EL
MICROBARROQUISMO DE VÍCTOR SOSA
Juán Alcántara
¿Cómo ha llegado el poeta Víctor Sosa -no se sabe si
contraviniéndose o siguiéndose- a las dimensiones de la saga?
¿Cómo pudo, partiendo del poema miniatura, enigma concentrado,
de hace dos décadas (en Sunyata, por ejemplo), arribar
a las densas superficies reverberantes de La Saga del Sordo?
¿Qué lo ha llevado a escribir -¿escribir es la palabra?- esos
magmas hablantes que parecerían no desplazarse sino, más bien,
complacerse en extensos planos texturados que ocultan sus
bordes y hacen que los lectores patinen o derrapen? Nada es
asible ahí, o mejor dicho, asir no tendría sentido: un
fragmento, la palabra "parapléjicos", digamos, está adherido
con intangibles hilos -¿reales, imaginarios?- al formidable
continuo verbal, y ese continuo en su mutismo operacional, lo
absorbe y lo aplana sin que pueda funcionar, el vocablo,
cualquier vocablo, como entrada o salida, como piedra en donde
aferrarse para no ser arrastrado. Jengibre, algoritmo,
Kilimanjaro, cuchicheo, pituitaria, Chang Kai-shek: ¿dónde
está el arriba, dónde el abajo?
Pero no nos preguntemos, cuando, por qué, cómo, puesto que la
poesía de Víctor -como toda poesía- no intenta dar
explicaciones. El lector se sentirá menos incómodo sí,
abandonando la noción de "sentido", se dedica a atestiguar lo
que está ahí presente. Porque estos poemas no se leen, ya no;
se palpan, se recorren, se contemplan. Que se lean los libros
de política, los de sociología, las sección de finanzas del
periódico. Contemplar, en este caso, tampoco es una actividad
sin dificultades. La pululación, el hormigueo verbal, la
inquietud que va diciendo sin cesar invitan al extravío. Las
dimensiones de los textos -rápidos, sin embargo, infatigables,
como ejecutados por un atleta de la poesía- hacen vacilar aun
a los más experimentados. No son las medidas, los modos de la
vida cotidiana.
"Saga", dice el título del libro, pero no porque nos narre las
vicisitudes de una estirpe, de una dinastía, de un reino a lo
largo de las eras; ni siquiera por la presencia de un héroe o
semidiós y de sus hazañas porque ¿quién es el Sordo aparte de
todo y nada?; más bien por la desmesura, por el impulso
atlántico con el que se barre el minuciosísimo aluvión de las
palabras. Saga, en todo caso, de la escritura misma, de su
imparabilidad, de su atroz coleccionismo de todos los
registros -en particular el de la enciclopedia, parodia o
irrisión involuntaria de la totalidad-, de su descomedido
periplo acumulativo: añadir masa a la masa una y otra vez
hasta que cante sorda y duramente algo así como un heroísmo
"fático" -"Víctor", por cierto, significa "vencedor". Ya desde
"Los animales furiosos" el lirismo del texto había sido
intervenido y modificado por la presencia insistente
-"saturación" o "impregnación" también serían términos
apropiados- de un registro verbal "casual" relativo a la fauna
y a la taxonomía zoológica, que de inmediato tomaba la
delantera inundando el poema de inevitables listados,
enumeraciones y acumulaciones.
¿Hay, por otra parte, un recurso prosódico, métrico o gráfico
que cumpla para esta "saga" un papel semejante al del
alejandrino para la épica? ¿Puede hablarse de un verso o de
una línea propios de la "saga" en los poemas de este autor? No
lo creemos: más allá de ciertos ecos de una dicción heroica,
altisonante, que nos revelan el grado en el que el poeta no
desdeña su afinidad con algunas prácticas barrocas españolas y
americanas, no hay, no podría haber en las composiciones de
este libro nada que pudiéramos llamar "verso" o "línea" en un
sentido tradicional. Se trata -puede verse a simple visa- de
poemas "recortados". Planos o superficies continuas, ocupadas
por palabras, cuyos bordes el poeta ha controlado,
posiblemente con la ayuda de una regla, a fin de conformar
tiras, columnas, troncos o rectángulos -como se los quiera
ver. No hay aquí ninguna broma. La presencia de las palabras
separadas por guiones en los márgenes derechos de los poemas
no obedece a funciones rítmicas o cuantitativas: es la marca
del corte visual. Formas geométricas compactas, como en
Kandinsky o Mondrian. La línea, disposición gráfica, aunque a
veces funciona como "verso" o unidad poética -"pócima de
peonía puesta a punto desde el maracujá de tus
pezones"- es en realidad accidental: el material poético es lo
suficientemente rico como para caer siempre de pie con el
recorte.
Si se nos preguntara entonces cuáles son los elementos
constructivos de la poesía de Víctor Sosa, diríamos que son
dos. El primero es el bulto. "Sí", el poema inicial de la
colección, el más largo de todos, tiene 4394 palabras
distribuidas sin interrupciones en 384 líneas, y ocupa ___
paginas en este libro. "La Saga del Sordo" tiene catorce
partes, es decir, catorce tramos, bloques, cajas, edificios.
Sin duda hay "títulos", así como sensaciones de "comienzo" y
de "final", únicas concesiones que el autor hace al lector
antes de abandonarlo a la espesura. La noción, el uso del
bulto, surge después de la acumulación, del exceso. El poeta
pudo creer en algún momento que lo esencial estaba en el
detalle, en el moldeo de la voluta, pero cuando ese bordado
fino se acumula vertiginosamente a lo largo de páginas y
páginas, el bulto hace su aparición. No vemos ya las calles y
los edificios de las ciudades, allá abajo, cuando vemos en
cambio la silueta de los continentes y la curvatura del
planeta. José Kozer, un poeta afín a Sosa en diversos
sentidos, escribe y numera desde hace años un poema diario: ya
está más allá de los 6500; ¿cómo leer uno sólo de sus
poemas sin pensar en el bulto? De la misma manera, la pintora
mexicana Beatriz Zamora ha numerado sus más de 2000
voluminosas obras -todas negras- sin saber, quizás, que ya
está trabajando al nivel de lo no-retiniano. La sordera del
Sordo en la poesía de Víctor podría ser, análogamente, la
posibilidad de oír el bulto: el ruido de la escritura.
El otro elemento constructivo es la "textura". Si el lector se
acerca percibe que el plano es en realidad un complejo
entramado. Sin cesar se acumulan las cadenas de homofonías,
las insistentes aliteraciones, las contraposiciones silábicas,
los acentos sincopados que van configurando el vigoroso ritmo
-el conjunto de ritmos, más bien, que se arrebatan los turnos.
El texto, por otra parte, enhebra un vocabulario
desconcertante, hecho de disonancias semánticas, alusiones
eruditas y singularidades lingüísticas, río revuelto en el que
flotan registros desgarrados: la geografía, la historia, las
mitologías antiguas y modernas, la historia del arte y de la
literatura, la fauna y la flora, el erotismo y las punzantes
alusiones anatómicas y fisiológicas, la patología y la
sicopatología -e incluso el lenguaje "poético". ¿Temas,
mensajes, narraciones? No queda nunca claro. Si acaso hay
sentido, lo hay a la manera de "coloraciones" semánticas del
continuo dadas por la saturación de los léxicos, a la manera
de súbitas rubéolas o inflorescencias estacionales. La tela
que teje el poeta es apretada: no deja huecos. El
microbarroquismo de Víctor es, por eso, liso, incesante,
vibrátil. Su equilibrio estriba en la tensión, por momentos
intolerable para el lector, entre la escrupulosa corrección
gramatical, generalmente intacta -visible en la puntuación
regular-, y la dispersión enloquecedora de los registros
verbales entremezclados, los cuales, para mayor complejidad,
no se resignan siempre a abandonar los referentes mundanos, y
oscilan entre ofrecer un sentido, por oscuro que sea, o una
mera presencia.
Bulto y textura son, como puede verse, cómplices. Al bulto
saltamos por la desmesura del texto acumulado, para
abandonarlo, para, de alguna manera, "no leerlo"; pero del
bulto regresamos al texto, que frente al cuerpo del poema se
ha vuelto microscopía, acumulación de rasgos infinitesimales.
Mancha enorme y vocablo microbio: la deliciosa arbitrariedad
con la que Víctor va eligiendo cada palabra sería impensable
sin este contraste. ¿Se nos quiere conducir a un particular
nirvana de la poesía a través de la maceración masiva del
vocablo bajo la sombra impersonal del bulto? Sin duda. Hay
aquí una estética del caos, ¿o de la nada activa?, en todo
caso, de una nada imperfecta, ya que está profusamente
habitada por accidentes. En ese mar desasosegado -a la vez
tibia mezcla originadora y furia de tsunamis apocalípticos- se
producen todo tipo de procesos difícilmente identificables en
una primera lectura: cristalizaciones asimétricas, hervores
verbales, apariciones, colapsos, herrumbres súbitas,
combustiones y efervescencias, multiplicaciones no lineales,
hambre compulsiva y bulimia, proliferación gozosa o metástasis
delirante. Para lograr esto el poeta ha tenido que implementar
con el máximo rigor un conjunto de dispositivos productores de
escritura -mas no de sentido- que bien podríamos llamar
"escritura automática" si el surrealismo no hubiera hecho uso
de esta expresión en un sentido muy distinto; esos
automatismos verbales, extremadamente eficaces, que tienden a
hacer el trabajo por sí mismos sin la intervención del autor,
sitúan a Sosa en una tradición que va de Kafka a Haroldo de
Campos pasando por Raymond Roussel, Gertrude Stein, Lezama
Lima y John Cage, entre otros.
¿Y en cuanto al lector? Necesariamente tiene que inventarse a
sí mismo. Ya lo hemos visto: no lee, recorre, palpa,
contempla, se extravía, recoge aquí y allá algunos pedazos, es
acosado o deglutido, ahogado o sepultado, siente que se le
invita a la disgregación, entra en coma onírico, fascinado o
repugnado por la neurastenia verbal, por el exceso obsesivo de
la precisión que huye y va trazando una huella. No hay nada en
la escritura de Víctor, en todo caso muy poco, que reste de
aquella poesía antigua en la que el lector se cobijaba para
ensoñar. Sería sin embargo injusto hablar de un"inhumanismo"
-a pesar de la ferocidad, a pesar de la impracticabilidad. En
estos poemas pueden encontrarse nuevas o redescubiertas
-aunque inquietantes- formas de la intimidad. La forma misma
de los textos, apretados, resguardados, ensimismados, apunta
hacia eso. Son cobijos vivos, aunque anaerobios. No es casual
que un registro insistente sea el de la intracorporalidad. El
lector viaja o se pierde entre vísceras y membranas, dialoga
con ellas como sospechando amistades intrauterinas. No hay una
paz total, puesto que nunca sabe por completo si la inmersión
lo reconstituye o lo hiere con sus líquidos cáusticos. La
recurrencia de las imágenes placentarias -menos que imágenes:
sombras, caricias- es sin embargo central: son como banderas
que ondean en las profundidades. El bulto mismo, la mancha
incomprensible son ya, ¿por qué no?, compañía placentaria. Por
eso hay que viajar por esa panza de ballena. Más que un
"inhumanismo" tendríamos un "pre-humanismo". Porque aunque el
poeta haya declarado alguna vez que "no hay salvación", podría
decirse que "no hay salvación porque nada se ha perdido". El
viaje se hace entonces sin quejas ni nostalgias: son los
expuestos, extraños sueños de un oso sabio en su furia
invernal.
Septiembre 2005.
*
Leia também poemas
de Víctor Sosa em espanhol e traduções
de Claudio Daniel.
|