Desde el título mismo de este texto nos enfrentamos a dos
perplejidades expresivas de consideración: primero, un
pronombre personal, un "nosotros" que postula una identidad
plural, colectiva, una conjunción de sujetos emparentados y
unidos por un destino y, acaso, un bien común; segundo, un
sustantivo: "latinoamericanos", que define y especifica dicha
noción de identidad. Pero, ¿existe una identidad
latinoamericana que posibilite un nosotros? Si acaso
fuese posible responder a esta pregunta, habrá que partir del
concepto mismo de América Latina, es decir, habrá que partir
de otra pregunta: ¿Por qué latina? ¿Acaso son latinas las
poblaciones mayoritariamente indígenas de Guatemala o del
Paraguay que hablan guaraní o lenguas derivadas del maya?
¿Latino el cinturón negro de la costa atlántica que se
extiende desde las Antillas hasta el Brasil y que, en buena
medida, mantiene vivas las tradiciones afro-religiosas?
¿Latinas las colonias alemanas en
la Santa Catarina brasileña o en el sur de Chile? Omito, por
obvias, las respuestas. Y si sumamos a los componentes
indígenas y africanos las migraciones asiáticas (en Sao Paulo
existe la comunidad japonesa más numerosa fuera del Japón),
centroeuropeas y del Medio Oriente, la etiqueta latina
comienza a ser vista bajo la lupa de la sospecha.
Digámoslo de una vez: América Latina es una invención francesa
creada por Napoleón III con el inocultable afán imperialista
de ocuparse - y ocupar territorialmente, la aventura de
Maximiliano en México lo demuestra- de dicha zona natural de
influencia: L'Amerique Latine, desvinculándola así de
la América anglosajona y de su panamericanismo expansionista.
Se entiende, entonces, la resistencia al término por parte de
los españoles que continúan utilizando el también muy
discutible Hispanoamérica, cuando no reinciden en el
error terminológico de llamar Sudamérica al territorio
que va del Río Bravo hasta Tierra del Fuego, ignorando que
México se ubica en América del Norte y que, entre el istmo de
Tehuantepec y el de Panamá existe una zona llamada América
Central.
Desde ahí, desde la visión de la sospecha, ese "nosotros,
latinoamericanos", se presenta como una entelequia, como
un involuntario simulacro de identidad colectiva, como un
ilusionismo histórico prestidigitado desde la nomenclatura de
un Poder exterior que nomina y, así, domina. Nominar es,
también, dar origen, dar principio y causa a una cosa, dar
lugar. El nombre ordena el caos inmensurable del mundo y lo
acota, lo vuelve -al restringirlo- mensurable, lo autoriza a
ser entre los paréntesis de una anatomía finalmente
dicha, nombrada. Identidad es la palabra clave que nos
salva de la angustiante indiferenciación. Identidad
sustentada -si seguimos la rigurosa lógica de Parménides y su
principio de no contradicción- en que "aquello que es, es, y
aquello que no es, no es". Y ese ser -como agregaría más tarde
Aristóteles-, para que sea verdad, debe ser nombrado y
meticulosamente clasificado. Nosotros, latinoamericanos,
podemos estar tranquilos, podemos descansar en la
satisfactoria certidumbre de ese nosotros pergeñado por
la aristotélica clasificación de los otros. O, en
parecidos términos: nosotros somos un Yo colectivo gracias al
Otro que nos nombra.
Tal vez nuestra soledad, nuestros íntimos laberintos, nuestra
insoslayable extranjería, nuestra esquizoide condición de
bárbaros civilizados, provenga en gran parte de un
malentendido lingüístico: L'Amerique Latine. La ironía
de lo anterior -si la hubiere-, es superficial (la ironía
siempre es superficial), el trasfondo en cambio -que sí lo
hay-, es trágico. O tragicómico, en la medida en que dicho
trasfondo se nutre de una involuntaria parodia de otros
modelos de identidad social, de otros imaginarios colectivos
provenientes en principio de la civilizada Europa y más
recientemente de los Estados Unidos.
Dicho de otro modo: el problema de América Latina (aceptemos
el término como el calzado que aprieta pero preferimos usarlo
antes que caminar descalzos) se genera en las deficiencias del
proyecto de
la Ilustración
transplantado a nuestras tierras; en las incongruencias de
Estados de derecho, jurídicamente modernos,
constitucionalmente avanzados, pero atrapados en el arcaísmo
de relaciones sociales precapitalistas, feudales, esclavistas;
en la coexistencia de formas de producción "asiáticas" con
formas de consumo y actitudes post-industriales y
primer-mundistas; en el simulacro liberal-democrático
perpetrado por oligarquías patriarcales osificadas en sus
resabios premodernos; en suma -y sintetizando toscamente todas
las contradicciones- en la descomunal e inmoral brecha entre
pobres y ricos, incrementada, claro está, por economías
dependientes del capital extranjero. A estas endémicas
diferencias sociales sumémosle las diferencias culturales: un
habitante medio de Buenos Aires o de Sao Paulo desarrolla
mayores vínculos identitarios con un nativo europeo que con un
cholo de la región andina o un aborigen de
la Amazonía. Diferencias
culturales que son diferencias temporales: pueblos que viven
en el neolítico cohabitan en un mismo continente con elites
altamente tecnificadas y naturalmente integradas a los códigos
de la globalización. Cohabitan, sí, pero se desconocen. He ahí
la paradoja del nosotros: una gran máscara que unifica
y oculta a una legión de desconocidos.
Paralelamente a esta situación,
la Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y las ideas de
"libertad, igualdad, fraternidad" promulgadas por la
Revolución francesa están muy presentes en el imaginario
colectivo latinoamericano (pensemos en Juárez, en Bolívar, en
Artigas, en San Martín; pensemos en la educación laica, en
Martí, en Rodó, en Vasconcelos) pero el caudillismo, posterior
a los movimientos independentistas, y el caciquismo, posterior
a los caudillos, han impedido todo proyecto verdaderamente
modernizador. Nuestros caudillos y gobernantes adoptaron los
discursos liberales, positivistas y democráticos como rito
social, como mimesis de las metrópolis de ultramar, pero sin
cambiar las estructuras feudales y los anacrónicos sistemas de
producción. Somos, involuntariamente, la parodia de Europa.
Somos, a pesar de las tan racionales como racistas
proposiciones de Sarmiento, civilización y barbarie,
modernidad y medioevo, tragedia y comedia articuladas en un
mismo libreto.
Si aceptamos la parodia de ser latinoamericanos (y esto
es muy relativo; como decía Borges, nos sentimos argentinos,
chilenos, mexicanos, antes que latinoamericanos), aceptamos
también la parodia de los estados-nación con sus fronteras
artificiales, sus cursis himnos belicosos, sus tremolantes
pendones coloridos, sus institucionalizadas manipulaciones
afectivas. En efecto, la identidad nacional -piedra angular
del Estado- nace de una mediatizada identificación afectiva y
de la construcción de un universo simbólico común. He ahí el
"nosotros" contrapuesto a "los otros". Mecanismo eminentemente
bipolar: integración (a un grupo) y diferenciación (de otros
grupos). Ese consenso imaginario que da pie a la identidad
nacional busca maneras, formas, enunciados homogeneizadores de
un "nosotros" identitario y exultante : "¡Viva Chile,
mierda!"; "¡Viva México, cabrones!"; "Argentino hasta la
muerte"; "Como el Uruguay no hay". Estos hiperbólicos
enunciados nacionalistas llegan, a veces, a rozar lo patético,
como el orgullo de los argentinos a principios del siglo XX
-según anota el sociólogo Alain Rouquié- "de ser el único país
blanco al sur de Canadá", o más recientemente, la propaganda
intertextual de los militares que anunciaban con un cinismo
digno de Goebbels: "Los argentinos somos derechos y humanos",
mientras se sistematizaban las desapariciones y se
incrementaba el terrorismo de Estado.
Entonces, ¿lo que es, es, Parménides? ¿Somos lo que nos
dijeron que somos? ¿Actuamos como marionetas atadas a ese
destino manifiesto de la impericia, la corrupción, el
narcotráfico, la ilegalidad estatuida, la impunidad solapada
bajo la falsa balanza de la justicia, el avasallamiento de los
más débiles, el ejercicio de la pereza y el machismo como
práctica de la indignidad? Tal vez (sin duda) sea cierto, pero
nosotros, latinoamericanos, además de bailar samba,
cumbia, tango, danzón, vimos el mundo a través de la
rayuela de Oliveira, recorrimos con Borges las mitologías
de los arrabales y las virtuales bibliotecas de Babel,
describimos los otoños de los patriarcas y los laberintos de
cien años de soledad no sólo para triunfar en/sobre París o
Nueva York, sino para entendernos, para traducirnos a nosotros
mismos, para comprender con el Tao y con Heráclito -ese
contemporáneo de Parménides- que lo que es, no es, y lo que
no es, es; así, simultáneamente, contrariando el principio
de no contradicción que sustenta hasta ahora todo el aparato
lógico de la civilización occidental.
Nosotros, latinoamericanos,
somos un desarreglado rizoma de Occidente y, por tanto, no nos
constituimos ni como un simple reflejo ni como un
"extremo Occidente" mecánicamente deducible y fácilmente
clasificable. Somos hijos de la hibridez cultural, de la
mixtura de lo indígena, lo negro, lo ibérico (de donde
proviene esa nebulosa noción de latinidad) y de lo
árabe, entre otras influencias menores pero no menos
importantes. Somos lo que somos y lo que no somos. Seres
híbridos, fértiles cruzas de una genética cultural
intrínsecamente impura. Esto, por supuesto, no es exclusivo de
la condición social latinoamericana, la hibridación responde a
la estructura misma de la vida, concierne a la dialéctica de
la transformación y del cambio fenoménico, contradice el
principio de no contradicción de Parménides (ese inventor de
la máquina a vapor) e invalida todo principio esencialista de
la identidad como un valor basado en la hipótesis de un origen
puro. No hay origen puro porque no hay origen. No hay
mexicanidad, peruanidad, argentinidad, latinoamericanidad, más
que en las vacuas verborreas presidenciales y en las lúgubres
borracheras de algunos demagogos populistas. La identidad
siempre está en otra parte. Tal vez esa otra parte sea
la lengua ("minha patria é minha língua", canta
Caetano), esa casa del ser, ese territorio virtual y
descentralizado que se puede hallar en Barranquilla, en
Helsinski o en Nueva York. Desterritorializar la identidad es
reconocer su intrínseca ubicuidad, su indefinible condición de
otredad, su natural deserción del bronce ecuestre.
Las lenguas vivas mutan, se hibridizan, están constantemente
buscándose a sí mismas. En Latinoamérica tenemos contundentes
testimonios de radicales hibridaciones del lenguaje -que
también son replanteos identitarios- , sobre todo, en los
poetas: César Vallejo, quien en 1922, con Trilce, hizo
trizas la sintaxis castellana para, de esta manera, adecuarla
a una personal necesidad respiratoria, expresando, no una
peruanidad, sino una voltaica perplejidad ante toda noción de
identidad: identidad del ser, del mundo, del lenguaje. Vicente
Huidobro y su icárico viaje en Altazor, exceso y
descenso del decir, voluptuosidad creacionista contrapuesta al
silencio primigenio, al vacío avasallador soterrado detrás de
las palabras. Lezama Lima: nómada en ese magma de la polisemia
e incontinente dador de "incestuosa voracidad" que hace del
lenguaje un espacio hechizado, una constelación que es una
transfiguración permanente, una sistematización del exceso que
se nutre del gongorismo para hipertrofiarlo en esa tan
delirante acromegalia de lo americano. Lezama Lima, al
absorberlo todo -mitología griega, I Ching,
cristianismo, Platón, presocráticos, gnósticos y un largo
etcétera- absuelve el compromiso unívoco de la identidad,
disuelve sus imperativos fronterizos y expande, propala,
reinventa al ser (americano) a partir de una cartografía de lo
barroco, de una posesión y de un posicionarse en todas partes.
Lo que es, es todo, diría Lezama. Porque sólo hay
identidad en la totalidad, por eso el barroco (americano y
lezamiano) es la identidad de todo con el todo, es la
resolución de la dicotomía nosotros / los otros en el
entrevero corpuscular de la materia, es una hedonista
hibridación de olores, colores, sabores, humores, maneras de
ser, de pensar y de pronunciar el mundo. Es Parménides y
Heráclito confluyendo.
Porque la complejidad de esta América todavía innombrable se
sustenta en el exceso de presencia y -más allá del simple
juego de palabras- en la sistemática presencia del exceso.