ROGELIO
SAUNDES: LA TRANSPARENCIA SIN NOMBRE
José Kozer
Considero
que estamos viviendo un auténtico renacimiento de la poesía
latinoamericana, quizás el único brote fuerte y veraz de la
actual literatura en lengua española. Es más, considero que
ese renacimiento ya ocurrió: sólo que la gazmoña crítica comodona
y ad usum, anquilosada en el facilismo más retrógrado, no
se atreve, salvo honrosas excepciones, a reconocerlo. No le
conviene. Debido a que la poesía implicada en ese renacimiento
no se presta a encasillamientos ni a tematizaciones, por densa
y compleja. Por ende, lo mejor, piensa la crítica convencional,
es ignorarla, seguir rizando el rizo, bogando en aguas estancadas.
Ese fuerte
brote poético tiene, por países, varios centros de ingente
actividad: en verdad, una proliferación configurando una reunión
de poetas, muchos de ellos comunicados entre sí, trabajando
a solas, mas conscientes de la existencia de los demás. Poetas,
por así decir, descentrados en sus diferentes (múltiples)
centros, conformando una reunión que no es centrista sino,
por el contrario, esponjosa, abarcadora en cuanto distensión
y refracción de materiales y modos de hacer poesía. Reunión
(espacio) donde voces disímiles, y que sin embargo tienen
un aire de familia, se dan la mano, abrazándose, y abrasándose,
por mor del lenguaje. Un lenguaje espeso, arduo (como nuestro
momento histórico) forja de mutaciones forjando imponderables,
que en cierta medida sopesan aire, aire inasible: el incesante
vaivén de lo impalpable, a duras penas, asequible.
Si contemplamos
ese fuerte renacer de la poesía actual en lengua española,
repararíamos que en ciertos países se manifiesta con mayor
fuerza o visibilidad. Así, México, Argentina, Uruguay, Brasil,
Chile y Cuba son centros neurálgicos que irradian verdadera
explosión de poesía. Los nombres de los poetas que conforman
este peculiar estallido van siendo poco a poco revelados.
Sus padres o padrastros podrían ser José Lezama Lima, Haroldo
de Campos, un cierto Vallejo (el de Trilce): Neruda y Parra
no. Y entre esos nombres descuellan, en México, Gerardo Deniz,
José Luis Rivas, David Huerta, Coral Bracho, Alfonso D'Aquino;
en Argentina, Reynaldo Jiménez, Néstor Perlongher, Mario Arteca,
María Rosa Maldonado; en Uruguay, Eduardo Espina, Eduardo
Milán, Víctor Sosa, Marosa di Giorgio, Silvia Guerra, Roberto
Echavarren; en Brasil, Josely Vianna Baptista, Claudio Daniel,
Wilson Bueno, Paulo Leminski, Horácio Costa; en Chile, Juan
Luis Martínez, Raúl Zurita, Andrés Ájens, Armando Roa Vial;
y en Cuba, Lorenzo García Vega, Reina María Rodríguez, Soleida
Ríos, et. al. En el caso de Cuba tenemos una generación más
joven, pléyade en formación, con una voz en general desatenta
al registro político, sobre todo al panfletario y propagandístico.
Esa voz no acoge ni recoge módulos poéticos naturalistas ni
de barricadas, desprecia la inercia del socialismo realista,
se enfrenta con su lenguaje proliferante al lenguaje unívoco
de la poesía social y de barricada. Esos poetas cubanos cantan
la desazón del desconocimiento, la recuentan de mil maneras,
conscientes de la imposibilidad de asir, de nombrar con fijeza
cristalina, el continuo oscilar de la realidad: por ende,
trabajan desde la inestabilidad. Ese perpetuum mobili los
moviliza, zahiere: nacidos a partir de 1959, instauración
de ese estrago que llamamos revolución cubana, forjan obra
que opta por ser escrita con minúsculas, obra hacia el propio
interior.
Entre
esas voces jóvenes cubanas resaltan ya las de Antonio José
Ponte, Carlos Aguilera, Damaris Calderón, Rolando Sánchez
Mejías, Pedro Marques de Armas, Omar Pérez, Juan Carlos Flores,
Ricardo Alberto Pérez, Ismael González Castañer, y sin duda,
la voz líquida, inasible, gradual en su voracidad, del ensayista,
prosista y poeta Rogelio Saunders (La Habana, 1963).
Su voz.
Ejemplo de uno de los fenómenos más cautivantes de este momento
histórico de aridez y debilitamiento culturales, de sobreabundancia
de lo masivo, lo politiquero e instantáneo: momento en que
quienes detentan el poder acusan de elitismo a quienes viven
la avidez interminable del conocimiento, aquéllos que poco
o nada descartan pues todo lo aman, reconociendo, contra viento
y marea, los registros plurales, las forjas disímiles. En
este atroz momento en que reina la mediocridad, repito, surge
la voz necesaria (incandescente) de Rogelio Saunders, auténtico
oasis en medio del desierto. Un oasis de aguas espesas, variables,
de acceso nada fácil, y que en el fondo poco (o quizás nada)
pretende reflejar. No lo pretende porque su eje no se asienta
sobre la prepotencia o la imposición, sino por el contrario,
se rige por la fluidez que se mueve por cuenta propia, tiene
su propio dinamismo, y que el ojo del poeta sólo puede seguir
(atónito) a la espera de su natural desagüe: espera, es evidente,
de la que nace el poema.
La voz
de Saunders es, precisamente, natural: connatural a todo lo
difícil, a aquello que el lenguaje extrema para intentar ver
mejor, mejor integrar y reconocer: quizás, incluso, ser útil,
y mejorar las empeoradas condiciones sociales creadas por
los seres humanos. Voz moderna, que canta los tiempos que
corren, sin proponérselo dogmáticamente; voz que se desconoce
y a la vez se reconoce hija o hijastra de estos tiempos de
desidia que sólo es factible resistir desde una poesía que
se inscribe, resbaladiza, deslizándose. Así, la voz de Saunders
está hecha en gran medida de deslizamientos, rápidos o morosos,
y de entrelazamientos que tejen (destejen) su particular universo.
De ahí que sea, en principio, inagotable. Y de ahí que esté
abocada a una referencialidad que no desdeña nada: ni lo feo,
ni lo escatológico, ni lo sacramental. No hay categorías;
hay realidades: acontecimientos: situaciones que surgen en
un lugar aparente, que en verdad resulta ser un lugar último,
inabordable.
Esta
voz se afinca en la continuidad, más allá del ser individual,
y no en la
personal duración. Así, su sentido de la continuidad
se forja en la indeterminación, o en una concreción que a
todos pertenece. Voz que cuaja para deshacerse, y volver a
cuajar. Incesante. Flujo a su reflujo, y reflujo que cuando
pestilente, lo es por mor de purificación: agua lustral. Agua
que mana del largo proceso de lavaje y purgación interior
(adscrito al acto mismo de escritura). Digamos, poesía purgativa,
en asunción: escrita, con naturalidad, hacia sus iluminaciones,
las uniones reales, prácticas, que la vida cotidiana puede
brindarnos, y que el buen oído del poeta Saunders sabe acoger.
Estamos,
por ende, ante un lenguaje: ¿cómo caracterizarlo? El particular
lenguaje abierto de Rogelio Saunders se distiende, es interminable:
sólo se detiene porque el cuerpo tiene sus limitaciones (el
cuerpo del poeta y el del texto). Lenguaje babélico (mestizo)
imbricado, no teme ningún registro o acepción. Si denota,
connota, y si connota, no pierde de vista la función denotativa
de toda palabra. Leer, pues, Fábula de ínsulas
no escritas (poema y libro) es participar de
la mayor cantidad posible de registros, empezando (¿y por
qué no?) por los formales. Así, el poeta no tiene empacho
en recoger formas híbridas compuestas por los diversos "ismos"
que han conformado la historia penúltima y última de la poesía.
Los poemas de este libro participan de una respetuosa acogida
a esa historia de la poesía, imbricando, por ejemplo, lo romántico
("Oh corazón/ cuán desesperado.") con lo neobarroco ("Rayo
de moribundia/ sirtos, sirtes, sistros") o lo neoclásico ("de
ese abanico pequeño o juego/ de cartas en el cuenco/ de la
mano:") con un modernismo hispanoamericano decimonónico, de
ribetes dieciochescos, bellamente filtrados ("mandarín chino/
de porcelana, budha de jaspe/ sobre rubí enmarcado"): un modernismo,
no de escuela sino de vocación y recepción, que asimila, con
un guiño de ojo, a un Lezama que ha asimilado por igual a
un Julián del Casal.
Se ve,
entonces, que la voz hecha lenguaje de Saunders sintetiza
y trasciende el juego de los "ismos" justo porque sabe revolverlos
para reordenarlos. Voz incorporadora, desbancadora, que no
se atiene a un lenguaje unívoco, estéril. A nada teme: ni
a los materiales de acarreo ni al detritus; ni al modo de
decir, por ejemplo, surrealista ("el prepucio blanco del tordo")
ni a la naturaleza muerta (viva) del bodegón, que permite
alternar pintura con escritura, color con musicalidad atonal
o armoniosa. Y todo ello se hace con júbilo, no con miedo.
A veces, por el tono, el júbilo posee un cierto temblor rilkeano.
Y entonces se recibe el eco de la terribilidad del ángel.
Su luz, hace temblar. Temblor compuesto de rendijas, resquicios,
por los que penetran palabras de toda índole, ampliando zonas
de realidad. A veces, curioso en un poeta moderno, caben palabras
convencionales, que son eslabonadas en versos de función retórica
(lluvia, primavera, pez); a veces surgen las palabras de la
realidad más pedestre (la del bodegón y la cocina) como, por
ejemplo, aceite, panal de abejas, la bola de billar o el anodino
mediodía. Y a veces, se extrema el lenguaje hasta límites
que rozan la exasperación lingüística, y aparecen términos
como uxinas, sexángulo, psicopompos, entrelucificado, o ese
infuturos adjudicado a Berlín. La totalidad, y eso es lo que
importa, arroja una riqueza verbal que es espiritual, que
acepta todas las formas habidas y por haber: que no se ciñe
para salir del paso sino para abrazar, abarcando. Un abrazar
capaz del más complejo simultaneísmo.
Saunders
escribe, a oscuras y segura, sin dejarse arrastrar por las
prebendas ni los beneficios materiales: ajeno a los clarines
de la fama, vive pobremente su interior riqueza. No participa
del los juegos del Poder. Está fuera, un fuera que es un fuerte
adentro, signado por un estado de escritura, auténtica preñez.
Ignorando los trapicheos entre poetas y editores, o entre
académicos y periodistas, hace su trabajo como el monje o
como el alfarero: desde la luminosidad del claustro o del
torno transformando la arcilla. Así, se lo juega todo: salud,
bienestar, aplauso público, ejerciendo incluso una cierta
dureza (característica, dicho sea de paso, de muchos de los
jóvenes poetas cubanos que han tomado el camino del destierro
en los últimos años) a sabiendas de que en ocasiones el canto
de la mano del monje tiene que golpear. Y ello, para proteger
lo sagrado, que es la palabra, su repercutir abierto, eco
de ecos, y su deslizamiento (informal, y cuando sea necesario,
deformador). Esas palabras que Elías Canetti, al hablar de
Chuang Tzu, dice [que éste] "dice con firmeza que las palabras
son algo, las respeta y venera, y se las niega a los prestidigitadores."
(1)
Las palabras
nombran, pero además, en Saunders nombran una transparencia
sin nombre. ¿En qué sentido? En el de que no soslayan ni evitan
excrecencias, endurecimientos, suciedad: de modo que transparentan
manchas, tachaduras, borrones en reverberación: se mueven
hacia lo innombrable, y si nombran es porque no hay otro camino
hacia lo Innombrable. De modo que sobre papel lo que queda
registrado es una transparencia que acerca los nombres lo
más posible a lo Innombrable, a lo que quizás no tiene nombre
por inexistente. ¿Desolación? No, reconocimiento: base de
toda poesía fuerte. Así, cada nombre opera como sustituto
de otro nombre, perpetuo deslizamiento que sólo busca puntos
de reunión: de palabras, textos, criaturas. ¿Utopos? No, sino
mutabilidad de lo real. Lo real, siempre a punto de extinción:
captarlo, es la función del poeta.
La transparencia,
de paso, y al paso, al hacerse texto, texto manifiesto, constituye
una transfiguración. No un emblema sino una operación: abierta,
diversa, y compuesta de los desplazamientos de los desconocimientos
del autor. Trasposición que lleva, por reverberación, a actualizaciones
sobre la página en blanco. ¿En blanco? Las páginas nunca son
en blanco ni son blanco de nada ni de nadie. Son un sitio:
y sobre éste inscribimos riesgo y vida, rasguño y desasosiego,
pertinaz ignorancia: de ahí vamos sacando lascas de luz sin
nombre: creo que Saunders piensa (y pienso yo con él) que
la verdadera transparencia es innombrable, pero que no obstante,
se ha de escribir desde una cierta indiferencia ante lo Absoluto,
cristalizando las formas del vivir, auscultando en las ínsulas
no escritas.
John Cage da una definición de poesía cuando
dice que ésta no se atiene a la invariable obediencia sino
a las innumerables variaciones mínimas de algún módulo. Así,
tal y como ocurre con la poesía de Rogelio Saunders, la poesía
se compone de intervalos y silencios, de espacios vivos (luminosos)
entre letras y palabras (toda una cábala): esos espacios donde
hurga el poeta son los que precisamente le permiten respirar;
respiración que no es necesariamente una inspiración, sino
un tragar y expulsar aire (John Cage: "I write/ in order to
hear; never do I hear and/ then write what I hear. Inspiration is not/ a special occasion.") (2).
O sea, que escribir para oír (saber) (revelar) es el estado
natural del poeta, del oído; no una exacerbación sino una
regularidad: regularidad, no reglamentación.
Termino:
los poemas que conforman este libro funcionan como cajas chinas
o muñecas rusas, cada poema contiene otro poema, y todos,
al abrirse, al aflorar, manchan, despliegan su rumor, entre
los pliegues ígneos de las palabras. Los poemas, al asirse
al papel, inscribiéndose, cantan lo inasible, la imposibilidad
ulterior de los asideros: hay que despeñarse. Escribir poesía,
en el mundo de hoy, es escribir despeñándose. Si no, mejor
cavar papas, o vender retales. Escribir, además, para un poeta
cubano exiliado, es mediar entre la transparencia y el absurdo,
entre el silencio cobarde y el silencio de la sabiduría. No
dejarse presionar por las fuerzas del más rastrero politiqueo.
Fundamentar. Fundamentar exilio contra crápula. A conciencia.
La conciencia de que el desterrado, como dijera Canetti, "vuelve
a su patria en muchos países." (3).
(1) Elías
Canetti. El corazón secreto del reloj. Muchnik Editores,
Barcelona, p.127.
(2)
John Cage. Silence. Wesleyan University Press. Hanover, NH, USA,
p.169.
(3) Elías
Canetti. El corazón secreto del reloj. Muchnik Editores,
Barcelona, p.149.
*
José
Kozer nasceu em Havana (Cuba) em 1940, mas vive
nos EUA desde 1960. Entre suas
principais coletâneas poéticas estão Y
así tomaron posesión en las ciudades (1979), Jarrón de las abreviaturas (1980), La rueca de los semblantes (1980), Bajo este cien (1983), La garza
sin sombras (1985), Prójimos.
Intimitates
(1990), et mutabile
(1996) e Farándula
(2000). No Brasil, foi publicada a antologia Madame
Chu e Outros Poemas, com traduções de Claudio Daniel e
Luiz Roberto Guedes (Travessa dos Editores, 2003).
Leia
também uma entrevista
com José Kozer, um ensaio
do autor sobre o Neobarroco, poemas
em espanhol e traduzidos
ao português por Claudio Daniel.
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