton- consiste en
bajar a la calle con un revólver en cada mano y disparar al
azar, todo lo que se pueda, sobre la multitud", entonces,
los surrealistas están inhibidos de realizar "el acto
surrealista más simple" por un elemental principio de
realidad. La realidad y el deseo son, por momentos,
inconciliables. Los "deseos solidificados" de Breton o los
"delirios realizados" de Dalí -a través de su teoría
"paranoico-crítica", sólo pueden tener lugar en el
territorio del simulacro:
"Nada
puede impedirme -nos dice Dalí- reconocer la múltiple
presencia de simulacros en el ejemplo de las imágenes múltiples,
incluso si uno de esos estados adoptara la apariencia de un
asno podrido, cubierto de millares de moscas y hormigas; y
como en este caso no podría suponerse ningún significado por
sí mismo de los diferentes estados de la imagen fuera de la
noción del tiempo, nada podrá convencerme de que esa cruel
putrefacción del asno sea otra cosa que el reflejo duro y
cegador de nuevas piedras preciosas.
Dalí
lleva a cabo el bretoniano "proceso contra la realidad" a
partir de una transfiguración perversa, compulsivo-obsesiva y
escatológica de la misma realidad, utilizando, en el plano
pictórico, un proceso similar al realizado en el plano del
lenguaje por los poetas surrealistas. El objeto surrealista
-como el asno de Dalí- es un objeto siempre en
transfiguración, es esto
y es aquello y
es una tercera instancia aún indefinible y en permanente
devenir. Esta ambigüedad fenoménica del simulacro -de la
representación-, es una de las principales características
que lo distinguen del objeto ideal, puro, preciso,
racionalmente sólido, de las vanguardias "progresistas".
El surrealismo hipertrofia el matiz y el claroscuro,
da rienda suelta al
barroco delirante de las formas caníbales; al contrario de
los futuristas, le inyecta un plusvalor al adjetivo
subvirtiendo y conmocionando la diáfana quietud del
sustantivo; irrita el discurso y el objeto. Esta irritación,
este desacomodo de las piezas del juego, sólo es posible
-paradójicamente- gracias a la crisis
de imposibilidad padecida por el surrealismo ("Seamos
realistas, pidamos lo imposible", dirán más tarde, en el
mayo francés del 68 lo herederos de la revuelta). Lo
imposible como nervio motor de una óptica destinada a
transformar la realidad sin concesiones; lo imposible como
revolución permanente del espíritu contra lo fáctico,
contra lo institucionalizado, contra la sedante artimaña de
lo apolíneo-industrial reverenciado por las vanguardias; lo
imposible como indignación y como denuncia de que "La
existencia está en otra parte".
*
Víctor Sosa,
poeta, ensaísta e artista plástico, publicou, entre outros títulos,
Mansión Mabuse. No
Brasil, foi publicada uma antologia de seus poemas, Sunyata,
pela editora Lumme, com traduções de Claudio Daniel e Luiz
Roberto Guedes.
*
Leia
também uma entrevista
com
Victor Sosa, poemas do autor em espanhol
e traduzidos
por Claudio Daniel, e também um ensaio
escrito pelo poeta uruguaio sobre Neruda, as vanguardas e
o realismo socialista.
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