FÁBULA HHHHHH11
Una vaca cruza la calle, el semáforo permanece
horas en rojo.
Vientos contrarios retienen a los viandantes,
nada ni nadie se
mueve.
La vaca avanza, pomos llenos de leche,
productos lácteos, el
toro y la ternera, el
buey y los surcos, el
espantapájaros.
Todavía no es hora de recuperar el movimiento,
señorío del Espantapájaros:
no es hora de cambiar la
luz, oír arrancar, pisar a
fondo el pedal, asir el
volante, y lamentar los
retrasos: la falta de
tiempo, la sed y su
necesidad, el hambre
y sus procesos que
mucho alteran.
La ciudad por unas horas recupera sus cimientos:
ónix, jade, marcasita,
jacinto, esmeralda,
Hades y el mar.
Alguien pulsa una
celesta, tocan
clavicémbalos: la
ciudad pierde su
momentánea claridad
alcanzada mientras
la vaca acaba de
cruzar la calle.
Se recuesta de su propia inclinación tras un bostezo
interminable. La cabeza
reposa junto a un poste,
las patas delanteras se
reflejan en los cambios
de luz del semáforo.
Sus ubres descansan
en la acera, al pie de
un sicomoro. Uno. Y
luego el roble. Uno. Y
de nuevo el sicomoro.
El abedul. La acera
a lo largo cuarteada,
en ciertos puntos
levantada, a todo lo
largo el cascarón de
las cigarras, polen
muerto, hileras secas
de hormigas: flor de
luz todo lo muerto,
sámaras, amentos.
Unas sombras que
aún no se recogen,
las candelillas donde
la ciudad termina.
Ahora en verdad reposa la vaca. Los transeúntes
recuperan el movimiento,
tal vez en buena medida
inusitado. O no. Lo
cierto, mirad, imposible
no reconocerlo, es el
reposo de la vaca. Ya
deja de parir, de dar
leche, reanimar la sed
y el hambre para saciar.
En su lugar, y se trata
de un lugar, la floresta,
la casa del guardián, el
establo inmaculado
oliendo a heno recién
cortado, y entre el heno
la amapola, la flor más
quieta en la hez del
estupor.
FÁBULA HHHHHH13
Mañana volveré a caminar por la orilla de las tres
caletas visibles desde
el promontorio, voy a
calzar coturnos, gritarle
al mar las recriminaciones
que merece, a sus peces
más ingentes, sus galernas,
a los remeros de Caronte,
la mascarada de sus dioses:
haberse llevado a Shelley
(¿cómo, sin mi permiso?)
a destiempo. Vestiré algas,
husos de coral los pífanos,
coronaré mi cabeza de
sargazos, oiré las mentiras
del agua en las caracolas,
me pondré una estrella
de mar en la pudenda,
un erizo donde desagua
sus fetideces el recto, en
cada sien la redondeada
(perfeccionada) sombra
de una china pelona,
colgaré un mejillón del
lóbulo de las orejas.
De múrice la piel. De
escamas relucientes
los dedos de las manos.
Y hablaré con Proteo
de ciertas figuraciones
que en lo peor de mis
pesadillas me amedrentan.
A ver si, aunque sé que
no. Conozco hace tiempo
lo irremediable. Soy yo
quien va a sentarse a
profetizar, nada más fácil,
Proserpina manda hasta
el final de los tiempos, y
donde el Nilo desemboca
por vez postrera, me
niego a participar. ¿Qué
gano con ser agua,
serpiente marina,
anémona de mar? Nadie
me va a guiar al Jardín
de las Hespérides
(España está para mí
cada vez más lejos):
y no seré yo quien
reduzca la sangre de
Dios a vino, el agua
en vino, mi mujer será
mi doble en nuestras
próximas bodas. Aquí
termina la geografía.
Alzo la vista y no hay
montañas. Hurgo en
la arena que quema
y no veo salir volando
avispas. El cangrejo
apesta, se pudren
los pecios, el mar
sólo recibe a los
desposeídos: aún
no sé si pertenezco
a su número. No
volveré a mirar los
espejos, nada se me
ha perdido en el azogue,
no me quiero ver asistido
nunca más por reflejos,
en cuanto acabe de
vadear la tercera rada,
desaparezca Caronte
por un día, me sentaré
hasta que salga la luna
media, prenderé leña,
oiré chisporrotear unas
sardinas de cuatro
pulgadas de largo, a
la boca con escamas y
todo, espinas, ventrecha:
ahí hundiré la cabeza en
la noche, y a la hora de
las pesadillas veré llegar
las primeras moscas
recién brotadas de sus
cresas: en cada enjambre
y en andas la silueta de
uno de mis muertos, y
yo al fondo (al son de la
flauta) cargando cuesta
arriba lo que rueda cuesta
abajo, ora Sileno, ora
Sísifo a punto de verse
ataviado (albas) de
noctilucas, estrellas,
entre plantas acuáticas
encumbrado.
FÁBULA HHHHHH14
Los dioses, los grandes y los pequeños dioses, se
largaron de casa, atinaron
a cerrar las puertas con
enormes candados de
hierro, llave doble, y
trancar las ventanas
(irrompibles) con
pasadores invulnerables:
y todos, del brazo,
radiantes, se fueron
por ahí, cantando y
bailoteando a la zaga
de Pan y los sátiros,
se hicieron pasar por
dioses ecuestres, no
sabían siquiera dónde
se encontraban: a la
diabla sus asuntos,
la realidad ya no
cuenta, ni el icor,
ni la ambrosía, los
sahumerios tampoco
significan nada: a
deambular (retozar)
vivir de jaranas, del
aire que entra, fortifica,
sale (risotada) vivir del
cuento (que lo cuenten
los demás) los dioses
han dejado de lado las
jurisprudencias: las
amplitudes; se dan
abasto con un par de
instrumentos musicales,
sistro, arpa eólica, nada
ni nadie los anima a
dictaminar, tomar
decisiones (todas
siempre erróneas) a
vagar se ha dicho.
Aquí acaba el mar.
El fiel de la balanza
se desordena, las
pesas se vuelven
ingrávidas, y quien
señala (ved fulgurar
el índice) a Zeus, ha
señalado a un tritón.
Neptuno viste corona
de yagua, Dioniso se
tranquiliza metiendo
la cabeza bajo Príapo,
bien que se entienden,
poco se necesitan,
los dioses grandes
aprenden a administrarse
mirando a los dioses
menores actuar en las
cocinas (antesalas): y
las diosas desnudas
visten polainas de
cuero bruñido, atizan,
se asaltan a las
nalgadas, y cuando
el reloj de sol indica
el mediodía, se
zambullen en los
regatos, castalias,
manantiales de aguas
sulfurosas, y tras una
colación a dividir en
partes iguales con los
dioses cualesquiera,
duermen (acoplados)
a la pata suelta, plexo
solar, ombligos,
distendidos. |